Alejandro Álvarez
En las colonias de la periferia de la ciudad privaba
un ambiente casi provinciano. Los vecinos se saludaban amistosamente y se
detenían para platicar cuando se encontraban al ir al trabajo o cuando
regresaban de él, o cuando iban al mercado o cuando recogían a los hijos en la
escuela. Se establecía una tupida red de compadrazgos para lo cual no faltaban
oportunidades: que de bautizo, que de confirmación, que de primera comunión, ya
no se diga de bodas y quince años. Era una práctica rigurosa de los vecinos que
provenía de años atrás adornar la calle en las celebraciones cívicas y
religiosas más relevantes. Por ejemplo
el mes de septiembre era de poner banderas en las puertas de las casas, algunas
enormes incluso con su asta metálica, otros con menos recursos compraban ocho o
diez metros de plástico estampado con los colores patrios y clavaban la tira a
todo lo largo de la fachada. Otros más ponían en las ventanas listones
tricolores y hasta las imágenes de Miguel Hidalgo y José María Morelos como si
fueran santos.
En diciembre se colgaban de un lado a otro de
la calle papeles picados multicolores y en cada casa se veían faroles de papel
colgando de un foco ingeniándoselas para que toda la calle apareciera iluminada.
Era la única temporada del año en que durante las noches las calles no eran una
boca de lobo. Casi todas las familias se mandaban y recibían por correo
tarjetas navideñas que se colgaban del infaltable arbolito al pie del cual se
colocaba un Nacimiento. Una noche por aquí y otra por allá se escuchaban los
cánticos de las posadas y la gritería de los niños y adultos rompiendo las
piñatas. Las campanas de las iglesias cercanas repiqueteaban para la misa de
Navidad.
El día último del año grupos numerosos de
amigos, familiares y vecinos se acomodaban alrededor de una fogata para cantar y
tronar cohetes hasta que el sol del nuevo día y año asomaba. Para ese momento
los ánimos se encontraban en su punto más alto, se armaba el baile, se
cristalizaban nuevos romances, la música sonaba y los perros ladraban sin
parar. No faltaba la pandilla de chamacos que aprovechando el desconcierto con
resorteras apuntaban con gran puntería a los faroles haciendo tronar los focos
casi simultáneamente con la estampida de los infractores. Muy pocos faroles
lograban sobrevivir al año nuevo.
La temporada de esas fiestas concluía el seis
de enero. En la madrugada de ese día todavía a oscuras, como hormigas saliendo
de su agujero, los niños iban apareciendo en la calle con los juguetes que les
habían traído los Reyes Magos. Unos a otros se mostraban los regalos y los
compartían, era la época del trompo, la bolsa de canicas, la muñeca de trapo,
el balero, el juego de té, el carrito y avioncito de madera y excepcionalmente,
despertando el asombro de todos, hasta una bicicleta se podía llegar a ver. En
unas cuantas horas, después de los aterrizajes forzosos de rigor, se aprendía a
manejar la lustrosa bicicleta y se turnaban democráticamente todos los miembros
de la palomilla para dar la vuelta a la manzana. Mientras otros ya habían
aprendido a ejecutar las jugadas más complicadas con el balero y el trompo. Por
fin esa noche del seis de enero después de una larga temporada de desvelos los
niños podían ir temprano a la cama, completamente agotados y abrazados de su
juguete más querido.