Lo conocí en las penumbras vespertinas del Pluma Blanca, a principios de los 90.
-Mira, ahí está el Abigael- dijo el
Jeff Durango señalando con la mirada a un hombre delgado y desparpajado,con facha de sobreviviente de los sesentas,
que bebía y fumaba en solitario a unas dos, tres mesas de la nuestra..
Jeff fue a saludarlo y se lo trajo.
El poeta nativo de Caborca(1937)llegó con la cerveza en una mano, y un fajo de cuartillas en la otra.
Eran unos poemas dedicados a Lola Beltrán.
Al principio los versos me sonaron divertidos, chistosos, simple juego de palabras, para luego ir cayendo en la cuenta que aquello no era pura vacilada entre norteños.
Era un cautivador des/concierto de "esdrújulas y jitanjáforas". El poeta cantándole en delirante escalada lírica a la gran gran cantante sinaloense.
Una extraña musicalidad muy a tono con la atmósfera de uno de los templos de la bohemia literaria de Hermosillo.
-¿De dónde me dijiste que eras?-me preguntó Abigael.
- De La Paz...
-!De La Paz! ¡Ay, La Paz!De La Paz era el amor de mi vida...- dijo en ese tono confesional que recorre su obra poética..
Los recuerdos -reales o imaginarios- de aquel novio paceño lo encendieron.
El autor de Poesida tomó por asalto la rockola y el resto de la velada estuvimos escuchando Puerto de Ilusión.
FUE la primera y última vez que lo vi. Murió dos o tres años después.
Hoy, ayer 12 de marzo, Abigael Bohórquez estaría cumpliendo 79 años.
AQUÍ lo recordamos-desde La Paz, la tierra del "amor de su vida"- con estos versos muy resuyos:
Llanto por la Muerte de un Perro
Hoy me llegó la carta de mi madre
y me dice, entre otras cosas: —besos y palabras—
que alguien mató a mi perro.
“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo,
—me cuenta—,
y se fue tras de su alma
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado.
No supimos la causa de su sangre,
llegó chorreando angustia,
tambaleándose,
arrastrándose casi con su aullido,
como si desde su paisaje desgarrado
hubiera
querido despedirse de nosotros;
tristemente tendido quedó
—blanco y quebrado—,
a los pies de la que antes fue tu cama de fierro.
Lo hemos llorado mucho…”
Y, ¿por qué no?
yo también lo he llorado;
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro que habla,
y engaña, y ríe, y asesina.
Mi perro siendo perro no mordía.
Mi perro no envidiaba ni mordía.
No engañaba ni mordía.
Como los que no siendo perros descuartizan,
destazan,
muerden
en las magistraturas,
en las fábricas,
en los ingenios,
en las fundiciones,
al obrero,
al empleado,
el mecanógrafo,
a la costurera,
hombre, mujer,
adolescente o vieja.
Mi perro era corriente,
humilde ciudadano del ladrido-carrera,
mi perro no tenía argolla en el pescuezo,
ni listón ni sonaja,
pero era bullanguero, enamorado y fiero.
A los siete años tuve escarlatina,
y por aquello del llanto y el capricho
de estar pidiendo dinero a cada rato,
me trajeron al perro de muy lejos
en una caja de zapatos. Era
minúsculo y sencillo como el trigo;
luego fue creciendo admirado y displicente
al par que mis tobillos y mi sexo;
supo de mi primera lágrima:
la novia que partía,
la novia de las trenzas de racimo y de la voz de lirio;
supo de mi primer poema balbuceante
cuando murió la abuela;
al perro fue en su tiempo de ladridos
mi amigo más amigo.
“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo
—dice mi madre—
y se fue tras de su alma —los perros tienen alma:
una mojadita como un trino—
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado…”
Ay, en esta triste tristeza en que me hundo,
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro
que habla,
y extorsiona,
y discrimina,
y burla;
mi perro era corriente,
pero dejaba un corazón por huella;
no tenía argolla ni sonaja,
pero sus ojos eran dos panderos;
no tenía listón en el pescuezo,
pero tenía un girasol por cola
y era la paz de sus orejas largas
dos lenguas
de diamantes.