Alejandro Álvarez
Tuvimos
refrigerador en casa cuando yo tendría unos ocho o nueve años de edad. Supongo
que no había mucha necesidad de ese accesorio porque no sobraba nada de comida.
Los restos de residuos orgánicos (escasos) los compartían el perro, las
gallinas y las palomas que mi madre criaba. Por las tardes íbamos a un establo cercano
por dos litros de leche que eran hervidos y consumidos entre la cena de ese día
y el desayuno del siguiente. Durante ese periodo la
leche se conservaba en buenas condiciones. No había nada más que se echara a
perder. Supongo que un buen día la
chinga de ir al mercado y, lógicamente, hacer la comida diariamente puso a la
jefa hasta la madre. El “refri” –que así era referido cariñosamente casi por
todo el mundo desde entonces– podría almacenar la comida o los insumos para
prepararla por uno o dos días más y ahorrarle a la jefa un poco de tiempo en su
compra y elaboración. Tiempo que le faltaba para realizar otras actividades.
Un sábado
sonó el portón con unos toquidos poco usuales. Me tocó abrir y un señor
corpulento gritó: –Dile a tu mamá que ya llegó el refri. En un diablito vimos
pasar al armatoste. A mis hermanos y a mí nos parecía inmenso, como un
auténtico elefante blanco, pero realmente era de los modelos más chicos. Recuerdo
la marca: “Coldspot”. El refri cambió la vida en la familia. Se podía hablar de
la era antes y después del refri. El agua de limón de la comida ya era fresca.
Se empezaron a elaborar unas cazuelotas de comida. Al fin se podía guardar
algo. El tiempo que liberó la jefa inmediatamente lo ocupó con nuevo trabajo.
La jefa siempre fue, y sigue siendo, muy luchona, así le llamaban a las
personas que se pasan la vida buscando la forma de completar lo del gasto
diario. Pero esa es otra historia que luego contaré.
Pues se le
va ocurriendo a mi madre hacer hielitos de sabores para vender. Y ahí la tienen
en las tardes haciendo que el agua de jamaica, de tamarindo, de limón, para
hacer paletitas con los moldes de los cubitos de hielo. Por muchos meses fue la
sensación de la calle. Era un ir y venir de la puerta de la casa a la puerta
del refri para despachar paletitas. Luego inventó hacer gelatinas y me tocó
venderlas. Había de leche y de agua. Temprano me colocaba en el zaguán con la
vitrinita que resguardaba las gelatinas. Se acababan rápido. Con las natas de
la leche hacía unos pasteles que rara vez los dejábamos vivos para la venta.
Luego se puso a fabricar rompope y chiles en conserva. En el refri no cabía ya
ni un palillo y para acabarla de amolar se le formaba en el congelador una capa
de hielo que parecía un casquete polar. Y viene la bronca del deshielo, algo
así como el cambio climático actual, con el chorreadero correspondiente y la
obvia suspensión de la actividad empresarial.
Visto a la
distancia los héroes de la casa fueron sin lugar a dudas la jefa y el refri.
Ninguno de los dos se enfermaba de nada y trabajaban las 24 horas, todos los
días del año y hasta dormidos.
Un día,
después de varios lustros de servicio, dice mi madre: –Ve a ver qué tiene el
refri, hace como un tronido y se para. Mis conocimientos de electricidad y
mecánica eran poco menos que nulos, pero volteé el refri para ver su espaldita que
resguardaba tubos, alambres y cajitas. Sigo pensando que un milagro se operó en
ese momento. Fijé la vista en una de esas cajitas que parecía colgar chueca, la
coloqué en una posición más lógica y ¡zas!, que arranca el motor.
Después de
muchos años cuando regresaba a casa veía al refri como a un hermano quedado. No
sé cuándo lo cambiaron por uno de esos que ya no hacen escarcha. Pero me dolió
mucho que no me avisaran cuando se lo llevó el señor que compraba fierro viejo.
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