Llevados por la mala. La izquierda mexicana no tiene suerte. Ahora que, a raíz de la venta del petróleo a empresas extranjeras, la narcoviolencia se convierte en un asunto global, el PRD es la primera institución mexicana que pasa a las parrillas. Se ha hablado de la proverbial irracionalidad de la izquierda, de su carácter emocional y visceral, que la hace moverse más por pasiones que por estrategias. Veo en ella además de carencia de lógica, una gran torpeza, una afición al chantaje y una especie de tic por meter la cabeza en la tierra, como los avestruces. La manifestación de estudiantes del pasado miércoles es una de las últimas que organiza la izquierda en la Ciudad de México, al menos una de estas dimensiones. Con el jefe de Gobierno en el hospital, mientras la policía federal capturaba a los Abarca en Iztapalapa, el Hong Kong del obradorismo, el PRD está a punto de perder el control del Distrito Federal. El año próximo, el PAN y el PRI se repartirán las delegaciones políticas y la Asamblea Legislativa, mientras que el verdeamarillo ya sólo se dedicará a arreglar las cuentas públicas de la capital en lo oscurito, para evitar que el menor número de sus dirigentes de alto nivel vayan a la cárcel. En todo caso, el episodio de los normalistas de Ayotzinapa le ha enseñado a la izquierda –la lección es también valiosa para el PAN- lo difícil que es gobernar entidades sumidas en la pobreza y la violencia. Era muy fácil criticar al PRI por su desempeño en Guerrero y Oaxaca: ahora saben en carne propia de qué se trata. Llegar a acuerdos con el narco bajo amenaza de muerte, propia y de familiares, hacerse rico a la fuerza, verse obligado a aceptar joyas, terrenos, cientos de miles de dólares, prácticamente con una pistola en la sien, son experiencias que probablemente el PRD no conocía, acostumbrado como está a bañarse en el dinero fácil que constituye el presupuesto del De Efe, compuesto en parte de fondos procedentes de todas las entidades federativas, incluyendo las más pobres. (Vale la pena recordar ahora que sólo dos profesiones se ejercen con el compromiso de la vida, la de militar y la de clérigo, por lo cual ambas se rigen por un fuero propio, distinto del fuero común; aunque los clérigos hace mucho que olvidaron su profesión de martirio.) Aplican aquí, como de costumbre, las dos filosofías capitales, la de Tomás y la de Tomasa: “Hasta no ver, no creer” y “Aquí vives”, frase ésta última que debieran coserse en la solapa todos nuestros políticos, antes de lanzarse a contender por un puesto de elección popular. “Bienvenidos a la realidad”, les diríamos a los Chuchos, a los obradoristas y a las demás tribus, si no supiéramos que conocen este país tan bien como lo conoce el PRI, partido en el que todos ellos militaron y al que deben lo poco o lo mucho que saben de política. Secuestrar a los normalistas de Ayotzinapa no fue, ciertamente, la mejor manera de conmemorar un aniversario más, el enésimo, de la matanza de Tlatelolco: pero Ángel Aguirre ya pagó por ese error cronológico. En lugar de aprender en cabeza ajena, perredistas y panistas se dedicaron a vilipendiar al PRI: aquí se lo hallan.
(17 de noviembre)
(17 de noviembre)
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Crujir de dientes. La generación de los tuiteros no conoció la revista Alarma!. Aunque reaparece esporádicamente, con nombres y cabezales distintos pero no muy alejados de su plantilla original, el pasquín dejó de existir formalmente en 1986, cuando el Estado mexicano lo retiró de los puestos de periódicos para que no diera una mala imagen del país, con motivo del Mundial de Futbol que tuvo lugar ese año, uno después del Gran Terremoto. Dicho semanario, como antaño la película “Los olvidados” de Luis Buñuel, atentaba contra el decoro nacional y alejaba a la inversión extranjera. Pues bien; el pasado viernes al mediodía, el procurador Murillo Karam se mostró en los medios audiovisuales como un consumado reportero de la revista Alarma!. Él, que ya se había ganado el mote de El Mataviejitas, por los sonados casos en los que arrojó toda la fuerza del Estado sobre dos ancianas e indefensas damas, se mostró ahora como un reportero policiaco, que en México equivale a ser un reportero de guerra. “¡Dientes y cenizas!” pudo haber sido el cabezal de primera plana. Estremeció al país, lo llenó de indignación y de asco. (Los diez mil estudiantes que protestaron el miércoles, previendo sin duda esta escalofriante rueda de prensa, prefirieron pensar en su fanatismo que el procurador es el responsable de esta barbarie y no el cártel de Guerreros Unidos.) 