Guillermo Sheridan
23 de noviembre de 2010
Qué extraños los festejos del centenario de la revolución. Quizás nunca
una cosa tan trunca, malograda y quedada “a medio camino” ha sido objeto
de tanto festejo. Los felices de que ocurrió hace cien años; los
usufructuarios que la patentaron y amaestraron durante 70 años; los
eternoretornos que le dan respiración de boca a boca mientras desempolvan
su máuser percudido… Todos la aplaudieron y la discursearon, todos la
maquillaron y la vistieron de domingo, y la pobre revolución, como una
quinceañera decrépita, bailó su vals amargo por las calles de México.
Cada bando político buscó lo más útil para su causa: símbolos, héroes,
cachivaches. La apoteosis del sombrerote zacapoaxtla, la exaltación del
cuaco o el bigote zapatista, y el último tren mexicano que funciona, hecho
de engrudo y de papel maché…
Una negociación discreta le asignó la explanada de Bellas Artes al
gobierno federal, que sembró en la adyacente alameda una estatua ecuestre
de don Francisco Madero en su simbólica caminata hacia la muerte.
El jefe de gobierno Ebrard se hizo del Monumento a la Revolución, esa
contrahechura arquitectónica coronada de revolucionarios petrificados y
adelitas tetonas; ese aborto de “palacio legislativo”, exabrupto ciclópeo
decó-fascista que parece sacado de una película de Fritz Lang, fertilizado
con restos de caudillos que habrán de fermentarlo, pues le aumentan altura
año con año.
El ciudadano plenipotenciario López Obrador -enemigo de los poderosos-
tuvo que acudir con sus partidos políticos particulares a su sede alterna,
el Hemiciclo a Juárez, ese merengue porfiriano, con sus leones
resbaladilla y sus ángeles a sueldo, contratados en la agencia celestial
de mayordomos, donde al hierático “indio de Guelatao”, siempre inmóvil y
siempre reformado, no le queda de otra que soplarse sus discursos deque.
Los priístas, líderes del legislativo, tuvieron que resignarse a salir de
partiquines en la ceremonia del gobierno federal, honrando su paradójico
carácter de revolucionarios e institucionales, aún sorprendidos de que la
alternancia los haya expulsado de la escena justo en el centenario de la
revolución, herencia que sólo ellos podrían dilapidar. Hubiera sido
fantástico un festejo priísta, presidido por Díaz Ordaz y Fidel Velázquez:
un jarabe tapatío de zombies con cananas… ¡Qué de discursos cojones, qué
de promesas renovadas sobre el eterno futuro promisorio! (Aunque no muy
lejos, en Ecatepec, el futuro Peña Nieto -ante la coqueta Elba Esther-
celebró la revolución con un discurso francote: “A cien años de la gesta
tenemos que ver hacia dónde vamos”. Es en serio.)
El presidente -al fin reaccionario- invitó a los descendientes de Madero;
el jefe Ebrard -siempre revolucionario- invitó a los de la tripleta K:
Carranza, Calles y Cárdenas; el ciudadano López Obrador tuvo que
contentarse con Yeidckol (o Mr. Hyde) y el polimorfo Noroña, que incuban
ya la nueva república. El gobierno federal lanzó en el zócalo un show de
luces con wattaje espurio y hollywoodesco, mientras que el del DF, para su
propio show, empleó sólo wattaje progre y nacionalista (López Obrador no
necesita luces: sería como prenderle velitas al sol), etc.
Y con qué avidez los gobiernos buscaron simbologías útiles y frases
funcionales. Los asesores históricos revolviendo cuartos de trebejos en
busca de símbolos y signos para decorar su idea de la gesta o propiciar su
repetición. ¡Cómo resucitaron cachivaches “mexicanos” o “revolucionarios”,
prótesis para la nacionalidad maltrecha, utilerías caducas o agoreras!
Desde el gobierno federal que desfiló sus rompemadres F-15 al de mi
delegación, que me incitó a usar un rebozo como en tiempos de Echeverría…
¡Y siempre, como telón de fondo, el cachivache acústico eternamente
chacachán: el eterno Huapango de Moncayo!
Y al día siguiente, claro, la “íntima tristeza reaccionaria”…
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