Fernando Martín
En un titular pequeño de algún diario vi la noticia: en una ciudad china cĺundía la alarma al extenderse una plaga causada por un virus desconocido. No entré a ver los detalles de la información y puse en el archivo de mi memoria el dato. Dos días después, de nuevo en un despacho noticioso de escasa monta, me topé con la primera cifra de enfermos. No pasaría mucho para que comenzaran a circular los números mortuorios en la pantalla que ahora mismo registra el trazo de estas líneas. Ah, carajo. Era diciembre, y como China queda muy lejos quise no preocuparme demasiado.
Comenzó este 2020 y noté que a mucha gente le gustaba esta reiteración. Como si las dos decenas repetidas fueran a traernos, a cada uno y a todos juntos, buena suerte. Las novedades políticas y las económicas de inmediato me pusieron aparte de cualquier optimismo. Ya había comenzado yo a ver cómo mis íntimos augurios se cumplían al pie de la letra, cómo el desastre había arribado para quedarse un buen (mal) tiempo: demagogia, hipocresía, programas que no le arreglaban la vida a nadie y que a la vez lastimaban la de millones, altanería, soberbia, mentiras, desprecio. El país se establecía en un mundo puesto de cabeza: los ‘reaccionarios’ eran los de avanzada y los verdaderos conservadores querían establecerse a la zaga, tan atrás que sus modelos (morales, políticos, económicos) parecían sustraídos del siglo XIX y de las décadas intermedias del XX. ¿Quién iba a acordarse de la epidemia china?
El último sábado de diciembre comimos una buena pasta Patricia y yo en un breve restaurante de la calle de las Vizcaínas. Habíamos ido a una exposición de objetos varios rusos que resultó un auténtico fraude (lo mejor eran unos platillos oaxaqueños y unas nieves, cuyo origen muy probablemente no estaba en la tierra de Dostoievski). Por esas fechas, un poquito después, comenzó a hablarse en el país de la epidemia, cuyo lexema ya había cambiado: se trataba en realidad de una pandemia hecha y derecha que había traspuesto ya la muralla y empezado a golpear a otras naciones de Asia y ¡a Italia! Este último nombre despertó en mí una angustia que ni un día me ha abandonado. Italia está muy lejos, mas no tanto como el lejano oriente, y —puestos en esa situación en que se mezclan el miedo y la tentación mágica— a los italianos podemos verlos y sentirlos como hombres y mujeres más que conocidos, los queremos, los admiramos, los entendemos. Si enferman y mueren en Italia podemos enfermar y morir en la Colonia Roma, evocando a Sophia Loren, recordando a Cesare Pavese, soñando con un gol de Bruno Conti. Aquella nuestra comida italiana sería la última que disfrutaríamos en el querido centro chilango.
Aparecería por esos días el doctor de la tele, un extraño personaje, con aspecto y voz más de fifí que de súbdito del líder de la cuatroté y Presidente de la República. A una pésima sintaxis el doctor de la tele sumó una dicción correcta y cierta vehemencia persuasiva. Compareciendo en las mañanas no tardó nada en eclipsar a su jefe de jefes, a grado tal que pareció un Pericles redivivo: el mérito único de sus palabras —la fluidez de su encadenamiento— hizo un excesivo contraste con la tortuosidad de la estrella mayor de la función. Principiaría de este modo el programa diario de las siete de la tarde: una hora completita de lunes a lunes, de la que nada claro ha podido brotar. Cada fecha prevista ha sufrido el trance del aplazamiento; cada cifra puesta en gráficas ha sido reducida a cálculo aproximado, cuando no a mera tentativa provisoria, lo que en voz del gobierno no quiere decir más que franca mentira. El doctor de la tele mientras tanto fue escalando: su appeal sería raudamente aprovechado por los publicistas de la cuatroté, quienes lanzaron a sus voceros (aquellos “intelectuales” que sin el gobierno detrás no alcanzarían ni cargos ni tiempos ni espacios en ningún medio) en su defensa, mediante la alabanza y el uso de ciertas palabras que creyeron de efecto contundente: ‘técnico’, ‘científico’. Pataleando en el cieno de las cifras y los vagos pronósticos, el doctor de la tele se convirtió en el amo de lo etéreo y de la contradicción, mientras sus protectores hallaban en él su tabla de salvación, el “experto” que todo lo aclararía precisamente porque sus datos eran inexactos y sus razonamientos falaces. El público, por su parte, desde el principio aprendió a quedarse nada más con el encabezado de las informaciones: “Quédate en casa”, orden, ruego, recomendación, eslogan, estribillo de una campaña que encontraba en esas tres palabras su razón de ser.
Las autoridades temieron más a los negativos efectos políticos y económicos acompañantes de la plaga que a las enfermedades y las muertes que ésta traía bajo millones de disfraces. Fue notable su actitud defensiva, tanto como la que ha empleado el régimen desde que, de acuerdo con la austeridad, se instaló en las modestas habitaciones del Palacio Nacional. Defender es atacar. Cuando un periodista (me parece que el fifí López Dóriga) tuvo una pifia y difundió la muerte de un contagiado sobreviviente, el propio Jefe Máximo se refirió al asunto como si se hubiese tratado de una asonada en contra de las instituciones del país. Mientras el equipo que coordina el doctor de la tele omite diariamente la mención de la cifra real de muertes (rebajándola por cientos o por miles), un comunicador se apresura erróneamente y la cuatroté entera se lanza en contra suya como si la equivocación pudiera tener consecuencias de peso. El Jefe Máximo prosiguió su enconada batalla frente a denodados y presuntamente poderosísimos molinos de viento, al tiempo que olvidaba o desdeñaba a un enemigo real: la pandemia misma, que sirvió en un principio para que la incuestionada fuerza de la figura presidencial entre bromas y veras hiciera alarde de su invencible posición. El doctor de la tele, entre sonrisas beatíficas y una serenidad lamentablemente mal fingida, se afanaba entonces por fantasear razones de la sinrazón, la supertición y la farsa. Al cabo estamos en Palacio Nacional, fuente misma de la Única Verdad.
