viernes, 7 de diciembre de 2018
Instantáneas Entierro de Pepe Revueltas y acto de contrición
I. Entierro
Gerardo de la Torre.
Corría el mes de abril de 1976. Pepe Revueltas había muerto pesando poco más de cuarenta kilos y era velado en la Agencia Gayosso de Félix Cuevas. A Pepe se le había ocurrido morirse el mismo día que asesinaron a Sarita Ornelas —lideresa de vendedores de billetes de lotería y candidata a diputada por el PRI—, a quien velaban en la misma funeraria.
Pardeando la tarde, el candidato presidencial José López Portillo acudió a ofrecer sus condolencias a la familia de Sarita y ya en Gayosso le informaron que en otra sala se hallaba el cuerpo de Pepe. Una larga comitiva acompañó al candidato en el trayecto hacia la capilla del escritor. López Portillo al frente, serio, solemne. Y mucho más serio y solemne se vio, desconcertado, estupefacto, al caer en cuenta de que en la capilla no estaban ni Pepe Revueltas ni el ataúd.
—Se lo llevaron los muchachos para hacerle un homenaje en Ciudad Universitaria —informó un empleado.
¡Pues ah qué pinches muchachos!
Candidato y comitiva dieron media vuelta y abandonaron la agencia funeraria silenciosos, con aire digno.
El entierro del escritor se había acordado para la tarde del día siguiente. Al filo de las dos los empleados metieron la caja a la carroza. En cuanto cerraron las puertas del vehículo, un grupo de estudiantes se dirigió a Emma, la esposa de Pepe.
—Queremos llevarlo en hombros. El panteón no está lejos. Podemos.
Emma, mirándolos con cierta desconfianza, lo pensó un buen rato y al fin dio su consentimiento. Seis de los muchachos comenzaron a tirar del féretro, y cuando todo el peso estuvo en sus manos, se les vino abajo. Inclinados, ayudándose con muslos y rodillas, lograron apenas evitar la caída.
Ya veíamos los espectadores el ataúd golpeando el piso, abriéndose y dejando salir el cuerpo afiladito que rodaba y rodaba por el concreto del estacionamiento. Quedó el asunto en visión imaginativa, porque los muchachos lograron soportar la caja y devolverla a la carroza.
—Muy mal, muchachos —dijo Emma—. Mejor que el coche se vaya despacito y con las puertas abiertas. Y nos vamos caminando detrás, acompañando a Pepe.
En esa circunstancia nadie mandaba más que Emma, de modo que la carroza, seguida por el cortejo mudo y doloroso, avanzó lentamente por Gabriel Mancera, torció en Obrero Mundial, luego en Monterrey, más tarde en Bajío y al fin cruzó la avenida Cuauhtémoc para desembocar en el Panteón Francés de La Piedad.
En el cementerio el ataúd fue montado sobre las correas que más tarde lo depositarían con suavidad en el fondo de la sepultura. La gente, en medio de un magnífico silencio, rodeó la fosa. En el borde, el secretario de Educación Pública, Víctor Bravo Ahuja, echó mano a ciertas cuartillas y comenzó a leer un discurso que evocaba al hijo aquel de Durango que en unos llanos polvorientos inició el duro aprendizaje de una vida que…
—¡Que se calle! —clamó una voz anónima.
En el primer momento se oyeron sonidos sibilantes que pedían silencio a quien interrumpió el discurso. Luego, otras voces se sumaron a la que empezó la interrupción.
—¡Sí, que se calle!… ¡Que se calle!
Cundió el desconcierto porque sólo quienes se hallaban en los círculos cercanos a la fosa habían identificado al hombre del discurso, de modo que se levantó una barahúnda en la que destacaban los que se calle, hasta que alguien, desde lo alto del montículo de tierra destinada a cubrir el ataúd, explicó que el orador era quien era y por tanto no podía permitírsele continuar.
Entonces el grueso de la multitud se inclinó por el sólido "que se calle". Porque cómo era posible que el funcionario de un gobierno sucesor y cómplice de otros gobiernos que en diversos momentos encarcelaron a Pepe (en 1928, 1932, 1934, 1968) viniera a hacer el elogio de quien antes fue ferozmente condenado.
