Herta Müller, Premio Nobel de Literatura 2009
Novelista, ensayista, poeta, la Premio Nobel de Literatura 2009 sorprende con su escritura concentrada, intensa, y sus historias de inquietantes atmósferas. Un fragmento de una novela no traducida al español y un relato de su libro En tierras bajas, publicado por Siruela, muestran en estas páginas la belleza poética de su prosa Herta Müller.
2009-10-10• LABERINTO.
Con la obtención del premio Nobel de Literatura 2009, Herta Müller (1953) es la primera escritora de origen rumano en recibir el galardón más importante del género. Puesto que sus padres pertenecían a la minoría suaba del norte de Rumania, prefirió la lengua alemana para desarrollar su obra. La prosa de Müller se caracteriza por la densidad poética, quizá necesaria para trascender la censura del régimen de Nicolás Ceaucescu. Este aspecto lo comparte con otros autores rumanos como Norman Manea o Mircea Cartarescu; en cambio, con autores de lengua alemana comparte la musicalidad del lenguaje. Mediante este estilo Herta Müller ha logrado representar la atroz realidad de la época más dura que ha vivido Rumania en su historia moderna. Es autora de una veintena de libros de ensayo, novela y poesía entre los que destacan El diablo sentado en el espejo, Hambre y seda y El hogar es lo que se habla ahí. Sus otras traducidas al español son En tierras bajas y El hombre es un gran faisán en el mundo, La bestia del corazón y La piel del Zorro.
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He sido convocada. El jueves a los diez en punto.
Me convocan cada vez más a menudo: martes a las diez en punto, sábado a las diez en punto, miércoles a las diez en punto, uno termina por creer que los años son como semanas. No me sorprende ya que el invierno, luego de este verano extinto, venga más pronto.
En el camino que lleva al tranvía, los arbustos de bayas blancas vuelven a asomar entre las empalizadas. Como botones de nácar que estuvieran cosidos en lo bajo, quizá incluso en la tierra, o como bolitas de pan. Estas bayas son demasiado pequeñas para ser cabezas de pájaros blancos moviendo el pico, pero no puedo evitar pensar en cabezas de pájaros blancos. A ustedes les toca dar el vuelco. Más vale pensar en la nieve moteando la hierba, pero hay algo ahí que se pierde, o tener ganas de dormir a causa de la tiza.
El tranvía no tiene horarios fijos.
Me parece escuchar su ruido, a menos de que sean los álamos con las hojas secas. Ahí llega, hoy me quiere llevar pronto. He previsto dejar subir antes al viejo de sombrero de paja. Cuando llegué, ya esperaba en la parada, quién sabe desde cuándo. No que esté decrépito, sino que también es magro como su sombra, jorobado y sin brillo. En su pantalón, nada de trasero ni de caderas, sólo sobresalen las rodillas. Pero si puede abstenerse de escupir justo cuando la puerta se abra, entonces voy a subir antes que él. Casi todos los lugares están libres, los revisa y se queda de pie. Y decir que estas personas tan viejas no están cansadas, que no se reservan la posición erecta para los lugares donde es imposible sentarse. A veces se les escucha declarar: en el cementerio, habrá mucho tiempo para estar acostado. Diciendo eso, no piensan tanto en morir, y además tienen razón. Eso nunca ha funcionado como tal, también hay jóvenes que mueren. Yo, me siento siempre que no estoy obligada a permanecer de pie. Moverse en la silla es como caminar estando sentado. El hombre me observa, se lo siente de inmediato en este vehículo vacío. Hablar, no tengo la cabeza para ello, si no le preguntaría si quiere una foto mía. Poco le importa molestarme con sus miradas insistentes. Afuera, la mitad de la ciudad desfila, árboles y casas para variar. A esta edad, las personas presienten antes las cosas que los más jóvenes, es lo que se dice. Este viejo tal vez presiente que hoy tengo en el bolso una pequeña servilleta, dentífrico y un cepillo para los dientes. Y ningún pañuelo pues no quiero llorar. Paul no se dio cuenta hasta que punto tengo miedo de que Albu me conduzca a la célula situada bajo su oficina. No le he dicho nada a Paul; si eso sucede, lo sabrá muy pronto. El tranvía avanza despacio. El sombrero de paja del viejo tiene un listón manchado, sin duda por el sudor o la lluvia. Para saludarme, como de costumbre, Albu me besará la mano babeando encima.
