Juan José Reyes
Confinamiento. Siempre he asociado la palabra a la cárcel, al encierro, a ser víctima de una acción punitiva. ¿Es qué hicimos algo para merecerlo tantos millones en el mundo, tantos tan distintos unos de otros, a veces tan opuestos? Por más que hayamos llegado a la era de la globalización los exdefeños somos tan diferentes como siempre o casi de los pequineses, o inclusive de los jarochos o los tijuanenses. Lo malo que habríamos hecho radicaría en una práctica más o menos común, y no en los usos y costumbres de cada uno de los pueblos. Y éste, a no dudar, es un buen punto para los fervientes reivindicadores de los llamados pueblos originarios, es decir para los que piensan que el tiempo de la Historia se ha detenido sólo para que ellos vuelvan a echarlo a andar. ¿Cómo a saber? Lo que subyace a esta idea es de veras una simpleza: la culpa sería del progreso, o, dicho con la terminología en boga, del neoliberalismo. En el fondo de esta noción no está más que aquel decir soltado en una de las conferencias diarias matutinas: la pandemia le habría venido “como anillo al dedo” a los que pugnan por meter reversa, por retrasar el reloj histórico. Por querer adelantarlo, se pensaría, nos hemos ganado nuestra pena. Enfermedad y muerte, y por lo pronto encierro, miedo, parálisis, cautela llevada hasta los planos de la neurosis.
Hoy mejor que nunca venimos a saber que, como quería el astuto Jean-Paul Sartre, el infierno son los otros. Lo sabemos porque, razonables, acatando la orden del instinto, nos hemos “quedado en casa”. Obedecemos al que manda: un verdugo a la espera del menor descuido, del más leve parpadeo, atento a la distracción o al vano desafío. Quien no pudo ver desde el principio el filo de la guillotina probablemente lo habrá pagado, en su propio cuerpo o en el de algún desconocido o el de algún otro tal vez muy próximo. El verdugo —hemos podido darnos cuenta— actúa valido de su nanométrica dimensión, de su acción tumultuaria y sorda y del disfraz que lo arropa y lo sitúa en una zona de nadie que puede ser de todo el mundo. Se monta en uno y desde ahí acomete, ataca letalmente. Todo lo demás ocurre velozmente. De una orilla a la otra, de la vida frágil que viven los que se sienten sin cesar inmortales a los metálicos avisos de la muerte que de pronto todo lo suspenden, no pasan más que unas horas. Y todo es inexplicable y cruel, vacío, desprovisto de cualquier sentido. ¿De qué tuvo la culpa quién? En esta verdadera nueva normalidad definitiva cada uno puede ser el vehículo mortuorio, el transmisor, la fuente de contagio. Cada uno es una amenaza, el cómplice del verdugo, su aliado satisfecho, el sobreviviente que nunca abandonará la sospecha de su malignidad. El confinamiento nos recuerda que si un orgullo hay en la hora final de los demás es el orgullo del que persevera y permanece. Ser significa, en el final de toda cuenta, el triunfo del instinto y la confirmación de una superioridad. Nadie más inferior, más que el muerto, que el enfermo. Confinado, penitente, no poseo la beatífica sonrisa de Dios sino que en cambio trazo la mueca fría de un diablo en el ardiente infierno.
El confinamiento actual, como a los presos por haber violado las leyes, nos hace extrañar la normalidad, el curso conocido de los días que recorremos a empellones, con tropiezos o la fluidez que nuestros recursos puedan darnos. Nos recuerda a su vez el encierro que no tiene para cuándo que la ‘normalidad’ no es más que un concepto que ha de acomodarse según de dónde venga y de qué colores vista. Mi ‘normalidad’ es diferente de la que sufre o goza mi paisano avecindado en La Paz, por ejemplo, por el solo hecho del sol, la brisa y los paisajes. Pero también es diferente de la ‘normalidad’ de mi vecino de aquí al lado, tan silencioso, tan metido en quién sabe qué rutina de entradas y salidas a destiempo. Con él comparto escaleras, algún esporádico saludo y, sobre todo, una ciudad, unas calles en las que nunca nos topamos (por fortuna para ambos, quiero suponer) y poblada con las presencias consabidas: las aglomeraciones, los atascos, las sensaciones reiteradas del peligro, la percepción de que hay miradas que todo lo registran, el registro de mensajes que ordenan nuestras marchas. Ahora todos, aquí en el exdf y en La Paz o Guanajuato o Huatabampo o Macuspana, ay, nos aprestamos a navegar en los nuevos cauces de una ‘normalidad’ que nos pilla desarmados, que muy en especial nos forzará a cumplir novedosas disciplinas mínimas y naturalmente contrarias al flujo natural de nuestro natural estar en el mundo. ¿Natural? se me me dirá. ¿No es que nuestros hábitos más comunes obedecen a largos procesos culturales, creados durante siglos, arrastrados con fuerza hasta generar tanta energía que les dan una apariencia, y sólo una apariencia, de naturalidad? Sabremos que no. Que la convivencia con los otros hará que se alteren nuestras respiraciones que andemos menos como humanos que como canes recelosos, embozados en aras de la propia protección y como señal de que cada uno es un ente peligroso.
