domingo, 24 de octubre de 2010

La biblioteca de Breton

Rafael Pérez Gay

24 de octubre de 2010

En otra página he escrito que desprecio a los surrealistas. Lo sostengo.
Durante un viaje a París me alojé en el Hotel des Grands Hommes, en la
Place du Panthéon. En la puerta del hotel hay una placa que dice: “Aquí
Breton y Soupault descubrieron la escritura automática en el año de 1920 y
escribieron Los campos magnéticos”. De ser así no descubrieron nada. ¿Cómo
creer en alguien que cuando va a dormir dice: voy a trabajar? Cretinos.
Pero este artículo no tratará de Breton sino de un carpintero que llegó a
la casa de usted cuando los libros se reprodujeron como conejos y fue
imposible contenerlos. Entonces le encargamos nuevos libreros a Hilario
Magaña.
Hay una mesa de Breton; según cuenta la leyenda la concibió un carpintero
mexicano, una mesa cuyas patas irregulares la convertían en un raro ready
made estilo Duchamp. Yo voy a referirme ahora a la biblioteca de Breton.
El carpintero tomó medidas con una rapidez que me asombró. Tuve un
pensamiento estúpido y no poco cursi: la práctica hace al maestro. Le pedí
que los nuevos libreros le dieran un aire de familia a los viejos. Sin
darse cuenta, el carpintero me dijo algo terrible:
–Usted no deje de preocuparse.
La frase resultó un vaticinio. El carpintero lingüista pidió dinero para
la madera. Afirmó con la seguridad de un aid de camp que sería madera de
primera, sin nudos. Un módico optimismo refrescó el aire de la casa. De
verdad, no sé por qué, pero pensé en Breton cuando le di el dinero al
carpintero. Don André no debió abandonar sus estudios de medicina, nos
habríamos ahorrado en la universidad el estudio de unos poemas infumables.
¿No me creen? Traten de leer Mont de pieté. Por cierto, pienso lo mismo de
Tzara, Naville, Gérard, Desnos, todos metidos en la política activa hasta
el cuello, en fin. ¿Dónde leí, o lo inventé, que cuando los surrealistas
decidieron sacrificar a un ser humano terminaron matando a un chivo?
Mi celular vibró en la cintura. Sé que muchos de ustedes consideran de mal
gusto ponerse el celular colgado del cinturón, quizá tengan razón, pero es
la única forma de que yo no pierda el maldito aparato, una vez uno se me
cayó en el mingitorio de una cantina, pero no nos alarguemos.
–Ya tengo los libreros, pero no tengo cómo llevarlos –dijo el carpintero
Hilario Magaña.
–Yo pago el flete –le respondí con solvencia.
Discusión conyugal: que si el carpintero nos había incluido en el total el
costo del flete. Expliqué la figura del costo-beneficio, manejo bien la
fórmula. Si hubiéramos hablado de nuestra vida juntos no habríamos
discutido con tanta intensidad. Se paga el flete aparte y punto. A veces
me impongo con éxito.
Un día completo duró la instalación y ensamble de los libreros. El ruido
ensordecedor del taladro no me molestó, la ilusión nos vuelve sordos.
Entré al Estudio y vi los libreros. Pas mal, dije, como si fuera Breton
después de escribir Los vasos comunicantes.
–No están mal –respondió ofendido el carpintero.
–Digo que quedaron bien –corregí.
Un trabajal. Los nuevos entrepaños apenas fueron suficientes para las
cantidad de libros que teníamos en pilas. Al fin las últimas diez novelas
de Philip Roth ocuparon un lugar de honor, al fin Borges todo de corrido,
al fin mi Balzac, en francés y en español, la edición de Planeta del año
1969 en forros rojos. Le tomé a los libreros repletos una fotografía con
mi celular, tengo un iPhone 3G, poderoso. Amigos que me quieren bien y me
aconsejan mal insisten en que me mude al 4G. Esa noche me emborraché de
felicidad. A la mañana siguiente, lo recuerdo, escribí un artículo sobre
la prensa centenaria de 1910, los libreros fueron testigos de esa
inmersión al pasado.
–Yo los veo como inclinados –dijo mi mujer sin mucha convicción.
–¿Tú crees? –le respondí jalando hacia delante un extremo del mueble.
Como si tuviera vida propia, el librero se movió de lugar y nos hizo una
reverencia. Si Shakespeare hizo caminar a un bosque, Magaña le dio vida a
un librero. Como Sansón me puse en el centro para sostener el librero.
Libros al piso, gritos de auxilio, apoyo de la familia entera. De nuevo,
todos los libros en pilas. Es que de veras.
–Los primeros libreros inclinados. Podríamos patentarlos. ¿Sabes qué?
Carpintero a tus zapatos.
–No es hora de hacer chistes –respondí agrio, oscuro.
La discusión con Magaña la contaré en otra ocasión. Me dijo el carpintero:
–Faltaron los taquetes expansivos.

Se encerró en el Estudio y luchó a brazo partido contra el muro, el
librero, nuestra casa. El escándalo del taladro, el estruendo de los
martillazos, la locura llegó a un grado que mi mujer dijo, un poco
asustada:
–Éste nos tira la pared. Y creo que es un muro de carga.
Magaña repuso los libreros y se disculpó, pero cómo perdonarlo.
–Ahora sí aguanta hasta un elefante, se lo juro.
No sé si juró en vano. Estoy preocupado. Pinche Breton.

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