sábado, 18 de julio de 2009

ENTRE FEDERALES RUMBO A MICHOACÁN





Historias del más acá
Carlos Puig


2009-07-18•Al Frente.MILENIO DIARIO.-->

El héroe desconocido. Julio de 2009. Foto: Eliana Aponte / Reuters
Están amenazados de muerte.
En un par de días mataron a 17 en Michoacán. Un señor que se apoda La Tuta le dijo a un medio michoacano que respeta y quiere al Ejército y al presidente Calderón, pero que a los policías federales los seguirá liquidando.
Policías federales como los que ví subirse callados, muy serios, a un avión el miércoles 15. El Boeing 727 azul con la leyenda Policía Federal va a Michoacán. En él viajan 130 agentes que van a apoyar la vigilancia de, entre otras rutas, la de la carretera que va de Lázaro Cárdenas a Morelia, valiosísima en el trasiego de la droga. Una ruta que vale millones para quien ha prometido seguir matando federales que interrumpan el negocio. Es la carretera 37 y su alterna la 37D. Es la que a mitad del camino pasa por Arteaga, ese pueblo extrañamente rico en una zona pobre. Que algunos, hace unos años, imaginaron de buena fe beneficiario de las remesas y hoy sabemos beneficiado por el negocio.
Para allá van en el avión estos 130 muchachos, jóvenes, todos ellos formados en el Ejército, todos ellos ahora con uniforme azul impecable. La mayoría ni en el avión se quitan el pasamontañas que los protege y los iguala. No hablan mucho en el corto viaje entre el Distrito Federal y Morelia. No sé si sonríen, pero no parece, intento adivinar por sus ojos lo que imaginan. Muchos no se quitan siquiera los lentes oscuros. Van a Michoacán, donde les han declarado la guerra.
En la pista del aeropuerto municipal de Morelia se colocan de tres en fondo para pasar revista. Esperan los vehículos que los llevarán a las barracas que serán su hogar los próximos dos meses. Al frente del contingente, el general Rodolfo Cruz López, coordinador de las fuerzas federales de apoyo de la Policía Federal. Tiene sesenta y siete años, que parecen cuarenta; cincuenta de ellos con el Ejército, los últimos tres con la Secretaría de Seguridad Pública.
De conversaciones durante el trayecto subrayo dos cosas en la libreta:
Cuando llegan a un pueblo, la gente les tiene miedo. Intimidan. Las cosas no van a cambiar en verdad hasta que les tengan respeto, dice el general. Pero por lo pronto se quedan con el miedo.
Algunos de los agentes federales que han sido levantados y asesinados, andaban de civiles, recopilando inteligencia. ¿Cómo se hace eso en lugares donde la mayoría de los pobladores tiene algo que ver con ellos por miedo, por complicidad, por comodidad? El taxista, el de la gasolinera, el de la tiendita, el del restaurante. Todos informan. Este es en el fondo, dice el general, un problema social. Lo nuestro, los operativos, la demostración de poder es apenas una parte.
Mientras veo a los jóvenes policías formados frente a un hangar pienso en la ofensiva del fin de semana: los asesinatos, los ataques, las amenazas de La Tuta. Le pregunto al general si les han informado de todo eso.
—Sí. De todo. Tienen que saber a qué vienen, a quién se enfrentan.
No es sencillo conversar con los agentes. El casco, el pasamontañas, El R-15. El miedo. Los miedos. El suyo y el mío. Todos dicen tener familia. Esposa, hijos, en algún lugar que no revelan, porque sus vecinos, y sus amigos, y los que fueron sus compañeros de escuela no saben en qué andan. No se puede. “Por seguridad de mi familia”, dicen. No hay apellidos, apenas nombres propios. Los ojos no delatan más que su juventud y seriedad.
En esa conversación no se habla de política ni de estrategia ni de las especulaciones que llenan nuestras páginas editoriales. Que si se puede ganar, que si vamos ganando, que si se puede ganar. Ellos hablan de México, de sus ganas de combatir, de que por suerte, algunos, aún no han descargado el arma en combate, pero que no dudarán en hacerlo. Los que lo han hecho, dicen que fue inevitable. No hablan tampoco del consumo de los estadunidenses, ni del negocio internacional. Hablan de que están ahí por sus hijos. Para que no les lleguen las drogas a sus casas.
No hablan de la muerte. Aunque el número de policías federales asesinados se multiplica en esta guerra. Son los muertos de los que en los medios hablamos poco. Se contabilizan como quien cuenta chiles. Se habla poco de estos muchachos.
Son a la vez héroes y víctimas de un país que por décadas no puso atención a sus instituciones de seguridad y justicia, y hoy ha tenido que poner a sus jóvenes, rifle en mano, lejos de su familia y su tierra, a combatir a quienes quieren sustituir al Estado.
Uno de los policías que los recibe y servirá de escolta a los vehículos estuvo en el operativo donde fue capturado El Minsa. Algunos de los recién llegados lo rodean mientras él cuenta de la madrugada amarga. Con el narcotraficante en un vehículo blindado, con su señora y sus hijos en otro, un comando llegó lanzando granadas para liberarlo. Bajo fuego le pidieron al presunto narcotraficante que ordenara que se detuviera el ataque, que estaban poniendo en riesgo a su propia familia. Si les ha de tocar, les va a tocar, les dijo.Que sea lo que Dios quiera. Les cuenta lo que se siente que una granada estalle a diez metros. Les cuenta de los ofrecimientos de triplicar el sueldo que reciben de la policía.
Le pregunto, desde la capital, desde el refugio del periodismo, desde la grabadora, desde la estupidez, si él cree que se va ganando o perdiendo la guerra. Esa pregunta no se vale, me dice, aquí hay muchos compañeros que han caído cumpliendo su deber.




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