(Libro en preparación con semblanzas de personajes de diverso
giro profesional, social, existencial )
Siempre
me gustó leer. Soy hija única, de madre soltera, es decir una familia muy
reducida a dos personas, por la mayoría de mi infancia y adolescencia. Pasaba
mucho tiempo sola, lo cual me sigue gustando. La lectura formó parte de estos
momentos. Leía en los tres idiomas, sin marcar diferencia entre ellos. Leía
compulsivamente. En mi cuarto, en los carros, en el ferry, me escondía para
leer cuando se suponía que debía estar haciendo otras cosas, como tender la
cama. O la tendía muy rápido y me quedaba leyendo hasta que me llamaran para
reclamarme lo lenta que era. A los 12 años había leído todos los Agatha
Christies. Recuerdo claramente cuando se murió Hercule Poirot. Estaba en el
carro, íbamos del entonces CCC de Palacio hasta la casa, en una camioneta
datsun blanca de rejas. Estuve en shock el resto del día.
Ir
de la lectura a la escritura no fue un paso tan directo. Siempre escribía
cosillas y me divertían, pero en mi familia, y en la tradición de la educación
francesa, siempre se ponía la ciencia muy por encima de las letras. Mi abuelo,
ingeniero del Boleo en Santa Rosalía, siempre decía que la ciencia lo era todo,
todo lo demás eran tonterías. Me iba bien en las clases de literatura, en las
de ciencias menos, sobretodo matemáticas, física, química. Pero siempre quería
comprobar que podía, y hasta el primer año de universidad pensé estudiar
biología. Era en la universidad de California, en Berkeley, y tomé una clase de
química que llamaban un curso “weeder”. No era weeder de weed
(desafortunadamente!), sino de malas yerbas. El curso sacaba las malas yerbas
para que quedaran sólo las buenas. Yo puedo decir, a mucha honra, que fui (que
soy) mala yerba. Allí ya asumí que las letras eran lo mío, y me mentí a
estudiar literatura comparada e historia.
Aunque
leo mucha ficción, siempre me fui más por el lado del ensayo, de la crónica, de
la historia, de la teoría y la filosofía. Cuando terminé la universidad, no
sabía si seguir hacia un doctorado en literatura o meterme al periodismo. Me
regresé a La Paz, sin saber muy bien qué hacer. Entrevisté en el
Sudcaliforniano, a ver si había algún tipo de pasantía, o algo que pudiera
hacer a ver si me gustaba. De regreso a mi casa, me chocó un taxi frente al
mercado madero. Como era taxi, por supuesto, se determinó que fue culpa mía.
Habrá sido una señal. Esa misma tarde me llamó un amigo de la UABCS, a decirme
que a última hora había renunciado una maestra, que quedaban unas dos
asignaturas sin nadie que las diera. ¿Me interesaba? Dije que sí. No tenía otra
fuente de ingreso, ningún otro trabajo claro. Enseñar fue un shock y una
revelación. Me di cuenta que no sabía nada (tenía muy poca formación en letras
mexicanas o latinoamericanas), pero que pocas cosas me animaban más que hablar
de libros, que analizarlos, detenernos en todos los detalles, que entusiasmar a
otros. Después de un par de meses decidí que valía la pena seguir estudiando
literatura. Solicité a programas de doctorado en Estados Unidos. Sabía que si
me aceptaban sería con beca completa. Me tocó decidir entre Literatura
Hispanoamericana en Harvard, o literatura comparada en la universidad de Nueva
York. Me fui por la primera opción. El periodismo, de alguna forma, siguió
conmigo. Por eso, quizá, me llamó tanto la atención la crónica, y llevo años
trabajando sobre ella. Es el género perfecto para una indecisa.
