Alejandro Alvarez
Después de muchos años resurge la discusión alrededor del aborto en nuestra sociedad debido a una resolución de la Suprema Corte para que sean los congresos estatales quienes legislen al respecto. La jerarquía religiosa y organizaciones conservadoras arremeten con toda su enjundia contra lo que califica como un “homicidio” sintetizándolo en su eslogan favorito “vida sí, aborto no”, como si sus adversarios en esta discusión fueran contrarios a la vida misma. Como en todo debate radicalizado los adversarios acuden a trampas y distorsiones de la opinión del adversario. Nada más fácil que poner en boca del contrario ideas que causen escalofrío sólo con escucharlas. Por ejemplo, y como está de moda, acusar a la minería de querer destruir la sierra La Laguna y de contaminar las aguas de toda Sudcalifornia. Absurdo.
Para empezar, la discrepancia sobre el aborto o la interrupción voluntaria del embarazo no está entre quienes lo quieren y no lo quieren. Ese no es el debate. Nadie, en disfrute de sus cabales, puede salir a defender el aborto simplemente por el gusto o placer que le produzca su práctica. El origen de lo que está por dirimirse en términos de legalidad es si la práctica del aborto deba ser causa de penalización o no. Nueve de cada diez adultos conoce a alguna mujer que ha acudido a un aborto clandestino y podrá constatar que ninguna de esas mujeres ha recurrido a esa práctica por gusto o capricho, sino como un recurso extremo que, por las causas que se quiera, no deseaba. Quienes afirman que la despenalización del aborto traerá consigo un “abuso” de esta práctica simplemente mienten. La muerte materna por la práctica del aborto en condiciones inseguras ocupa el tercer lugar en el país y pudiera ser que una de cada tres mujeres que realiza esta práctica en estas condiciones muera. En México, según las cifras conservadoras de la Organización Mundial de la Salud, habría anualmente aproximadamente 850 mil abortos ilegales lo que provocaría la muerte de casi nueve mil mujeres cada año. Todas las estimaciones estadísticas de acciones o procesos no legales tienen un margen de error que generalmente subestima las cifras reales, éste es también el caso del aborto. El código penal mexicano no ha sido de los más restrictivos en este asunto, formalmente en la mayor parte de los estados está permitida su práctica en casos de violación, malformaciones del feto y por conservar la salud física y mental de la madre. De entre las consecuencias de un aborto realizado en condiciones inseguras, que son las que privan en el clandestinaje, además de la muerte, están la pérdida de la capacidad reproductiva ulterior de la mujer, infecciones, trastornos menstruales y emocionales e infecciones. Quienes realizan hasta ahora este servicio en la ilegalidad van desde médicos hasta fanfarrones inexpertos que obtienen ganancias que oscilan entre siete y quince mil pesos por intervención. Si se considera que la mayor parte de las mujeres que recurren a esa práctica son de escasos recursos, las implicaciones sociales, familiares y económicas son brutales. En el caso del aborto, como en otros a debate que tienen que ver con la salud sexual, poco o nada tendrían que ver las creencias religiosas o fanatismos ideológicos y mucho debería contar el bienestar y seguridad social de los ciudadanos, sus condiciones concretas de vida y trabajo. Perpetuar las condiciones actuales en la práctica del aborto, más allá de las ideas personales sobre si la vida humana inicia al segundo siguiente de la concepción, es condenar a miles de mujeres a la posibilidad de morir, de ser expoliadas por mercenarios o de llevar a su término un embarazo que nunca desearon y eso en última instancia debiera ser decisión única de la propia mujer. La despenalización de la interrupción del embarazo en un asunto de salud pública, no de criminalización.
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