Confinados, estamos a la espera. El mundo entero se nos presenta como un espejismo quebradizo y cada uno de sus trozos refleja figuras en las que todo reconocimiento —¿de qué?, ¿de quiénes?, ¿de qué tiempos y cosas?— resulta impracticable. Somos ya el fantasma del espectro que seremos, las víctimas, los pecadores sin arrepentimiento que ignoran la sustancia y los vacíos de sus ofensas y sus deudas. Pondremos nuestras manos, nuestros brazos, nuestros rostros a disposición de toda forma de escrutinio. No dejaremos la sospecha ni —lo peor tal vez— la resignación. Hemos entrado ya en cura, en perpetua precaución, en limpieza perenne. ¿De qué y ante quién nos confesamos? ¿En qué fallas hemos incurrido? Vemos con azoro que las preguntas, tal vez tácitas, informuladas, circulan lo mismo en la casa propia que en cualquier otro rincón del planeta infestado de mal y de zozobras. Delante de nosotros por lo demás está la realidad dura imperturbable, que no hace más que taladrar los huecos, ahondar las fosas que aguardan a víctimas anónimas que serán los desconocidos muertos de la noche. Nada esperamos, salvo lo incierto.
No tardarán en asentar en actas el nombre de los auténticos culpables: los fabricantes del Progreso, del crecimiento —que no del desarrollo, que no del bienestar —. A la calamidad sanitaria hay que sumar el quebranto financiero, el desplome del empleo, el hundimiento del comercio. El hambre y su agua vacía. Nunca como ahora, se dirá, podrán verse los efectos de la desigualdad y los afanes de quienes no se han conformado de los lujos. Ya se ha recordado: “Que nadie tenga lo superfluo mientras haya quienes carecen de lo básico” (cito de memoria, claramente). Conformémonos con lo indispensable, y más ahora en que lo necesario será establecido por la autoridad austera que lanza sus dicterios desde la modestia de un Palacio y no pocas posesiones en el trópico. La dieta alimentaria, los hábitos de consumo, la dulce y frágil tentación del consumo: todo bajo control. En el fondo puede avizorarse el renacimiento de una nostalgia que no dejará de ser estéril. ¿Una vuelta a la naturaleza? Lo que se hace evidente es sobre todo una contradicción: el poder quiere mesura mientras se afana en salvarse mediante un recurso supremo de la globalización: el reforzamiento del tratado comercial con los vecinos norteños, los cuales, por lo demás, vieron nacer y fracasar hace unas décadas a los hippies, personajes más dados a la estupefacción que a la acción creadora. Si no al tiempo sin medida del Buen Salvaje que imaginó Rousseau, no falta quien, desde una cúspide dorada y de chatas perspectivas, quien quiere volver a un improbable siglo XIX, con todo y su carruaje que recorre todo el territorio en busca del pueblo sabio y bueno que cada vez más empalidece.
Confinados, hemos de inventar el tiempo. El universo cibernético ha de ser el de más numerosas procuraciones, horas y horas de intercambio de ocurrencias, buenos deseos, bendiciones, denuestos y alabanzas, homenajes, fingimientos de trabajos continuados en virtud del ejercicio de un sentido de la responsabilidad que tantas veces no alcanza siquiera el plano de la simulación, educación a distancia (de todo aprendizaje). Mediante las computadoras a la vez, no todo es de tan infecunda banalidad, pueden verse películas y filmaciones de hechos y obras que uno pudo disfrutar o imaginar en el pasado: partidos de beisbol, de futbol, peleas de box, grandes faenas en las plazas de hermosos soles. Y, ya fuera de este mundo tecnológico, puede uno darle horas y horas a los libros. Como yo, que ahora mismo salgo de aquí para proseguir en las páginas de una gran novela.
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