Armando Alanís
29 de mayo: 9,044 muertes registradas en México por el Covid-19. Pueden ser más, el triple o más… Me pierdo sin remedio en la selva de números, gráficas, porcentajes. Llevamos dos meses y algunos días en confinamiento. Puedo considerarme un privilegiado porque tengo casa propia –departamento, que es lo mismo–, familia, gente a la que quiero y que me quiere, comida que llevarme a la boca. Hasta puedo darme algún lujo, como comprar cervezas artesanales en La Naval, a menos de una cuadra. Voy con mi cubrebocas; no dejan entrar al que no lo lleve. Me dirijo a buen tranco a los refris que están al fondo y elijo dos o tres botellas de cerveza artesanal. Queso, aceitunas, papas fritas. Regreso a casa.
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Ayer fui al banco. Una sucursal de Santander. Todos embozados, hasta las cajeras. Como delincuentes.
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¿Cómo empezó esto? Recuerdo los primeros memes en Facebook: ampolletas de cerveza Corona. En China, muy lejos de nuestro país, se había detectado el brote de un nuevo virus. Un nuevo Coronavirus. Yo al principio oía las noticias sobre esta pandemia y las muertes que dejaba a su paso como una amenaza que no podía afectarme. El primer caso se reportó en diciembre del año pasado en Wuhan. Primera vez que oía hablar de esa ciudad. Pronto surgieron teorías: el virus había sido transmitido por un murciélago. El murciélago caga sobre los sembrados, el pangolín entra en contacto con el excremento y los asiáticos se comen el pangolín y se infectan… El virus, aseguraban otros, fue creado en un laboratorio por humanos enemigos de los humanos o por mero accidente… O lo esparcen desde aviones para controlar la sobrepoblación… El chino que lo descubrió murió infectado. El virus se convirtió en un fantasma que recorrió Europa más aprisa que el comunismo. De Europa brincó a Estados Unidos y de Estados Unidos a México. Está en los cinco continentes.
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No lo creía a pesar de las advertencias. No lo creía nadie. Seguro que no sería tan grave. Eso pensaban muchos. Por eso el bicho nos agarró desprevenidos. Contó con el factor sorpresa. Aquí y en todas partes. Miles de muertos en Italia, España, Francia y otros países. Miles de muertos en Estados Unidos. Miles de muertos en Rusia. Miles de muertos en México, en centro y Sudamérica. No estábamos preparados.
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En la universidad en la que soy profe de tiempo completo circuló en marzo un comunicado. Se tomaban medidas preventivas: se garantizaba que habría jabón y papel higiénico, todos los días, en los baños (sic). Las clases presenciales continuaban mientras no hubiera otras disposiciones por parte de las autoridades sanitarias. Dos días después llegó otro comunicado: se suspendían las clases presenciales. En adelante, deberíamos atender a nuestros estudiantes por medios electrónicos. El jueves 19 de marzo ya no me presenté en el plantel de San Lorenzo Tezonco. El lunes 23 se cerraron todos los planteles.
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Tenía cita con un alumno en mi cubículo, para platicar sobre su libro en preparación, con el que espera, además, recibirse. Le escribí: no podría trasladarme a la Universidad, pero nos encontraríamos en un Sanborns. ¿Su libro? Crónicas sobre gente de la ciudad, que ejerce oficios precarios: organilleras, pulqueros, vendedores de algodones de azúcar, globeras… ¿Qué habrá sido de ellos en estos días de epidemia? Estarán sin chamba, sin ingresos. Como tantos mexicanos.
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En la mitad de los gabinetes y mesas había un letrero: “Disculpe la molestia: mesa deshabilitada.” Pocos parroquianos. Las meseras no querían acercarse, y eso que me conocen muy bien. Soy cliente frecuente. Me llaman “profe” porque me ven con mi laptop, mis libros y papeles. Ahora tenían miedo. No querían ser contagiadas, qué tal si yo o mi alumno estábamos infectados. Dos días después, ya no había servicio en mesas. No había tampoco servicio en la tienda, salvo en la farmacia.
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Pronto todo estaba cerrado: centros comerciales, tiendas, bares, gimnasios, cafés, restaurantes… Los cafés y restaurantes ofrecían sus productos para llevar. No puedes entrar y sentarte en una mesa. Empezó el aviso, que se repite y se repite: si no es necesario que salgas, ¡quédate en casa! Muchos no pueden hacer eso: tienen que seguir trabajando, tienen que subirse todos los días al metro, al Metrobús. Otros, como yo, sí podemos quedarnos. La quincena llega puntual a mi cuenta, y todo lo que tengo que hacer es acudir a un cajero. Eso sí, con cubrebocas. Sana distancia. Gel antibacterial.
