lunes, 15 de noviembre de 2010

A MERCED DE LA TECNOLOGIA

Alejandro Alvarez



Sí, ya sé. Nadie escribe en esencia nada nuevo, pero verse como un pedazo de madera en medio del océano tecnológico a veces nos hace sentir como lo que somos, un guiñapo. No revelaré de inmediato la vergüenza de mis exacerbadas limitaciones en materia de uso y posesión de nuevas tecnologías, sólo diré que uno de esos momentos de extrema soledad ante el monstruo de los instrumentos nuevos de la comunicación y el cálculo me llevó a este texto. Soy de la idea que la tecnología avanza a saltos. Entre uno y otro brinco de éstos, unos se quedan en el escalón inferior, otros incluso por querer estar al día ruedan cuesta abajo perdiendo todo lo que habían avanzado. O sea que renuncian a la carrera. No los quiero preocupar, pero estoy a punto de tirar la toalla en este sentido. Me voy al pasado.

Entre quienes manejaron carretas con bestias –no aludo a ningún político, ni partido, que conste– cuando se inventó el motor de combustión interna y los vehículos empujados por gasolinas, seguramente se presentó el mismo dilema entre aquellos que resolvieron seguir dando de varazos a caballos, mulas y bueyes –repito, políticos absténganse, hoy no es su día– y otros que se armaron de valor y le entraron a manejar esa mole de fierros sobre cuatro ruedas. Otro gran brinco fue aquel que llevó del transporte marítimo y terrestre al aéreo. Animarse a subir a los primeros aviones de pasajeros debió ser de valientes a toda prueba. Dicen que en la segunda década del siglo pasado empezó esta carrera loca de surcar los aires y ahora mandamos –dijo la mosca– naves espaciales a explorar las entrañas del espacio a velocidades y distancias inimaginables. Pero me estoy desviando. Creo haber vivido una placentera niñez y juventud sin grandes sobresaltos tecnológicos aunque los hubo y me dejaron marcado. En casa tuvimos la primer televisión, que además era la primera de entre los vecinos de la calle donde vivíamos, por allá de fines de los sesentas. El salto del radio a la tele conmocionó a la sociedad. De la imaginación fantástica de las radionovelas se pasó a los galanes y guapas señoras de las telenovelas con moqueo y lagrimitas en blanco y negro, después vendría el color. Las operaciones aritméticas más complicadas las realicé con un aparatito rústico que le llamaban regla de cálculo. Con ella se realizaban todas las operaciones matemáticas de números grandísimos o pequeñísimos. Las primeras computadoras ocupaban espacios equivalentes a una casa de interés social, claro con aire acondicionado, que funcionaban con unas tarjetas perforadas de cartón donde se le instruía a la máquina de las operaciones a realizar. Dejábamos en el centro de cálculo nuestro paquete de tarjetas y regresábamos dos o tres días después por los resultados. Por ahí de mediados de los setentas se apareció la primera calculadora portátil. Nadie lo podía creer, era como del tamaño y grosor de una cartera. La poníamos a prueba con nuestras reglitas de cálculo. Ese dispositivo diabólico nos ganó todas las competencias de exactitud y rapidez. Menos de un lustro después las computadoras ya eran del tamaño de una tele (de las antigüitas) y en cinco años más las computadoras de todo el mundo podían estar enlazadas y sus usuarios escribirse en tiempo real aunque se encontraran a miles de kilómetros de distancia. Hoy en casi cualquier rincón del mundo hay un café internet donde los internautas pueden pasarse horas y horas pegados sin pestañear. Es probable que las próximas generaciones no tengan nalgas a causa de esta afición o adicción.

Luego vino la telefonía móvil o de celulares –no voy a citar aquellos aparatitos que mandaban sólo mensajes y que ostentosamente se hacían llamar “bipers”, porque su paso fue breve y casi ridículo–. La evolución de los celulares ha sido, como la carrera espacial y la de las computadoras, vertiginosa. Ya toman videos, son computadoras y no sé cuántas cosas. Me sonrojo al confesar que me quedé en la etapa del teléfono fijo y respecto a la computadora me resisto a entrar a las redes sociales. Ni siquiera he “bajado” –así le llaman los chavos– una mugrosa canción de internet y conservo mis cassetes y discos de acetato con la fe inquebrantable en que volverán de ultratumba a vengarse de este mundo frenético.

Toda esta historia pasó por mi mente como en cámara rápida hace unos días cuando se me ponchó una llanta en medio de la nada (ese océano inmenso al que aludí al principio) y tuve que soplarme varios kilómetros a pié antes de llegar a un teléfono público y pedir auxilio. Pero, advierto, no me doy por vencido.

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