sábado, 11 de julio de 2009

DERROTA 5-J


11-Jul-2009 .EXCÉLSIOR.

Retrovisor
Ivonne Melgar

La derrota del PAN y del PRD es la derrota electoral de la alternancia. Porque el domingo 5 perdieron las opciones que en los últimos 20 años consiguieron la fuerza ciudadana y política para desmontar al régimen priista.
El mandato de las urnas está firmado por el desencanto frente a una clase gobernante que no supo entender la pluralidad y el grado de concientización de una sociedad que rechaza la violencia —política, militar, de Estado—, el monólogo de la partidocracia y el reciclamiento de los usos y costumbres en el ejercicio del poder, expresado en sueldos de escándalo, amiguismo, sordera ante los problemas de la gente y aplicación facciosa de la justicia.
La resta de los votos se abulta para los blanquiazules y los perredistas, justamente tres años después de que fueron los rivales preferidos de una ciudadanía que ha dado muestras de su apartidismo y de capacidad política para utilizar el voto como instrumento de cambio, premio y castigo.
De modo que es muy temprano para pretender pensar que el PRI regresó con boleto incluido hacia 2012.
Porque aquí el voto duro de las tres grandes fuerzas electorales no excede a la tercera parte del padrón de sufragantes. Sólo uno de cada 10 mexicanos podría autoproclamarse priista de cepa, y la misma proporción se presenta para el PAN y el PRD.
Con una clase política tan ajena a la ciudadanía, la adscripción política en función a los membretes es volátil y coyuntural. Por eso, en su momento, miles, acaso millones, se sumaron al voto útil no a favor de Vicente Fox, sino en contra del PRI.
Ya en 2006 las aspiraciones democráticas de los mexicanos se repartieron mayoritariamente en Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador, con una población polarizada en términos electorales, dejando en un lejano tercer lugar al PRI.
De nueva cuenta, millones votaron por Calderón porque no querían al tabasqueño en Los Pinos. Y millones lo hicieron por López Obrador para impedir otros seis años de gobierno panista.
Pero ni el calderonismo respondió a la voluntad de aquellos votos prestados ni el perredismo supo institucionalizar la histórica ganancia del 6 de julio.
Si de entonces a la fecha los priistas fueron capaces de remontar aquella herida que se supuso de muerte, es porque trabajaron sobre un terreno que panistas y perredistas descuidaron.
La negligencia política de azules y amarillos tiene que ver con la incomprensión del mandato de las urnas de aquel 2 de julio de hace tres años.
Porque si bien los votantes de la elección legislativa intermedia nunca son tantos como en la presidencial, la caída resulta apabullante si recordamos que PAN y PRD alcanzaron en esa reñida competencia más de 15 millones de voluntades para cada uno de sus candidatos. Y esta vez las cifras respectivas son 9.5 y de cuatro millones.
En esa resta deben interpretarse los votos nulos del domingo. Porque aun cuando la clase política sigue dudosa en reconocerlo, se trata de una expresión vinculada a las derrotas del partido en el poder y de la izquierda perredista.
El anulista es un antipriista que ha llevado su descontento, su sentimiento de estafa, a la evidencia del vacío. Por eso, en miles de casillas, al menos en la capital del país —reducto del antipriismo—, el número de votos nulos fue igual al obtenido por el PAN.
La anulación deliberada —en una conservadora cifra de 2.5% de la votación total—, que generó más entusiasmo que el Partido Socialdemócrata, encarna el castigo al PAN y a su gobierno.
Frente a este saldo de alternancia derrotada, los perdedores que pretendan remontar el fracaso están obligados a la rectificación y, antes, al examen de conciencia que pasa, dolorosa y necesariamente, por hacerse cargo de lo que falló.
Llama la atención, sin embargo, el prolongado silencio gubernamental y el desatinado reparto de culpas en la dirigencia de Jesús Ortega en el PRD.
La esquizofrenia perredista ha sido rechazada. No bastó el deslinde tardío de la niña de los spots prometiendo que la rijosidad Pejista quedaría atrás. Y sí, en cambio, le abrió la puerta al voto duro de López Obrador, ahora de regreso a través del iztapalapazo y el PT.
En el caso de Los Pinos, desde el arranque de la contienda sabían que el PRI podría volver por sus fueros y achacaban la posibilidad a su comportamiento de oposición leal, colaboradora, dispuesta a empujar las propuestas del gobierno.
¿Por qué entonces se le ordenó a Germán Martínez pintar a los priistas al revés, presentándolos en la campaña del PAN como los obstáculos a vencer?
Si estaban ciertos de que la gente aprecia la colaboración, ¿por qué no aplicaron ese mismo criterio para promover al PAN?
Porque a diferencia del foxismo, que le apostó al chascarrillo y al diálogo dicharachero, pero diálogo al fin con el ciudadano, el calderonismo buscó reconstruir la investidura presidencial, convirtiendo al Ejecutivo en el eje articulador de la clase política y dándole a ésta prioridad en la interlocución.
En su autodefensa, Fox puede errar, como lo hizo en muchos frentes. Pero cuando en la carta enviada a Jorge Fernández habla de que él supo alimentar la cercanía con el ciudadano, aludiendo así a una ausencia de ésta en la actual administración, no falta a la verdad.
Es decir, el presidente Calderón optó por un modelo diferente de interacción política, lejano a las grandes masas y a sus diversos representantes, incluyendo a los medios de comunicación. El actual es un modelo que pasa por la reserva y la discreción.
Mientras Fox se fue al extremo de las agencias de “cazadores de talentos” para armar su gabinete, Calderón acentuó la distancia con los ciudadanos al confirmar una y otra vez que sólo confiaba en los suyos, en los cercanos, independientemente de su eficacia y por encima de las malas calificaciones dadas por la opinión pública.
Si hace seis años Fox salió al siguiente día de la elección a sacudirse el bulto del fracaso con el silbatazo de la carrera presidencial hacia 2006, esta semana el silencio ha caracterizado la reacción del gobierno.
Pero hay algo peor que la derrota. Sí, negarla.

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