lunes, 6 de julio de 2009

LA AUTORIDAD DE LOS MUERTOS

Guillermo Fadanelli

Si una obsesión ha marcado mi vida desde el día de mi nacimiento (que en mi caso fue a los veinticuatro años) ha sido la de no imponer mi palabra a los demás. No sólo porque considero que mis opiniones respecto a todos los temas son débiles e insuficientes, sino porque creo que las personas son en verdad otras personas. Por lo tanto, además de respetar mis diferencias con ellas trato de mantenerme a una buena distancia de quienes intentan pensar por mí o tomar decisiones en mi nombre (no tienen ningún derecho a hacer esto aun cuando puedan tener razón). Una buena manera de salvar el honor es carecer de poder y dedicarse a actividades que no dañen al resto de las personas (asunto complicado dada la promiscuidad en que vivimos). Volverme poderoso sería un insulto que no creo merecer y dedicar la vida a acumular dinero me pondría más cerca de los animales que de los seres pensantes (escribir una columna pasajera o publicar novelas son actividades que en realidad no hacen daño a nadie, excepto a quien las realiza). En fin, lo que quiero decir es que la autoridad no se impone, sino se reconoce y que es más sano reconocer la autoridad en los muertos que en los vivos.
Cuando era joven pensaba exactamente lo contrario: dado que procuraba hacerme de un lugar en el mundo hasta los muertos me estorbaban. Me preguntaba por qué razón debía leer libros de personas muertas si había tantos escritores vivos deseosos de ser conocidos: “es una injusticia”, concluía arrogante. Esta aversión hacia los difuntos aumentó cuando comencé a colaborar en el suplemento Sábado, de Huberto Batis: cada vez que una celebridad literaria moría, el suplemento dedicaba varias páginas a su reconocimiento y los primeros artículos que posponían para su publicación eran los míos. El tiempo, como había de esperarse, me puso en mi sitio y comprendí que los muertos son más simpáticos que los vivos, y que los contemporáneos no necesariamente son quienes coinciden en una misma época. Como se lee en el Fedro, de Platón, las palabras en sí mismas no contienen sabiduría, sino que producen saber cuando son expresadas a las personas adecuadas en un momento preciso.
Por razones oscuras, entre mis amistades se encuentra un buen número de personas jóvenes. Lo mismo sucede cuando cometo el error de aceptar una invitación para hablar en público: me percato que me es bastante sencillo entenderme con personas que acaban de salir del cascarón. Yo creo que esto es posible porque no les tengo ningún respeto a priori: quiero decir que para mí los jóvenes no son empalagosas metáforas del futuro, ni mucho menos representan la esperanza de nada. Lo que nos une es que tenemos la desgracia de navegar en el mismo barco y de soportar las mismas calamidades (estructuras políticas y autoritarias que nos hacen civilmente incompletos). Y no obstante estas palabras —un tanto desdeñosas—, mi experiencia me ha dado una buena noticia: advierto en bastantes jóvenes un aburrimiento absoluto y una desconfianza intuitiva hacia los ardides políticos con los que se han querido ocultar los principios de libertad y equidad necesarios en cualquier democracia de raíces liberales. No añadiré más pues los lectores a estas alturas deben vomitar el tema, pero no quería dejar de decir que encuentro más saludable para la sociedad a un joven que duda, cuestiona y reflexiona que a uno que vota (votar tal como están las cosas es un acto nulo en sí mismo).
Termino citando una idea de Paul Feyerabend quien, efectivamente, es un escritor antipático: dice que a los jóvenes no habría que protegerlos de la falsedad, sino también de la verdad (dogmas, ideologías, etc...), pues en caso contrario nunca estarán en condiciones de tomar una decisión libremente, ni de poder superar los errores de su tiempo. Suena bien, ¿pero es posible poner esta sentencia en práctica? No tengo dudas de que es posible, incluso con las personas que la televisión echa a perder diariamente.

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