sábado, 22 de marzo de 2014

JUÁREZ EN EL GYM



Las horas más ansiadas eran las de Educación Física, pues nos trasladábamos a los campos de la Casa de la Juventud, recién inaugurada por el presidente Adolfo López Mateos, donde nos esperaba la extrovertida figura de Anselmo Romero, la primera imagen que del pensamiento subversivo, de izquierda, tuvimos quienes ya mostrábamos interés por el tema político.
Anselmo era el otro extremo ideológico del Establishment de la secundaria Morelos, encabezado por el Tablita y el Macanita( cariñosos apodos del director y subdirector), fervorosos defensores del régimen de la Revolución Mexicana, entonces en la etapa álgida del “desarrollo estabilizador”, sin las crisis económicas y morales que luego se harían recurrentes y terminales.

Entre ejercicio y ejercicio, Anselmo nos hablaba de otras revoluciones: la soviética, la cubana, la china, y de las guerras imperialistas en Indochina y Latinoamérica. Castro, el Che(todavìa ministro cubano), Mao, Trotsky, pero sobre todos ellos, uno muy nuestro: Benito Juárez García, el Benemérito de las Américas.

Estos eran los nombres propios que el profesor de Educación Física pronunciaba con una familiaridad que pronto hicimos nuestra, a la vez que empezamos a leer revistas como Sucesos y Siempre!, periódicos como El Día, y a escuchar Radio Habana por onda corta.

Quizás sin proponérselo, Anselmo asumía el Gimnasio en el sentido griego.

La raíz etimológica de gym, remitía a la  desnudez. La gymnasia como el movimiento armónico, liberador, holístico, de los cuerpos y las psiques al desnudo.

El gimnasio platónico no era solamente el espacio para el despliegue del músculo sino también para el ejercicio del hombre interior, del SER.

Anselmo exponía y preguntaba. Te invitaba a subir a la Palestra, otro concepto herencia de la cultura griega, que como el gimnasio derivó de la cultura física a la cultura integral del cuerpo y del alma: del escenario de las competencias luchísticas, al foro del debate intelectual, la expresión artística y la difusión de la cultura.

Cronista de su tiempo, Anselmo sabía imprimirle a sus estampas históricas la carga dramática que se nos regateaba en las aulas con los tediosos dictados por parte de mentores perezosos y anquilosados.

Entre todas las estampas del amplio repertorio anselmista, me quedo con una que vuelvo a escuchar como si estuviera bajo la sombra de los tabachines o en el dog out de los mágicos campos de la Casa de la Juventud:

El retorno de Margarita Maza de Juárez a la patria salvada por su amado Benito, el Presidente Benito Juárez García, convertido en la figura universal del momento al lado de Lincoln, por su épica resistencia itinerante, republicana, a la invasión francesa de Napoleón III, y su triunfo definitivo sobre el usurpador Maximiliano; a quien ordena fusilar, junto con los conservadores Miramón y Mejía, en el Cerro de las Campanas luego de sortear, implacable, impertérrito, tremendas presiones internacionales.

Durante el exilio en Nueva York, la familia Juárez había perdido dos hijos, muertos por complicaciones respiratorias propiciadas por la falta de calefacción  y otras carencias producto de la modestia económica, el decoro republicano asumido por Juárez y seguido al pie de la letra por su embajador en Washington, Matías Romero, con el mar de fondo de la Guerra de Secesión estadounidense.

Margarita y familia llegaron a Veracruz bajo la amenaza de secuestro de Antonio López de Sana Ana, pertrechado en una fragata en esas aguas.
En carrozas, siguieron su apoteósica marcha hacia Orizaba. En un carruaje jalado por mulas iba el equipaje, y en la carroza grande iban los ataúdes de Toñito y Pepito.

Luego de pernoctar en Puebla, que como todo México había echado sus campanas al vuelo, la mañana del 23 de julio de 1867 la primera dama del momento ecuménico, Margarita y familiares, vivos y muertos, enfilaron rumbo a la Ciudad de México.

Para evitar tumultos, el  ansiado reencuentro sería  en el pueblo de Ayotla.

El Benemérito llegó en su emblemático carruaje negro, estrenando levita y un bastón de mando obsequio del pueblo zacatecano al paso de su marcha triunfal hacia la capital de la República restaurada.

 Bajó del carruaje con la prestancia de un hombre enamorado, y con un ramillete de flores en las manos caminó hacia Margarita, todavía escoltada por el ejército Republicano.

En los últimos metros Juárez aceleró el paso. Margarita y Benito se fundieron en un abrazo, para luego postrarse ante los cuerpos de sus hijos muertos en el exilio neoyorquino, y besar su frente embalsamada.

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