Finales de los 70...
Llegaron nuevos huéspedes a la residencia de Mazatlán 67:
una pareja argentina. Como tantos otros
conosureños, venían huyendo de las
dictaduras militares y sus crímenes de Estado, en calidad de asilados
políticos.
Cuando por primera vez
los llevamos a comer a nuestra “cocina económica” favorita de la
Condesa, y empezamos a entrarle a la
salsa mexicana y a los totopos, exprimir limones y manipular saleros y
pimienteros, nos percatamos que nuestros nuevos amigos nos veían interrogantes
y antojados.
Los invitamos a que le entraran al botaneo, y preguntaron
cuánto costaba todo aquello.
Gratis, respondimos.
¿¡Gratis!?, exclamaron sorprendidos.
Sí, gratis.
Albricias. En su país de origen la situación era muy
distinta. Primera lección de la proverbial hospitalidad mexicana; avalada
por republicanos españoles, sandinistas
nicaragüenses, el núcleo guerrillero original de la revolución cubana.
No teníamos conciencia de esa costumbre nacional tan
generosa.
Claro, las devastadoras crisis económicas-y políticas-
estaban por llegar.
Fue en Europa, en España particularmente, donde me acabó de
caer el veinte.
En las "austeras" mesas españolas todo costaba.
Hasta el agua, casi
al mismo precio de los mismos mililitros de vino.
El contraste con el
derroche o generosidad mexicanos despertó en mi, en el
"sudaca", una nostalgia hasta entonces desconocida.
Sentimientos contradictorios.
Contraste brutal y paradójico. Un país estigmatizado por su miseria dándose
esos lujos.
En el pecado- el despilfarro de una élite corrupta- habíamos
llevado la penitencia.
Sobre todo después del llamado de López Portillo a
"administrar la abundancia", que derivó en la promesa presidencial
pasada por lágrimas de "defender el peso como un perro".
Recuerdo estos pasajes mientras disfruto de unos tacos de
pescado en una nueva palapa vecina.
En la mesa tienes varios botes de sustancias picantes, un
gran pomo de plástico con la infaltable crema, catsup, totopos, paquetes de
galletas saladas, limones.
Pero la barra de las salas, ensaladas, chiles toreados y
capeados, rellenos de queso, las rajas con crema, los granos de elote, el chile
de árbol en aceite de oliva con ajonjolí,
está en el centro de la monumental palapa, esperándote.
Me sirvo en un plato grande ensalada de col con pasas y piña, mi favorita; rajas
con crema, elote, dos chiles güeritos
capeados, y preparo los tacos derramando
una cucharada de salsa de árbol color caoba sobre la blancura de la crema.
¿Y de tomar?
No se me antoja la cerveza, ni el clamato, nada de alcohol;
ni mucho menos una soda, agua de jamaica o de horchata.
Pido un vaso de agua natural grande.
Le exprimo unos limones, y ya está.
Devoro la ensalada de col, las rajas, los chiles, y voy por
más.
El tercer taco me cabe a medias.
Para capotear la enchilada con la salsa de árbol, pido otro
vasote de agua y repito la operación con los cítricos.
Qué rica limonada, sin azúcar. Qué deliciosa, sana, y
balanceada comilona.
Salvo los tres tacos, ¡todo gratis!!
( Y que conste que no soy uno de esos seres
que de tan ahorrativos terminan por ahorrarse la vida misma. )
En pleno "atorón" económico . En realidad una historia ya vieja en un país
sin crecimiento económico desde hace tres décadas con su consecuente
crecimiento de la cifra de pobres.
Paradójico “mexican
moment”, difícil de entender para los extranjeros, que en mayor o menor medida, sigue dándose
en la mayoría de las cocinas
“económicas” mexicanas, particularmente en el centro y el sur.
Un rasgo cultural del pueblo mexicano(“Donde comen dos,
comen tres”) que no se ha visto traducido en políticas públicas para una
verdadera cruzada contra el hambre. Austeridad arriba, generosidad, solidaridad
con los de abajo.
Cocinas económicas para todos.
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