Alejandro Álvarez
Lucy Castillo se preparaba para la
manifestación de esa tarde del 13 de septiembre, la propaganda gubernamental
había creado una atmósfera sofocante en contra del movimiento estudiantil
acusándolo de terrorismo, conspiración y lo que resultara. Todos los medios sin
excepción eran un coro que repetía los boletines oficiales del gobierno. Estaba
fresca en la memoria de Lucy la manifestación del 27 de agosto donde medio
millón de personas marcharon pacíficamente del Museo de Antropología al Zócalo; la prensa del día siguiente informaba que
“unos cientos de estudiantes escandalizaron en las calles ofendiendo a la
ciudadanía”. Ella y sus hermanos como
parte de los preparativos envolvieron volantes de información hechos en
mimeógrafo con papel revolución tamaño media carta para repartirlos en la
marcha. Al empezar la comida don Roberto, su papá, se levantó dirigiéndose a
todos en la mesa: “Quiero decirles algo muy especial. Hoy no van a salir a
ninguna parte, se los advierto de una vez y no voy a discutirlo”; luego,
dirigiéndose a doña María la madre de Lucy: “Y tú vas a cuidar de que eso que
acabo de decir se cumpla. Sobre de ti queda esa responsabilidad”. Se oía el
zumbar de una mosca durante el resto de la comida a cuyo término el papá de
Lucy se fue a trabajar.
Antes de las cuatro de la tarde les dijo doña
María a sus tres hijos: “Bueno, como ya quedamos, se van a ir con mucho cuidado
y terminando la manifestación se viene directo a la casa, no quiero problemas
con su papá, nada de quedarse a una asamblea ni nada por el estilo”.
Lucy tomó su bolsa de baqueta y su chamarra de
cuero, que según ella la protegían en esas actividades, y junto con sus
hermanos tomaron el camión a Chapultepec. Al llegar miles de personas ya
estaban reunidas en un ambiente festivo, carteles hechos a mano sobre
cartulina, mantas de varios metros clavadas sobre barrotes eran sostenidas por
jóvenes, se organizaban los contingentes por escuela, colonia o sindicato. El
Consejo Nacional de Huelga había determinado que esa sería la Marcha Silenciosa
para responder así a las necedades y mentiras hacia el movimiento, por eso gran
parte de los participantes se ponía esparadrapos en la boca. Ya en la marcha
Lucy se dio a la tarea de ir repartiendo los volantes a quienes desde las
banquetas observaban la manifestación. Sólo se escuchaban los pasos de los
contingentes, ni una voz, ni un grito se oyeron durante las horas que
transcurrieron con los marchistas levantando sus brazos haciendo la “V” de la
victoria con la mano. Ya oscurecía y Lucy seguía repartiendo propaganda sobre
la avenida Reforma cuando sintió que alguien la tomó de la mano con fuerza.
Casi se desmaya creyendo que era un policía. Levantó la mirada lentamente y vio
a su padre con una sonrisa de oreja a oreja y la mano en alto haciendo también
la “V” de la victoria.
***
Fausto Trejo casi corría cruzando la plaza de
Tlatelolco, se le había hecho tarde y estaba programado para ser el quinto
orador del mitin como representante de la Coalición de maestros. Sin darle
importancia vio cuando un helicóptero lanzó luces de Bengala. No alcanzó siquiera
a llegar a las escaleras del edificio Chihuahua desde cuyo tercer piso los
responsables del acto se dirigían a la multitud. Una oleada de manifestantes primero se movió
hacia el edificio al ver a contingentes del ejército que se aproximaban con sus
armas desde el poniente a paso veloz pero instantes después la ola de la
multitud regresó al percatarse que del otro flanco también venía otro grupo de
soldados. Casi simultáneamente oyó los primeros balazos y quedó paralizado, eso
ya no era una provocación como alcanzó a oír que una persona desde el micrófono
gritaba tratando de restablecer la calma. Envuelto en el ir y venir de jóvenes
que intentaban escapar Fausto cayó aterrorizado, sus piernas no le respondían.
La gritería se mezclaba con ráfagas de disparos y órdenes de los militares para
que se tiraran al piso. Del tercer piso del edificio Chihuahua alcanzó a
escuchar como un pequeño grupo gritaba a coro: “¡Batallón Olimpia, no
disparen!” Así lo encontró un joven de no más de veinte años que le dijo:
“Vámonos maestro que nos van a matar”. Como pudo Fausto se levantó ayudado por
el joven y lo tomó de la mano para correr juntos pero unos metros adelante
sintió que el cuerpo del joven se desplomaba ensangrentado de la cara. La
formación de médico le permitió a Fausto diagnosticar que la muerte del
muchacho fue instantánea, una bala le había cruzado la cabeza, no había nada
que hacer. Abrazó el cuerpo inanimado antes de seguir en su intento de escapar.
Se tambaleaba pensando que desfallecería de un momento a otro. Un grupo de
soldados lo dejó pasar seguramente pensando, por su ropa ensangrentada, que iba
herido y que más adelante caería. Así pudo salir de aquel infierno en el que se
había convertido la Plaza de las Tres Culturas. Días más tarde lo capturaría la
policía para permanecer en la cárcel de
Lecumberri hasta 1971 año en el que fue exiliado a Uruguay.
(Los textos son una recreación narrativa de
relatos de los protagonistas. Lucy Castillo aún vive, Fausto Trejo murió en
2011 a los ochenta y cinco años de edad)
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