Alejandro Álvarez
Como todo bebé digno y respetable que fui, tuve una
cuna. Lógicamente no era de las que ahora se convierten en nave espacial con
apretar un botón. Pero de los avances tecnológicos sobresalientes de aquella
cuna prehistórica se podía señalar que
uno de sus barandales se podía ajustar a dos niveles de altura, uno alto
para evitar que el chamaco se fuera al vacío y otro bajo para facilitar que la
madre, o sustituto de ella, le cambiara el pañal sin apachurrarse la panza
contra el barandal. En su época de oro la cuna contó con un brazo desde donde colgaba
una delgada tela a manera de mosquitero. El funcionamiento del rastro en la colonia
en donde vivíamos provocaba la existencia de una eterna nube de moscas por lo
que ese aditamento era un factor fundamental para la sobrevivencia del recién nacido. Después, con la clausura
del matadero de reses, desaparecería el tapete negro de moscas que cubría la
colonia y desaparecería también, por inútil, ese bracito del mosquitero. El
producto del segundo embarazo de mi madre me desplazó de la cuna y ésta,
después de una primer repintada y ajuste de clavos y tornillos, quedó lista
para el relevo. A mi me mandaron a una cama individual rodeado de almohadas
para no cabecear el suelo. Cuatro años después la cuna sufrió una segunda
rehabilitación con el advenimiento del siguiente carnal, el tercero de la lista
y el más flaco. Entonces los cambios estructurales a la cuna avanzaron. Dicen
los testigos presenciales que el colchoncito estaba casi desecho e
irreconocible por el sinnúmero de meadas y zurradas recibidas. Tuvo que
cambiarse. Las cabeceras se tuvieron que lijar debido a que una manía surgida
quién sabe de dónde (algunos mal intencionados afirman que el hambre) nos hacía
morderlas son saña dejando un surco a todo lo largo de ellas. También dicen que
las astillas que nos tragamos los hermanos maderófagos pudieron perforarnos una
tripa, pero nada pasó. Y desde luego tuvo que aplicarse otra mano de pintura a
la multicitada cuna. Unas camitas gemelas llegaron a casa para alojarnos a los dos desplazados de la cuna. Diez largos
años pasó el tercer hermano disfrutando de ella. Lo recuerdo durmiendo tanto
bocarriba como bocabajo con las piernas y brazos colgando de los barandales
porque ya no cabía, pero no se quejó nunca de alguna incomodidad, al contrario,
se le veía feliz porque, según él, seguía siendo el bebé de la casa. Cuando ya
nadie lo esperaba, llegó el cuarto parto de la madre y con ello el cuarto
cambio de dueño de la cuna. La recámara, que compartíamos todos los hermanos,
era ya intransitable. Entonces unas literas chaparras de tres niveles vinieron
a aliviar el congestionamiento, pero la cuna si bien era inamovible, también
había quedado casi irreconocible. El modelito ya pasado de moda, el bamboleo de
las patas y las tres capas previas de esmalte descubiertas en manchas aquí y
allá hacían ver a la cuna como un monstruo cuadrúpedo antediluviano al borde de
la extinción. Pero nada amilanó a mi padre que puso manos a la obra y la dejó
reluciente para el siguiente inquilino, que la habitó otros ocho años.
La historia de la cuna inmortal no paró ahí. Como
nunca faltan familiares más pobres que uno relatan que fue a seguir prestando
sus servicios con una prima que no tenía dónde depositar a su bodoque recién
parido. No podría asegurarlo, pero no sería raro que a estas alturas la cuna
todavía estuviera en pie de lucha, soportando los chillidos de la enésima
generación.
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