Rosaura Revueltas alzó la voz enérgica, mientras a su lado don Víctor, gacha la cabeza, se veía intimidado.
—¡Pepe es mi hermano y voy a permitirle hablar a quien yo quiera!
—¡Pero también es nuestro camarada! —replicaron airadas voces.
Marginado de la violenta discusión que siguió, don Víctor, con movimientos suaves, a socapa, se guardó las cuartillas, y hasta el final, con su traje color ceniza cada vez más ceniciento, permaneció ante la fosa con la cabeza baja.
Martín Dozal, preso político del 68 y compañero de celda de Pepe en Lecumberri, trepó la cruz de cemento de una tumba contigua y en equilibrio tenso, precario, comenzó a lanzar andanadas verbales contra esos que ahora sí, modositos, acudimos a despedir a José Revueltas, pero jamás lo visitamos, desgraciados, cabrones, en Lecumberri.
Tronaba Martín. Y los demás, como el secretario de Educación, inclinamos la testa. Entonces allá, en los confines de la multitud, alguien comenzó a entonar La Internacional.
Martín descendió de la cruz. Se reanimó aquella masa que, por su inconsciencia o su inconstancia había sufrido la reprimenda. Más y más voces se unieron a la de quien habían iniciado el canto revolucionario. Pero era aquello una maldita mescolanza, porque cada quien cantaba la versión que se sabía. ¿Había que decir arriba pobres de la tierra o arriba los pobres del mundo?
—¿Pero qué clase de Internacional cantas tú, desdichado? Si no me equivoco es la troskista.
—¡Y yo qué culpa tengo de que seas un maldito comunista ortodoxo!
El poeta Efraín Huerta, que hacía poco había salido de una terrible operación, andaba por allí como perdido. El cuentista Juan de la Cabada, meneando la algodonosa cabeza, trepó al montículo de tierra y pedruscos amarillos que cubrirían el féretro.
Dos músicos, violín y cello, desenvainaron los instrumentos, colocaron las partituras en sus atriles y, ajenos al bullicio, se sentaron a afinar. Y la multitud continuaba cantando La Internacional, cada quien por su lado y a todo pecho, despidiendo con la tosca melodía y las apasionadas palabras a Pepe Revueltas el escritor, el combatiente, el camarada.
Los músicos, imperturbables, seguían afinando y al fin comenzaron a tocar un oratorio fúnebre apenas audible. Porque si bien el secretario de Educación permanecía en silencio, mucha gente exigía a gritos que se fuera y no faltaban las respuestas altisonantes, iracundas.
La encolerizada Rosaura no se apartaba del secretario de Educación. Don Víctor, inmóvil, no tenía ojos sino para contemplar el fondo de esa fosa en la que pronto reposaría el sujeto de su inacabado discurso.
Qué algarabía. Qué gritos.
—¡Esto es un verdadero desmadre! —exclamó Juan de la Cabada. Y desde la altura de su integridad, trepado en el montículo de la tierra que cubriría el ataúd, alzó los brazos y dijo:
—¡Un aplauso para Pepe Revueltas!
Comenzó el mismo Juan a aplaudir y se desató el aplauso colectivo y se apagaron las voces de los camorristas. Luego, entre la masa sobrevino un denso silencio. Y entonces pudieron escucharse nítidas las notas del oratorio fúnebre.
Rosaura hizo una seña a los enterradores y el féretro inició su descenso. Pronto las paletadas de tierra comenzaron a cubrirlo.
Fuera del panteón se habían congregado Manuel Aguilar Mora y otros militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores. En eso salió en su auto Manuel Marcué Pardiñas, veterano combatiente, hombre de izquierdas que por entonces acompañaba en sus giras al candidato presidencial priista.
—¡No tienes vergüenza, Marcué! —le gritaron.
—¡Eres un cínico!
Carlos Félix, viejo camarada de Pepe, se hallaba asido al enrejado del panteón, aferrándose a los barrotes para que todo el alcohol que ese día había bebido no lo derrumbara. Meneando la cabeza, dijo como para Marcué, quizá para sí mismo:
—No les hagas caso, ingeniero, te tienen envidia.
Sobre la avenida Cuauhtémoc, el auto de Marcué ya cruzaba la elevación del Viaducto.
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