sábado, 22 de junio de 2013

PLACERES DEL CERRO CARNERO





                                     Alfonso Muñoz Cáñez


El alcalde ordenó aplicar una multa a todo aquel sorprendido escarbando en las calles, pero el amparo de la noche el robo de tierra siguió, no sólo en los callejones oscuros, a veces la avenida principal también amanecía llena de agujeros; todo a causa de que el ayuntamiento puso en marcha una tarea pospuesta demasiado. Las calles estaban ya muy gastadas, en algunas partes parecían arroyos, en muchos lugares estaba a la vista la tubería de la red de agua potable. Una mañana numerosos camiones comenzaron a rellenarlas con tierra arrancada por trascabos de las faldas del Cerro Carnero. Al principio algunos gambusinos protestaron porque las excavaciones se estaban haciendo en sitios tradicionalmente explotados por ellos, pero nadie les hizo caso. Julio Campos Medina vio cuando los trascabos empezaron a levantar unas capas de tierra pedregosa muy bonita, se llevó una muestra a casa y por la noche la procesó en la maquina polveadora. Un bote de veinte litros rindió casi medio gramo de oro bien soplado. Si los camiones estaban amontonando tierra de buena calidad en las calles, no tenía caso ir hasta el cerro corriendo el peligro de ser mordido por una víbora de cascabel de esas muy venenosas que salen en los días soleados de enero. Rápidamente los demás gambusinos siguieron el ejemplo, cosa que incomodó a la autoridad municipal, la que a final de cuentas decidió hacerse de la vista gorda en atención a la inconformidad manifestada por ellos cuando se iniciaron las excavaciones, pero con la condición de que volvieran a depositar la tierra en la calle después de haberle sacado el oro. Este sistema funcionó tan bien que a los pocos días los gambusinos ya habían sacado de sus casas las maquinas polveadoras y las habían instalado junto a los mejores promontorios, había unos muy ricos a la altura de la esquina redonda. Pero un día llegaron las motoconformadoras a distribuir la tierra, luego entraron en acción las compactadoras. No faltó quien al amparo de la noche hiciera el primer agujero en la tierra compactada. El ejemplo cundió. Pronto las calles amanecían hechas pedazos. La autoridad actuó enérgicamente, hubo delatores, hubo sorprendidos con el bote lleno de tierra y la pala al hombro, las multas se incrementaron, se hicieron mejoras al alumbrado público y el problema encontró solución. Poco a poco los gambusinos regresaron a sus sitios tradicionales, pero a veces al amanecer los vecinos observan escarbaderos en algún callejón, se hace la denuncia, la autoridad investiga y nunca encuentra al culpable. Por fortuna esas excavaciones furtivas tienden a espaciarse cada vez más.
   Hurgando entre las grietas del arroyo Juan de Dios se pasó toda la vida. Tardaba exactamente un año en apartar toda la arena para recoger lo que quedaba en el fondo de aquella zanja cavada por los elementos en el terreno reseco y pedregoso. El tramo explotado por Juan de Dios tenía un kilómetro de largo, es el primero, comienza en lo alto de la montaña. Durante las pocas lluvias torrenciales que caen cada año en la región, el agua que se despeña es conducida violentamente hacia las partes bajas por aquel arroyo. Cuando el lecho era ya muy estrecho, lo que ocurría siempre a finales de año, Juan de Dios reiniciaba el recorrido. Para entonces tres o cuatro avenidas han llenado otra vez el lecho de arena. La mayor parte del oro está en la capa más profunda, en la última, en la que se recoge con una escobetilla y una cuchara. El trabajo de Juan de Dios consiste en explorar palmo a palmo el terreno, no se debe dejar de explorar nada, una pepita de buen tamaño puede estar en cualquier parte. Una vez Juan de Dios encontró una pepita que pesó 14 gramos. Es como si esta pepita no fuera de este arroyo, decía Juan de Dios. Nadie había encontrado allí pepitas de más de 5 gramos. El hecho le intrigaba, el pedazo de oro no estaba muy gastado, había rodado poco, pero él, que conocía tan bien aquel terreno, no alcanzaba a imaginar de donde se había desprendido. Pensando en la posibilidad de que se hubiera desprendido desde las partes altas de la montaña, muchas veces las exploró detenidamente pero nunca encontró nada. Muchas veces imaginó la veta como una franja de oro macizo de media pulgada de espesor emergiendo desde las profundidades de la tierra en medio de un peñascal. Nada de eso hay allí, pero un día bien trabajado, con una buena maquina polveadora, puede redituar tres o cuatro gramos de oro. Un año Juan de Dios sacó casi un kilo. Una vez guardó todo lo que sacó en un año, lo metió en una botella y se lo vendió a un joyero de Caborca.
   A la orilla del arroyo, bajo un palofierro, protegida por una película de polietileno, estaba la máquina del oro, el gambusino la descubrió con cierta veneración. Yo ya las había visto, Juan Lobio tenía una en El Carrizal. Están hechas de materiales burdos, el mango del fuelle es un varejón de palo verde que para hacer palanca se apoya en una horqueta pequeña como de resortera. Al accionar el mango, el gambusino sacude todo el aparato a fin de que avance la tierra que va saliendo de la tolva. La tela donde cae y se desliza la tierra para ser soplada desde abajo por el fuelle de lona, debe ser manta de saco harinero. Esa tela, cuyo bastidor inclinado facilita el deslizamiento de la tierra, está dividida en cinco partes con tiras de madera, cuya misión es obstaculizar el avance de las partículas de oro que, por ser las más pesadas, tienen mayor dificultad para brincarlas y ahí se quedan. Cuando ha pasado por el bastidor todo el material, se recolecta el que quedó en los ángulos formados por la tela y las tiras de madera. En ese momento se recolectan también las pepitas y las chispas de oro visibles, cuando las hay, lo demás hay que soplarlo. Después de dar estas explicaciones, Julio Campos Medina echó a funcionar el aparato. Con una mano se hace subir y bajar el mango del fuelle y con la otra se regula la salida de la tierra de la tolva. Una nube de polvo comenzó a flotar sobre la escena. Polvo de oro, dijo Julio sin dejar de trabajar. La escena tenía un aire antiguo, elemental. El gambusino haciendo funcionar la polveadora se parece a un músico tocando el órgano, el violoncelo, la marimba. También le da un raro e inquietante parecido a la redova. Después de pasar por el bastidor todo el material contenido en la tolva, Julio detuvo el aparato y con una brocha y una charola recolectó lo que no pudo brincar las tiras de madera, luego colocó una tasa en el suelo, se puso en cuclillas, buscó el mejor ángulo ante el sol y sujetando firmemente la charola empezó a sacudirla haciendo saltar el material y soplando  entre él empujaba las partículas menos pesadas hasta el extremo opuesto, de pronto la bandeja daba un salto diferente y esas partículas más livianas eran arrojadas con precisión a la taza de peltre. Cuando ya en la charola solo quedaba un puñado, Julio suspendió aquella rutina, sacó un imán del bolsillo, lo aproximó al material, millares de partículas de hierro se pegaron a él y en la bandeja quedó un montoncito más pequeño. Enseguida, sin mover la bandeja, Julio empezó a soplar despacio. Las partículas que se fueron quedando donde Julio soplaba fueron haciéndose menos numerosas. Por último quedaron ahí solas, brillando intensamente, unas pequeñas chispas de oro. Con movimiento firme Julio las trasladó a la palma de su mano y nos las enseñó. Al verlas de cerca contuve la respiración. Con dos botes de esta tierra bien soplada sale el gramo, dijo el gambusino echando las chispas en un casquillo de treinta cero seis.

