viernes, 5 de diciembre de 2008

CLAUDIO MAGRIS: LITERATURA Y VENENO...CUANDO LOS ESCRITORES DESTRUYEN A SUS COLEGAS








El odio y la envidia encuentran su expresión más abyecta en la pluma de quienes construyen con palabras el sentido del mundo. Situación paradójica que el gran ensayista triestino Claudio Magris intenta desentrañar en el siguiente ensayo, a propósito de los insultos que escritores de todos los tiempos se han proferido en la distancia.


Según Brecht, Baudelaire es un poeta pequeño burgués cuyas palabras
son como chaquetas usadas que han sido recicladas; mientras que para
Tolstoi, las sensaciones evocadas en su lírica no le pueden
interesar a ningún hombre sano. Brecht, por otra parte, es definido
por Ionesco como un didascálico y estúpido creador de personajes
acartonados y por Döblin como un romántico anticuado. Proust es
liquidado con un sólo término, “patrañas”, por Beckett, y éste
último es etiquetado a su vez como inútil epígono de Maeterlinck por
Arno Schmidt. Para Voltaire, Homero es aburrido; y Joyce es un
mediocre para Benn, Lawrence, Virginia Woolf, Pound y muchos otros.
Nabokov considera una nulidad a Mann, Conrad, Cervantes, Camus,
Eliot y Pound; la Divina Comedia, para el expresionista alemán
Albert Ehrenstein, es la obra escolar, cerebral, pesada y sádica de
un poeta musical, pero monótono. La lista podría seguir hasta donde
se quiera.
Los poetas insultan a los poetas —como dice el título de una
antología de tales injurias compilada en alemán por Joerg Drews— con
una ferocidad que difícilmente se verifica en las rivalidades
rabiosamente existentes, como es obvio, también en otros campos,
desde el político hasta el empresarial y el comercial. Los juicios
de muchos grandes artistas sobre sus colegas revelan una singular
obtusidad de juicio o una pálida y pueril envidia, incapaz de
controlarse o de enmascararse. El artículo de Drews —pero no sólo
este— muestra el escenario literario (y en general el artístico)
como una arena de mezquindades y de rencores que parece exaltar a la
enésima potencia las mezquindades y los rencores, la falta de amor,
de generosidad y de liberalidad existentes en todo consorcio humano:
en la familia, en la oficina, en el mercado y en el partido
político. Este mezquino y faccioso desconocimiento del otro —que con
tanta frecuencia le tuerce de envidia la boca a escritores que
incluso, en otras circunstancias, han proferido grandes palabras de
humanidad— a veces se justifica con la necesidad, para un artista,
de afirmar su visión y representación del mundo negando aquellas,
diversas o antitéticas, que podrían contraponerse a la suya,
metiéndola en dificultades o por lo menos en discusión. Una gran
obra clásica y armoniosa puede poner en crisis al autor de una gran
obra fragmentaria y secular, poner en duda su legitimidad y, por lo
tanto, empujarlo a rechazar sectariamente esa obra clásica, así como
también puede suceder lo contrario. En tal caso, el juicio es
descabellado, pero su unilateralidad se mueve desde un sufrimiento,
desde una exigencia creativa, que no lo justifican pero lo explican
y le confieren una humana dignidad. Conrad o Hamsun obviamente se
equivocaron en censurar a Dostoievski y a Ibsen, pero se puede
entender por qué tuvieron necesidad de hacerlo.
Sin embargo, todavía es más frecuente que estos vilipendios
endogámicos, internos a la corporación, revelen un origen menos
noble: un narcisismo exasperado, una pretensión celosa por ser el
único dios creador que se pueda adorar, y una penosa inseguridad,
que advierte todo homenaje que se le rinde a otro como un hurto y un
atentado a la propia necesidad de ser amado y aceptado. En este
sentido, los consumidores de arte —lectores, escuchas, espectadores—
son mucho más libres y generosos (más poéticos que los productores
de las obras que ellos aman y admiran, porque, en su sano politeísmo
artístico, saben muy bien que amar a Mozart no significa quitarle
nada a Beethoven y que se pueden y se deben amar a la vez a Brecht y
a Baudelaire, a Proust y a Beckett. Como en la casa del Padre, según
el proverbio de la Escritura, también en la casa del arte —de todo
arte— existen muchas moradas y es lícito frecuentarlas y habitarlas
todas sin agraviar a ninguna. Pero el poeta, que por una parte es
mensajero y portador tan alto de humanidad, de poesía, a menudo
parece someterse al más innoble de los vicios, la envidia: envidia
que, a diferencia de los otros pecados capitales, no es el desorden
de un impulso per se bueno (como la lujuria lo es del amor y del
sexo o la soberbia del respeto a sí mismos), sino es per se completa
y únicamente mal y negación, disgusto ante la visión de una alegría
de los otros que no nos quita nada y debería alegrar a todos, porque
la existencia de Ana Karenina es un enriquecimiento incluso para
quien escribió Los Buddenbrook o El proceso. ¿El poeta, no como
hombre que acaso se equivoca aunque siempre con magnanimidad, como
lo quiere la retórica corriente, sino más bien como pecador
mezquino, miserable y envidioso; ya no como sensual trasgresor o
prometeico rebelde?
Los premios literarios, con sus batallas al interior de la rosa de
los premiados, procrean odios y bajezas que al compararlas, las
pugnas políticas y económicas, incluso las criminales, muestran un
espesor más peligroso pero más digno de respeto. El narcisismo de
los artistas se revela a menudo inhumano y mísero, como bien lo
sabía Thomas Mann; no es casualidad que, entre los hijos de los
grandes, los más infelices y lesionados en su propia persona sean
