lunes, 5 de mayo de 2014

EL SUSTO DE TLALMANALCO


Alejandro Álvarez


Acabamos de comer mi hermano y su familia en algún lugar del enjambre demencial del DF y se soltó un torrente del cielo como casi todas las tardes de finales de la primavera de por aquellos rumbos. No tuvimos más remedio que esperar que amainara el diluvio y en esas estábamos cuando a mi carnal se le pega la neceadera de que fuéramos a su casa en Tlalmanaco, en el Estado del México. Empezaba a oscurecer y con las sombras nocturnas me empieza a recorrer un frío por la espalda cada vez que ando fuera de mi corral provinciano. Me resistí hasta donde pude pero al final estaba sitiado, no tenía otra alternativa porque andaba en su carro. Me rendí y ahí vamos. Pasábamos de un rio enloquecedor de carros a otro peor, torcíamos por supuestos atajos y salíamos a avenidas con un tráfico lento, como dicen que circula el atole en las venas. Una hora después ya estábamos, por fin, en alguna carretera suburbana del oriente de la ciudad igualmente congestionada pero íbamos dejando atrás lo peor.  El tiempo pasaba y yo pensaba en lo terrible de esta existencia citadina donde muchas horas de la vida diaria se consumen en el transporte dando y recibiendo mentadas de madre por cualquier motivo con la tranquilidad de decirse “quihubole”. Al filo de la media noche, después de más de dos horas de viaje llegamos, todos felices y contentos, menos yo que tenía los nervios hechos trizas con el único deseo de dormir. El pueblo estaba a oscuras. En el ambiente se sentía una humedad helada. Me aventé en la cama que me señalaron y me quedé profundamente dormido. Al otro día, que era domingo, la familia de la casa dormía a pierna suelta cuando yo empecé a rondar y reconocer el lugar. Pasé a la parte posterior donde me quedé con la boca abierta al contemplar el “patio” trasero, era del tamaño de una cancha de futbol –al menos de ese tamaño lo veía en mi asombro- con unos pinos al fondo. El suelo estaba cubierto de un pasto verde crecido. Quise ir hasta el final de ese enorme espacio. El rocío de la mañana en el zacate mojaba mis zapatos, calcetines y pantalones. No salía de mi asombro, acostumbrado a los arenales y arbustos espinosos y chaparros de las tierras sudcalifornianas. Llegué al pie de los pinos y volteaba hacia la copa calculando a ojo la altura, posiblemente diez metros, pensaba. Un pajarerío cantaba sin orden ni concierto. Decidí regresar por un café o algo que calentara mis huesos. En cuanto di la vuelta quedé paralizado, un perro del tamaño de un oso iniciaba una carrera hacia mí. Pensé en dos alternativas, subir a uno de los árboles o a la barda limítrofe del terreno. Hubiera necesitado ser mosca para treparme por ese muro o en ese grueso tronco. El perro, ya corriendo a toda la velocidad de que era capaz, había reducido la distancia que me separaba de él a menos de la mitad. Distinguía unas orejas igualmente gigantes que brincaban con los saltos del animal  y la lengua de fuera le papaloteaba como bufanda. Recordé la vieja recomendación de permanecer inmóvil y no revelar temor porque los perros “huelen el miedo”, decían. La sangre abandonó mi cuerpo y no se dónde se escondió, sentí que me ponía lívido, que me podía desmayar y cerré los ojos esperando la tarascada. De pronto sentí las patas del perro en mis hombros, casi caigo, y un lengüetazo me embadurnó de baba la cara. Cuando finalmente abrí los ojos ahí el estaba el oso-perro haciéndome fiesta y brincando juguetón. El susto empezó a ceder pero en su lugar se apoderó de mí una vergüenza enorme. Con las corvas temblorosas todavía y un hilo de voz que ni yo oía, no pude reclamarle a mi hermano su descuido de no prevenirme de la mansa fiera que le cuidaba su casa. Por fortuna no hubo testigos del papelón que hice y no fue sino tiempo después que confesé cómo llegué a estar al borde de un infarto ante un perro más manso que un conejo en lo que llamé el susto de Tlalmanalco.

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