Alejandro
Álvarez
El fin
justifica los medios. De tanto repetirse el dicho aparentemente no deja lugar a
dudas; se puede traducir en la frase
“para el logro de una meta se vale de todo”.
Sin embargo a lo largo de la historia las consecuencias de este
pensamiento han sido –y seguirán siendo– muy lamentables, no pocas veces
trágicas. En los últimos meses un grupo de personas opuestas a la reforma
educativa, en nombre de sus ideas, le han hecho la vida imposible a otro grupo
de ciudadanos en todo el país. Impedir que miles de trabajadores lleguen a su
centro laboral, o que no puedan abordar un medio de transporte o que cancelen
sus citas médicas o de negocios o encuentros familiares, o mandar al hospital a
policías después de tundirles a palos, o dañar el equipamiento urbano o quemar
vehículos estacionados o bloquear carreteras o avenidas o impedir el
funcionamiento de edificios públicos y privados o dejar sin clases a cientos de
miles de estudiantes; todo lo justifican en nombre de sus “grandes ideales”. Si
consideran tan trascendentes sus ideas y propósitos ¿qué puede impedir que el
día de mañana roben, secuestren o maten en nombre de esos mismos ideales? La
lógica no es descabellada; en nombre del ideal de constituir una sociedad con
una raza superior Hitler asesinó a millones de personas sin distingos de edad,
sexo, ni nacionalidad, bastaba con que el dictador los catalogara como razas
inferiores para dictar su exterminio. En nombre de una interpretación de los
dictados de Alá grupos islámicos radicales hacen explotar bombas o ametrallan
indiscriminadamente centros de reunión matando gente por decenas en cosa de
minutos. En nombre de la ideología comunista Stalin fusiló a sus opositores o
los confinó en Siberia o los condenó a hambrunas, cosa similar a lo realizado
por otros dirigentes de esa corriente política como los chinos, rumanos,
yugoslavos o cubanos. En nombre de la moral y las buenas costumbres no hace
mucho tiempo el gobierno decidía que películas, obras de teatro, periódicos y
noticieros podíamos ver los mexicanos.
En la raíz
de todas estas barbaridades hay algo en común. Quienes realizan los actos de
barbarie en nombre de “los ideales” se consideran seres infalibles y sus
“principios” como intocables y supremos sobre cualquier otro valor humano. Así
para el radical islámico todas las demás religiones y sus seguidores deben ser
eliminados. A cambio ellos –los
“elegidos”– tendrán el premio de
llegar a su paraíso. Para llegar al paraíso del nacionalsocialismo o del
comunismo marxista leninista era preciso liquidar a los “agentes del
imperialismo” es decir a los millones de ciudadanos recluidos en campos de
concentración. Para echar abajo las reformas en educación y lograr sus fines
“revolucionarios” un grupo de personas se conceden el derecho de fastidiar la vida cotidiana de
miles de adultos y la educación de miles de niños.
El fin no
puede justificar los medios porque ¿quién tiene la licencia para certificar la validez
absoluta de todos los fines u objetivos sociales, religiosos o políticos? Como
tampoco nadie tiene la autoridad para asegurar que ciertos actos conduzcan al
logro de dichos fines. En nombre de la igualdad, la justicia y la libertad,
fines con los que aparentemente nadie puede estar en contra, se han cometido
numerosas arbitrariedades y crímenes que sólo han logrado, paradójicamente, la cancelación de libertades, la implantación
del terror y el agudizamiento de la injusticia.
¿Será tan difícil mantener el precepto constitucional de ejercer nuestra
libertad y derechos hasta el punto de no dañar el derecho y la libertad de
nuestros conciudadanos? La cosa no es tan complicada, en realidad.
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