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Susana y yo nos la pasamos encerrados. Salimos una o dos veces cada día: para ir al súper y estirar un poco las piernas en el camellón de la avenida Ámsterdam y en calles aledañas. No hay tantos autos ni tanta gente como antes, pero sí la hay porque en estos últimos días se ha relajado la cuarentena. No todos los peatones usan cubrebocas. Todavía hay gente que no cree que sea cierto lo del Coronavirus. Otros sí creen, pero se comportan como si no supieran o no se acordaran: organizan fiestas los fines de semana, se reúnen para festejar. ¿Festejar qué?
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Los síntomas del Covid-19 son parecidos a los de la gripa o resfriado, aunque pueden complicarse con rapidez: tos, fiebre, dolor de cabeza, dificultad para respirar, dolor muscular, neumonía… Despiertas una mañana con algo de tos. Como que te duele la cabeza. Piensas que ya te contagiaste. Pero te bañas, te reanimas y te das cuenta de que no te has contagiado aunque hayas salido a dar la vuelta al óvalo de Ámsterdam y te hayas topado con corredores sin cubrebocas. La muerte por Covid-19 es horrible: mueres asfixiado. Hay respiradores artificiales en los hospitales, pero no son suficientes. Los hospitales están desbordados, llenos a su máxima capacidad. No hay camas. O hay pocas camas y a ver si alcanzas alguna. A ver si te atienden con prontitud cuando llegues al hospital con los síntomas. Mejor no enfermarte. Mejor no contagiarte. Quédate en casa, lávate las manos. Nos resignamos al encierro domiciliario y nos lavamos las manos o nos untamos gel cuatro o cinco veces al día. Yo nomás salgo un ratito. Qué tanto es tantito, decía mi tocayo Armando Ramírez, el autor de Chin Chin el teporocho. Eso sí: sana distancia. Cuando veo acercarse a un corredor sin tapabocas, le saco la vuelta, dejo el camellón y camino por la acera. Ahí viene una chava sin cubrebocas, oyendo sus canciones y tarareando la letra como si nada pasara. Pinche gente inconsciente, sin criterio. Los hay.
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Mantenemos contacto con nuestros tres hijos. Han venido a casa con su cubrebocas, pero por separado. Armando se trajo sus aparatos de música, se encerró en un cuarto y se puso a grabar. Es DJ. Se ha presentado en varios lugares y sus creaciones tienen éxito en el feis. Susy no ha venido a la casa, pero nosotros sí la hemos buscado en su edificio. Nos vemos abajo, vamos por un café que nos tomamos en algún camellón. Platicamos un poco. Mi hijo menor, que ya no es tan menor –29 años–, vino ayer, comió con nosotros y nos acompañó parte de la tarde. Antes de que anocheciera, regresó a su casa en un DiDi, con el cubrebocas. Ninguno de nosotros está contagiado. Hemos tenido suerte. Hasta ahora.
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Duermo tarde, despierto temprano. Pero es común que pase toda la noche en vela. Si me animo, leo un libro; si no, nado en el feis. Quién sabe qué sería de nosotros sin las redes sociales. A mí no me parecen ni tan perniciosas ni tan frívolas como opinan otros, que también las usan. De acuerdo, se da voz a los idiotas y se escriben mucha frivolidades. Abundan los memes y chistes, y no todos son tan ingeniosos. Pero también hay análisis serios, comentarios inteligentes. Para bien y para mal, las redes sociales son propias del tiempo que nos tocó vivir. Estamos comunicados unos con otros, en contacto constante. Aquí y en China. Por eso podemos seguir el desarrollo de la pandemia en tiempo real, aunque la información que nos llega de muchas fuentes sea confusa, contradictoria, y ya no sepamos ni qué pensar. En algo coinciden todos: va para largo. La pandemia seguirá. El virus llegó para quedarse. El confinamiento, no. Imposible mantener estancadas las actividades económicas. Con restricciones, volverán a abrir los centros comerciales, las tiendas, los cines, los gimnasios, los restaurantes, los antros… Los deportes regresarán. Podremos ver, otra vez, el fut, el beis, peleas de box y lucha libre. Sin público.
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Hago ejercicio todos los días: bicicleta fija, pesas, lagartijas, rodillo. Rounds de sombra. Me baño, me arreglo. Desayuno. Reviso trabajos de los alumnos, escribo, leo, divago. Salgo un par de veces, ya lo confesé: al súper y a estirar las piernas. Estirar la pata, se decía antes cuando alguien se despedía de este mundo. Ahora, los usuarios del feis hablan de un misterioso viaje. Buen viaje, se le desea a la persona que se muere por Covid-19 o por cualquier otra causa. Un viaje al infinito y más allá. Un viaje a quién sabe qué destino. A dónde van los muertos, quién sabe a dónde irán.
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