Alejandro
Álvarez
Como dijera Gil Gamés, los viernes son de
tomar la copa con los amigos verdaderos. Los orígenes de esta sana costumbre
deben remontarse muy atrás en la historia. Quizás de cuando los viernes no se
llamaban viernes. En fin, el caso es que este viernes pasado un grupo de amigos
verdaderos nos reunimos por enésima vez teniendo como pretexto el cumpleaños de
uno de los miembros (no empiecen con majaderías) que arribaba felizmente, o al
menos eso decía, a las sesenta y ocho primaveras.
No revelaré su nombre, ni de los presentes por
razones de seguridad. Tememos represalias, como dicen los valientes
denunciantes radiofónicos . Como es de suponerse tal grupo no es precisamente
de jóvenes. Si se tratara de cocerlos el primer hervor no les haría ni
cosquillas. La crónica del onomástico será motivo de otra narración, quede
testimonio solamente de que el lechoncito que reposaba en el centro de la mesa
con su respectiva manzana en el hocico fue engullido sin reparos.
Mientras esto sucedía corría por la memoria
colectiva la película de lo que han sido estas reuniones por más de dos
décadas. A nadie se le ocurrió en su momento levantar un acta constitutiva o
por lo menos un tache en un calendario que evitara que el moho del tiempo
acabara borrando ese instante de nuestra memoria: el primer viernes de copas.
Pero
calculamos que debió ser en la segunda mitad de los ochentas… sí, del siglo
pasado.
Muchos han sido los lugares que nos han
abierto sus puertas desde entonces. Varios establecimientos ya inexistentes nos
vieron, todavía jóvenes, llegar a excesos hoy impensables no porque no lo
deseemos sino porque la maquinaria ya no da más. En los desaparecidos bares El
Semáforo, Camberos, Pelícanos y Perico Marinero llegamos a reunirnos en
escandalosa verbena ventitantos catarrines que iniciando las actividades de
gargareo poco después de mediodía, nos sorprendía la noche con su invitación a
no dejar ahí la jornada.
Y
claro, la fiesta continuaba adentrándonos en las tinieblas en las que el
demonio nos sumergía, una vez convertidos en sus marionetas. Como toda agrupación humana, ésta
ha tenido sus altibajos, momentos de auge y momentos de crisis. Decepcionados
desertores dejan sus sillas que son ocupadas por nuevos militantes con la
garganta seca deseosos de humedecerla a
la brevedad.
Uno esos alegres amigos desertores, ahora
convertido al alcoholismo de anonimato –tampoco revelaré su identidad- ya bien
servido se montaba en su bicicleta retando a los vehículos automotores a
igualar su velocidad. De milagro no lo recogimos embarrado en una banqueta.
Otros disfrutaban de crédito ilimitado en la cadena de cantinas que era como un
vía crucis (vía chupis, decían con burla), para no andar con la preocupación de
cargar cartera y perderla vaya usted a saber dónde.
La diversidad social siempre ha estado
reflejada en este animado grupo. Los panistas son descarados y gritan a los
cuatro vientos su alineación, los perredistas, ahora pejistas, se niegan a
decir su nombre, pero a la menor provocación sacan los dientes del odio a los
ricos y la inminencia de insurrección de las masas; los priístas son discretos,
pero simpáticos, saben que son indefendibles.
Sin
embargo la sangre nunca ha llegado al río por razones de debates ideológicos,
aunque los vapores etílicos han provocado connatos aislados de
desavenencias por motivos que después
dan risa por lo triviales. Ni modo, así pasa. Los rijosos acaban siendo el
centro de la botana en la siguiente tertulia y no les quedan ganas de volverlo
a hacer.
El tiempo ha mellado el filo de los cuchillos.
Cada vez son más breves y mesuradas las reuniones. La voz difícilmente se
levanta, las manos menos y aquello otro..muchísimo menos.
Vemos con alarma, sin embargo, que no hemos
fomentado que una nueva generación tome las riendas de esta empresa, en el
sentido más amplio de término, desde luego. Los que se han ido y los que llegan
pertenecen a un rango de antigüedad muy similar.
Si
fuéramos una especie animal se diría que existe el peligro inminente de
extinción. Pero nunca permitiremos, y eso se ha jurado con sangre, que el grupo
se convierta en un inofensivo club de ingestores de tecitos o café con leche,
jugando a la lotería. Sería la muerte en vida.
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