Cada
lengua es un mundo diferente. Últimamente escribo y leo más en español e
inglés, pero el francés fue la lengua en la cual descubrí mis primeras
lecturas, ensayé mis primeros garabatos. Ahora me cuesta escribirla, pero me
esfuerzo a hacerlo. No quedó mucho de Francia en Santa Rosalía. Edificios,
restos, fantasmas. La cultura francesa se fue con los habitantes franceses que
allí crecieron. Pero las tradiciones persisten. Los franceses de lejos son más
franceses que los del continente. Lo digo por mi madre, nacida en la mesa
Francia, que siempre me habló en francés, lo digo por mi abuelo que nunca quiso
dejar el norte (ni BCS ni Sonora, donde murió), pero tampoco pudo pronunciar la
R o comer picante. Mi madre siempre dijo que se sentía muy francesa y muy
sudcaliforniana. No muy mexicana. Creo que la cultura de la península, sobretodo
el aislamiento en medios, en transporte y su poca población se prestaban a ese
sentimiento, hasta hace quizá unos 20 o 25 años. Ese sentido de exclusividad de
la península va cambiando, para bien y para mal. Para mal, porque se pierde la
memoria colectiva de lo que era ese aislamiento, sus riquezas naturales, sus
idiosincrasias culturales. Para bien porque la población que llega ha logrado
dejar huella en cuanto a su activismo, su capacidad de organizarse, de defender
a viva voz los recursos que también otros de fuera quieren a toda costa
desarrollar.
Yo
me siento un poco como una combinación de esos dos mundos. Me siento de BCS, no
puedo ser de otra parte, pero también reconozco que he siempre tenido el
privilegio de salir. De salir y volver, salir y volver. En La Paz, en Todos
Santos, la gente cree que no soy de allí, salvo los que me han conocido toda la
vida. Pero tampoco soy de otra parte. Allí siempre ha estado mi hogar, mi
espacio, mi mejores recuerdos. No lo vivo como una incertidumbre ni un dilema
(eso era muy de los 90’s!). Más bien, y de nuevo reconociendo mi privilegio, lo
veo como una forma de ser, de actuar, de sentir de intervenir como ciudadana.
Es mi responsabilidad.
Últimamente
he escrito sobre temas sociales y sobre cuestiones ligadas al turismo y al
desarrollo en BCS, especialmente en Todos Santos. Creo que lo voy a hacer más y
más. No sólo porque es un tema de suma urgencia en el estado—la hemorragia de
mega-desarrollos/lavados de dinero parece incontrolable—pero también porque me doy
cuenta que es un tema que siempre me ha interesado, en todas sus
ramificaciones: los problemas éticos que atrae el turismo, cómo pensar el agua,
los recursos naturales, el mar, el medio ambiente desde las artes, el lenguaje,
la filosofía. La cultura es inseparable del lenguaje, y cómo hablamos de algo,
como la naturaleza, verdaderamente condiciona la relación entre los humanos y
el entorno. Es nuestra limitación: nos cuesta mucho como seres humanos pensar
mas allá de las estructuras que nos impone nuestro lenguaje, si es que lo
podemos hacer.
Llevo
muchísimos años estando al tanto de muchos problemas ambientales en el estado.
Se puede decir que la ONG local Niparajá se fundó en el comedor de mi casa,
donde siempre había reuniones interminables. Desde siempre, recuerdo la
sobremesa en mi casa, primero con mi abuelo, y luego con amigos, cubrir temas
como el agua, le sequía, el arsénico, plantas medicinales (la damiana, ahora la
moringa), la pesca, la contaminación, los planes de desarrollo. Iba absorbiendo
esos temas, poco a poco, sin querer queriendo, aunque en un principio me
proponía que mis temas fueran otros. La literatura, la historia, sobretodo en
cuanto a la vida urbana en las grandes ciudades (he escrito sobre México,
Buenos Aires), las vanguardias, las locuras de los trémulos años 1920’s. Pero
ahora siento que, tras esa distancia quizá algo forzada pero necesaria, estoy
aprendiendo a combinar esos saberes, los del entorno, de la academia, del
periodismo. Y siento que va para largo. No sé aún en qué forma, pero para
largo.
Mi
literatura favorita. Qué larga lista cambiante. Rushdie, Rulfo (por esa
sencillez y capacidad de evocar el vacío), Sada (de descubrimiento más bien
reciente). Arredondo, Flaubert, Maupassant, Hugo. Conrad. Castellanos. Svetlana
Alexievich (también reciente). Los cronistas sobre los cuales he escrito:
Gutierrez Nájera, Martí, Novo, Arlt, Storni, Bonifant, Moreno. Me entusiasma
también el buen periodismo, el que investiga, se detiene, reflexiona más allá
de la noticia. Se encuentran buenos textos en revistas nacionales, desde las
más reconocidas (Neos, Gatopardo, Letras Libres) hasta las innovadoras en la
red (Horizontal). En inglés el estándar de excelencia a mi parecer sigue siendo
el New Yorker.
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