43 o 44 cuerpos “apilados como si fueran leña”, su propia leña, calcinados hasta los huesos y sus cenizas arrojadas a un río: la imagen televisiva no fue bíblica, ni mucho menos literaria, no planteó la posibilidad consoladora de un holocausto o de la ira implacable de Dios. Nada de eso, fue repugnante, simplemente africana (y que los países africanos nos disculpen por tener entre nosotros a un José Luis Abarca, a unos Guerreros Unidos). Pero los padres de los estudiantes de Ayotzinapa tuvieron al menos el consuelo de que su tragedia fue atendida con toda la fuerza del Estado –diez mil elementos del Ejército, la Marina y la Policía Federal peinaron durante más de cuarenta días los alrededores de Iguala y Cocula-, que su caso llegó a oídos de Barack Obama, de Banki Mon y del Papa Francisco, personajes todos ellos que les expresaron su solidaridad y su repudio por la barbarie del narco. No estuvieron ni estarán hundidos en el espantoso silencio, en la amargura sin salida y sin tasa, en el crujir de huesos y el rechinar de dientes en que se encuentran y estarán para siempre los deudos de los desaparecidos en Allende, Coahuila o en San Fernando, Tamaulipas. De hecho, el caso Ayotzinapa amerita que se ponga de nuevo sobre el tapete el viejo asunto de la aplicación de la pena de muerte en México. Si un estúpido alcalde y un puñado de atroces sicarios dispusieron de ese modo de tantas vidas ajenas, es justo que sus vidas queden a disposición del Estado, encarnación de la vindicta pública. Cuando los padres de familia dicen “¡Los queremos vivos!”, de alguna manera están diciendo, por un mecanismo de psicología inversa o de psicología profunda: “Queremos muertos a los asesinos”. El subconsciente humano no ha aprendido todavía lecciones de tolerancia y de derechos humanos: continúa guiándose por el atávico “ojo por ojo y diente por diente”, según el cual la sangre derramada sólo se expía derramando más sangre. Pero el caso sigue abierto, por fortuna, como declaró el procurador, y como exigen los padres de familia: oficialmente, los estudiantes siguen desaparecidos y por consiguiente vivos.
(17 de noviembre)
(17 de noviembre)
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La indignación mediática. La opinión pública continúa siendo una caja de resonancia eficaz de los mensajes mediáticos. La fidelidad del público a los medios no es sólo emocional y moral, sino física: asombra su tono, su brillo, su armonía. Reaccionó a la matanza de Ayotzinapa como no lo hizo ante los hechos de San Fernando, del Casino Royale o de Allende, que no tuvieron suficiente exposición mediática. La emoción por los normalistas se desbordó cuando Barack Obama, Ban ki Mon y el papa Francisco expresaron su preocupación y su escándalo. Sobre todo este último: no en balde Juan Pablo II enloqueció a los chilangos y a los regiomontanos cuando Televisa tuvo a bien traerlo a México en dos ocasiones, en la década de 1980. Pero su indignación sube y baja como la espuma. La animadversión que manifiestan las redes sociales por estos días –o por estas horas, mientras cambian de hashtag-, como de costumbre preocupa y hasta asusta: ¿qué dirán cuando una corte internacional mande llamar a Felipe Calderón a que declare por la desaparición de unos 200 mil mexicanos en un escaso lustro? Además de espuma es ruido y confusión, la glosolalia de una opinión pública que no sabe expresar en un lenguaje articulado ética y jurídicamente su posición ante los partidos políticos, las entidades municipales y estatales, las instancias de procuración de justicia y de derechos humanos, al Estado mexicano en su conjunto. Sus reacciones ante las imágenes que recoge de la televisión, resultan borradas cuando acontece un nuevo escándalo. Anoto con todo un hecho curioso: las redes sociales todavía no se vacunan contra la hiperrealidad, como hicieron hace mucho los aficionados a la televisión y la prensa escrita. El público inocente de la década de 1960 se estremecía, sufría insomnio, diarrea y náuseas cuando veía fotografías de la guerra de Viet Nam, particularmente aquélla de la niña que corría envuelta en llamas, después de haber sido rociada con napalm. Pero el río mediático es heracliteano: nadie se baña dos veces en sus mismas aguas, en la misma programación, pues siempre está de por medio el rating. Cinco años de guerra del narco no han hecho tanta mella entre nosotros, porque nos distraemos contristándonos con las tragedias militares y sanitarias que ocurren en Palestina, en Nigeria, en Ucrania. Y sobre todo porque dicha vacuna contra los excesos mediáticos ha hecho su efecto. Si en 1968 la prensa, la radio y la televisión, simplemente por motivos de rating, hubiesen informado de manera exhaustiva sobre los hechos de Tlatelolco, ¿decenas de miles de personas habrían salido manifestarse a las calles o habrían tomado las armas? Imposible saberlo, porque la rabia, la indignación y la solidaridad son sentimientos volátiles, siempre subjetivos aunque se manifiesten de manera masiva y anónima. O mejor, la cólera personal, en un momento dado, es más peligrosa y eficaz que la ira de 500 o de mil 500 personas gritando consignas escandalosas en una avenida asfixiada de polhumo, o retuitéandolas desde el limbo hogareño hacia el infinito planetario.