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Un mediodía de domingo irrumpí en la habitación de mis dos hijos mayores y sin más explicaciones apagué la television sintonizada en un juego de futbol.
"Vistanse, nos vamos a San Diego a un concierto de Bob Dylan", les dije.
Se resistieron, hicieron tremendo berrinche, pero no cedí en mi sorprendente desplante autoritario.
Sabían de Dylan por mis discos y por lo que yo les contaba, pero, aún adolescentes, ellos tenían sus propios ídolos.
Iban encabronadísimos y no me dirigieron la palabra durante todo el trayecto de Villa Floresta a Marina Park , vía Tecate/Dulzura.
Llegamos temprano y nos colamos hasta casi tocar el escenario. Todos de pie sobre el pasto fresco de la magnífica terraza frente al mar.
El ambiente festivo, lo abigarrado de la concurrencia plagada de aves exóticas, les cambió el ánimo.
Y se hizo la música.
Ahí tenían, a dos metros de distancia, al legendario superestrella, con lentes oscuros y armónica colgada al cuello, cantando sus temas más emblemáticos.
Estaban embelesados y el padre feliz por el doble placer de compartir un concierto a orillas del Pacifico de uno de los clásicos de clásicos de los 60, y de haber acertado con mis hijos, cada vez más prendidos por la magia de la música en vivo.
El climax llegó con Like a Rolling Stone.
La canción que- como les había contado- yo había escuchado por primera vez en la radio del Studebaker del Odilón Zamorano, cruzando un Golden Gate devorado por la niebla de Sausalito a San Francisco, una noche de octubre de 1970, siendo también un adolescente.
Se cerraba un circulo.
Ese domingo con Dylan les cambió la vida.
Así lo contó Edmundo en una de sus crónicas.
Y quedó como una de las mayores aportaciones del padre a su educación musical y sentimental.
Gracias, Bob.
Felices 80.