Alejandro Álvarez
Acabamos de comer mi hermano y su familia en
algún lugar del enjambre demencial del DF y se soltó un torrente del cielo como
casi todas las tardes de finales de la primavera de por aquellos rumbos. No
tuvimos más remedio que esperar que amainara el diluvio y en esas estábamos
cuando a mi carnal se le pega la neceadera de que fuéramos a su casa en
Tlalmanaco, en el Estado del México. Empezaba a oscurecer y con las sombras nocturnas
me empieza a recorrer un frío por la espalda cada vez que ando fuera de mi
corral provinciano. Me resistí hasta donde pude pero al final estaba sitiado,
no tenía otra alternativa porque andaba en su carro. Me rendí y ahí vamos.
Pasábamos de un rio enloquecedor de carros a otro peor, torcíamos por supuestos
atajos y salíamos a avenidas con un tráfico lento, como dicen que circula el
atole en las venas. Una hora después ya estábamos, por fin, en alguna carretera
suburbana del oriente de la ciudad igualmente congestionada pero íbamos dejando
atrás lo peor. El tiempo pasaba y yo
pensaba en lo terrible de esta existencia citadina donde muchas horas de la
vida diaria se consumen en el transporte dando y recibiendo mentadas de madre
por cualquier motivo con la tranquilidad de decirse “quihubole”. Al filo de la
media noche, después de más de dos horas de viaje llegamos, todos felices y
contentos, menos yo que tenía los nervios hechos trizas con el único deseo de
dormir. El pueblo estaba a oscuras. En el ambiente se sentía una humedad
helada. Me aventé en la cama que me señalaron y me quedé profundamente dormido.
Al otro día, que era domingo, la familia de la casa dormía a pierna suelta
cuando yo empecé a rondar y reconocer el lugar. Pasé a la parte posterior donde
me quedé con la boca abierta al contemplar el “patio” trasero, era del tamaño
de una cancha de futbol –al menos de ese tamaño lo veía en mi asombro- con unos
pinos al fondo. El suelo estaba cubierto de un pasto verde crecido. Quise ir
hasta el final de ese enorme espacio. El rocío de la mañana en el zacate mojaba
mis zapatos, calcetines y pantalones. No salía de mi asombro, acostumbrado a
los arenales y arbustos espinosos y chaparros de las tierras sudcalifornianas.
Llegué al pie de los pinos y volteaba hacia la copa calculando a ojo la altura,
posiblemente diez metros, pensaba. Un pajarerío cantaba sin orden ni concierto.
Decidí regresar por un café o algo que calentara mis huesos. En cuanto di la
vuelta quedé paralizado, un perro del tamaño de un oso iniciaba una carrera hacia
mí. Pensé en dos alternativas, subir a uno de los árboles o a la barda
limítrofe del terreno. Hubiera necesitado ser mosca para treparme por ese muro
o en ese grueso tronco. El perro, ya corriendo a toda la velocidad de que era
capaz, había reducido la distancia que me separaba de él a menos de la mitad.
Distinguía unas orejas igualmente gigantes que brincaban con los saltos del
animal y la lengua de fuera le
papaloteaba como bufanda. Recordé la vieja recomendación de permanecer inmóvil
y no revelar temor porque los perros “huelen el miedo”, decían. La sangre
abandonó mi cuerpo y no se dónde se escondió, sentí que me ponía lívido, que me
podía desmayar y cerré los ojos esperando la tarascada. De pronto sentí las
patas del perro en mis hombros, casi caigo, y un lengüetazo me embadurnó de
baba la cara. Cuando finalmente abrí los ojos ahí el estaba el oso-perro
haciéndome fiesta y brincando juguetón. El susto empezó a ceder pero en su
lugar se apoderó de mí una vergüenza enorme. Con las corvas temblorosas todavía
y un hilo de voz que ni yo oía, no pude reclamarle a mi hermano su descuido de
no prevenirme de la mansa fiera que le cuidaba su casa. Por fortuna no hubo
testigos del papelón que hice y no fue sino tiempo después que confesé cómo
llegué a estar al borde de un infarto ante un perro más manso que un conejo en
lo que llamé el susto de Tlalmanalco.
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