los hijos de muchos artistas, evidentemente descuidados por sus
padres no por meras exigencias de trabajo (como en el caso de los
políticos, de los empresarios o de los marineros, siempre en viaje y
poco en casa, pero no por esto poco afectuosos con su familia) sino
por un frecuente y sustancial desinterés afectivo de los padres
dedicados a las Musas. La intolerancia del artista —incluso
aclamado—, ante las alabanzas que se le rinden a un colega suyo,
revela cómo el artista está, a la par y acaso más que otros,
obsesionado por el mecanismo de la competencia y por el temor de que
cualquier éxito de un producto de los otros actúe en detrimento de
su producto. No por casualidad, los insultos literarios más
corrosivos son dirigidos a colegas contemporáneos activos en el
mercado del espíritu y del dinero. Hace años, un escritor que yo
apreciaba y sobre el cual escribí con entusiasmo, se ofendió
profundamente conmigo porque yo también había escrito, con pasión,
sobre otro escritor, y me dijo explícitamente que, en la ciudad en
la que vivía, solamente había lugar para un escritor y no para dos y
que, por lo tanto, mi artículo, en el que enaltecía al otro, lo
había dañado. Incluso esta anécdota es sólo un ejemplo entre muchos,
demasiados, que se podrían citar.
Quizá uno de los muchos aspectos del mysterium iniquitatis del que
habla la Escritura también es la frecuente y desconcertante
contradicción frente a la cual nos ubica el arte y los artistas. Por
un lado, a sus creaciones les debemos revelaciones altísimas de
humanidad, que no sólo nos han hecho comprender intelectualmente
sino vivir concretamente, casi físicamente, los sentimientos, las
elecciones, los valores de la existencia; gracias a ellas realmente
sabemos lo que es el amor, la valentía, la fidelidad, la bondad, la
pasión erótica, la piedad, el delirio, el miedo, la traición, la
infamia, la exigencia de justicia y de verdad, la búsqueda o el
rechazo de Dios.
Por otro lado, a menudo, el artista, casi como si realmente hubiese
sido invadido por un dios que habla a través de él como lo quiere el
mito, está entre los primeros en olvidar o en violar esa humanidad
que le ha hecho descubrir a los otros. Goethe escribe la tragedia de
Margarita y luego vota por la condena a muerte de una muchacha que
tuvo un destino análogo; en Muerte a crédito, Celine presenta,
genialmente, al antisemitismo como una villana imbecilidad, pero más
tarde, paradójicamente, lo hará suyo; la lista, también en este
caso, es larga. Nos gusta considerar a los escritores cual custodios
de lo universal-humano —violado con mucha frecuencia por la
política—; pero, por ejemplo, en la guerra que disgregó a
Yugoslavia, fueron a menudo los escritores los que incitaron al más
salvaje de los odios nacionalistas. Ni Pirandello, que se adhiere al
fascismo inmediatamente después del asesinato de Matteotti; ni los
escritores franceses que viajan a Moscú para asistir devotamente a
la “Misa roja”, o bien, a las ejecuciones stalinistas de muchos de
sus compañeros comunistas acusados de desviación; son un ejemplo
recomendable de humanidad. Platón sabía que sólo la divina manía del
arte expresa la esencia de la vida y de la verdad vivida, pero
expulsaba a los poetas de su Estado ideal. Esa condena es injusta,
potencialmente totalitaria, y es rechazada, pero de vez en cuando
resulta necesario volver a ajustar cuentas con ella, con la verdad
que ella, retorciéndola, contiene. La poesía no está llamada a
subordinar la existencia a su significado más alto que la
trasciende, como lo hace la filosofía. La manía —recuerda Livio
Garzanti en su fascinante Amare Platón— “produce sueños que la
razón, cuando se despierta, debe interpretar”. La poesía está
llamada a expresar la verdad de la existencia, que también es
brusca, imperfecta y cruel; a expresar el contradictorio corazón del
hombre, en el que hay magnanimidad, pero también bajeza, vanidad y
maldad.
El arte ilumina a fondo estas contradicciones y para hacerlo está
obligada —o naturalmente llevada— a identificarse con ellas, incluso
con las peores; a mimar esa realidad mundana que para Platón es ya
mimesis engañosa de lo verdadero, de lo que, por lo tanto, la poesía
es mimesis al cuadrado. Doblemente falaz, por lo tanto, pero también
necesaria para la verdad, porque es reveladora de ese mundo de
sombras, que el hombre ve en la platónica caverna y que sólo son
ilusorias sombras, pero, en cuanto tales, compañeras de toda la
existencia humana. El Yo poético mismo se siente incierto como una
sombra; el escritor deviene su propio ghost writer, como en la
reciente y original novela de Ermes Dorigo Il finimento del Paese.
El espíritu del hombre, se dice en el Fedro, es portado hacia lo
alto y lo verdadero por un caballo; y arrastrado hacia lo bajo de
sus propias miserias por otro. Quizá la función de todo arte, a
diferencia de la filosofía o de la religión, es la de narrar y
representar lo que le sucede al caballo que nos lleva hacia abajo, o
mejor dicho, a nosotros, cuando lo dejamos con la brida suelta y lo
seguimos, no sólo en desordenadas pero fuertes pasiones, sino
también en vanas enconadas —también en las envidias que testimonian
esos insultos entre poetas, quizá inevitables en la debilidad
humana. Lo que no quita que definir “burdo” al Quijote, como lo hace
Nabokov, es un craso tropezón.
Magris. Entre su obra destacan Utopía y desencanto y El anillo de
Clarice. Traducción de María Teresa Meneses.
Texto tomado de Il Corriere della Sera, 14 de julio de 2006.

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