   Una vez Juan de Dios encontró un diente de oro en la maquina polveadora, perteneció a su abuelo, lo perdió un día lluvioso mientras exploraba las partes altas de la montaña. A Juan de Dios le asombraba no haberlo visto al recolectar el material en el arroyo, era como una pepita de buen tamaño. La primera vez que llegó al Cerro Carnero, Julio Campos Medina encontró una pepita en forma de pequeña muela de vaca, en muchas ocasiones encontró pepitas en forma de corazón, una tarde calurosa encontró varias donde había estado enroscada una víbora de cascabel, la pepita más grande que encontró en su vida pesó 19 gramos. Cierto día nublado su hermana encontró un anillo con un diamante. Después de un gran aguacero Juan Pedro Montiel encontró una cadenita de oro macizo en uno de los arroyos de La Bateyera y se la regaló a una puta de Los Tocayos. Durante años Juan Lobio buscó oro hasta en los más pequeños arroyos del rancho El Carrizal y nunca encontró nada. Río arriba, rumbo al Pico del Águila, hay una mina de mica, nada más. Durante muchos tiempos creí que nunca saldría de aquellos lugares. Íbamos a los bailes que una o dos veces al año se organizaban en Sásabe o en Los Molinos. Explorando la Sierra del Humo, un otoño llegamos hasta el Cañón de Carrizales. Nunca he visto regiones más solitarias que aquella. Cuando los inviernos son lluviosos, en primavera nacen lupinos y toda la campiña se pinta de azul. En los contrafuertes de la montaña encontramos las ruinas de un rancho. Desde la ventana de la cocina se miraba la llanura que avanzaba en suave declive hasta donde alcanzaba la vista. Había un estrado, había ceniza, del pedazo de pared colgaban utensilios de cocina, en otro lugar colgaba un cromo, en la esquina un aguamanil, al fondo los restos de un catre, un poco más allá una silla y una lámpara rota. En la parte posterior perduraba vivo un cerco de ocotillo. Era opresiva la sensación que provocaba la certeza de que nadie había estado allí desde hacía mucho tiempo. Años después me enteré en Los Molinos que aquello era la único que quedaba de la casa de un gambusino que empujado por la pobreza emigró a otra montaña y nunca regresó a la región.

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