Por sus lados, que son todos, los nanovirus avanzaban, y por más que hubiera gente que negaba su existencia (prueba, como si falta hiciera, de la extraña proclividad mexicana a negarlo todo, y muy en especial lo más evidente), la mayoría decidió mantenerse bien pertrechada, cumplir las consignas cautelares, apelar al animal instinto de conservación. Luego de haber dicho en tono enfático y desde una sonrisa que parece una mueca de burla cínica, el Jefe hubo de rectificar. Abandonó los abrazos y los besos, los baños tórridos del amantísimo pueblo desbordado, los masivos estallidos de júbilo, de esperanza incontenida, las comelitonas en las fondas del camino. Puso en el olvido los encuentros agendados o imprevistos, como aquel del que quisieron aprovecharse los conservadores sucedido en la sierra sinaloense con la madre de un célebre criminal. Se allanó, pues, a la evidencia, convencido de que no era un asunto menor la amenaza que se cernía frente a sus planes.
Hubo que hacer números. Cuántos hospitales, cuántas camas, cuántos insumos, cuánto personal. Lo básico: cuánto dinero. La tijera —hasta hace no muchos años un instrumento consentido y propio de los gobiernos neoliberales— se despojó de su mascarilla y se puso en el mero centro del plan de emergencia fraguado en defensa de los programas asistenciales que mediante becas y otras dádivas aseguran voluntades y cruces morenas en las boletas. La tijera cambió de nombre. Pasó a ser ‘austeridad’ y a apellidarse ‘republicana’. Halló un ancestro ilustre: nada menos que Benito Juárez (quien había enfrentado la invasión del más poderoso ejército de su tiempo, el enorme poderío del clero y la oposición de los auténticos conservadores, y gobernó, hasta inclusive reelegirse, un país sumido en la miseria desde una plena bancarrota). Reaparecieron entonces otras expresiones: ‘apretarse el cinturón’, ‘la solidaridad del pueblo’, ‘el gran valor de la gran familia mexicana’. Con la plaga sanitaria vino la plaga de una retórica no por manida menos eficaz. Lo cierto es que aquel pueblo y aquellas familias no merecían aquel castigo.
Una palabra especialmente puede resumir lo que acontece: incertidumbre. Lo único indudable es que el virus enferma y no en pocos casos mata; que nadie puede descuidarse; que el confinamiento reúne tramos de angustia y parcelas de descanso productivo; que la educación a distancia, en el país y según todo testimonio, no sirve más que para cubrir expedientes de políticos y para nutrir los cárdex de los inscritos; que el calor del hogar sube a menudo a temperaturas tales que los hombres prodigan la violencia en contra de las mujeres con las que cohabitan (aunque trate de ocultarse en los días que corren el acentuamiento de esta radical tara de la sociedad mexicana, de este ‘pueblo sabio y bueno’); que la neurosis crece como la plaga alterna… Nadie sabe cuándo terminará todo esto, y ni siquiera qué es lo que sigue. Las mismas autoridades dicen y se desdicen. Piden, ordenan, prohíben y amenazan. En realidad en la Ciudad de México cada quien hace lo que quiere, y que ha primado el buen sentido. En realidad también se sabe que la parálisis de la economía no puede persistir. Ante ello el gobierno se angustia y trata de enmascarar su angustia. Finge y adopta el engaño, el ardid político: el propio Jefe, con las debidas precauciones y con el visto bueno del doctor de la tele, tiene que ser, según él y ya ni modo, el motor que haga posible la reanudación, el factótum de la recuperación, el salvador de la patria mexicana. ¿El modo (que no “el modito”)? Poner en marcha los trabajos de uno de sus programas monumentales más impugnados por los más diversos grupos desobedientes: las obras del Tren Maya, un programa de corte neoliberal (si una, la del turismo es una práctica, una industria de este orden).
Y están, en el centro de la incertidumbre, los muertos y su aniquilación definitiva. Morir en estos tiempos se ha vuelto, en el México del “Lo lamento mucho”, significa una vergüenza; es un hecho que no merece más que el anonimato, el desecho y el olvido fulminante. Bien hizo el New York Times al poblar su portada de su edición de uno de estos días con los nombres y los nombres y los nombres de las víctimas habida en aquella ciudad oriental de Estados Unidos. En nuestra patria, ante aquel acto de mínima justicia, sólo ha habido silencio. Las autoridades continúan en busca de explicaciones de sus sinrazones y el pueblo se entretiene en lamentos serios nunca atendidos.
Qué solos se quedan los muertos, exclamó el poeta. Y qué solos estamos los vivos. Más solos que nunca, delante de los sueños de los que nos quieren miserables,
No hay comentarios:
Publicar un comentario