El comandante Albu, me levanta la mano tomándola por la punta de los dedos y oprimiendo las uñas tan fuerte que tengo ganas de gritar. Con el labio inferior, me besa los dedos liberando el labio superior para poder hablar. Siempre me besa las manos de la misma manera, pero utiliza siempre palabras diferentes:
—Vaya, vaya, hoy tienes los ojos irritados.
—Tengo la impresión de que te empieza a salir bigote, un poco pronto para tu edad.
—Ah, hoy la bella manita está congelada, esperemos que no sea la circulación.
—Uy, tienes las encías arrugadas, te pareces a tu abuela.
Mi abuela nunca envejeció, digo, no tuvo tiempo de perder los dientes. Lo que le sucedió a los dientes de mi abuela, Albu debe saberlo, por eso él habla de ella.
Una mujer sabe todos los días lo que parece. Y que un beso en la mano primo no hace daño, secundo no es húmedo, tertio debe hacerse sobre el dorso de la mano. Los hombres saben mejor que las mujeres a lo que se parece un beso en la mano, Albu también lo sabe, seguramente. Su cabeza huele a Avril, un eau de toilette francesa que mi suegro, ese comunista de pacotilla, utilizaba también. Entre mis conocidos, nadie lo compraría. En el mercado negro cuesta más que un vestido en la tienda. Puede ser que se llame más bien Septembre, pero no confundo su aroma amargo, el olor del humo que despiden las hojas al quemarse.
Una vez que estoy sentada en mi pequeña mesa, Albu me ve frotar mis dedos sobre la falda, y no es para sentirlos de nuevo sino para limpiarme la saliva. El juega con su cabellera sonriendo con aire plácido. Cuanta importancia, la saliva, eso se enjuaga, se seca sola y no es veneno. Saliva, todo el mundo tiene en la boca. Otros escupen en la banqueta y luego tallan con su zapato porque eso no se hace, ni siquiera sobre la banqueta. Albu no escupe ciertamente sobre la banqueta; en la ciudad, ahí donde no lo conocen, hace de señor distinguido. Me duelen las uñas, pero él nunca las ha aplastado al punto de ponerlas azules. Se desentumecen como manos ateridas que se encuentran de repente con el calor. Tener la impresión de que el cerebro me escurre sobre el rostro, he ahí el veneno. La humillación, cómo llamar a eso de otro modo cuando el cuerpo se siente con los pies desnudos. Pero qué hacer si no se puede decir gran cosa con las palabras, si la mejor palabra es el mal.
Desde la tres de la mañana, intento captar el tic–tac del despertar: con–vo–ca–ción, con–vo–ca–ción, con–vo–ca–ción… En su sueño, Paul se pone a lo ancho de la cama y luego se sobresalta, tan rápido que él mismo se asusta sin despertarse. Es una costumbre. Para mí, es el fin del sueño. Permanezco acostada pero despierta, sé que debería cerrar los ojos para volverme a dormir pero no lo hago. He perdido el sueño muy a menudo y he debido aprender de nuevo cuándo llega. Llega ya sea fácilmente, o ya no llega. En la madrugada, todo duerme, incluso los gatos y los perros sólo rondan la mitad de la noche por los basureros. Cuando se sabe que de todas formas no se podrá dormir, vale más pensar en algo claro en el cuarto a oscuras, que cerrar los ojos en vano. Pensar en la nieve, en troncos de árbol encalados, en habitaciones blancas, en mucha arena: en eso pasé mi tiempo, más a menudo de lo que hubiera deseado, hasta el amanecer. Esta mañana, habría podido pensar en girasoles, y es efectivamente lo que hice pero sin poder olvidar que estaba convocada para las diez en punto. Desde que el sueño, en disfraz de tic–tac, dice con–vo–ca–ción, con–vo–ca–ción, con–vo–ca–ción, no pude evitar pensar en el comandante Albu, incluso antes de cavilar sobre Paul y yo. Hoy, cuando Paul se sobresaltó, ya estaba despierta. Desde que la ventana se había tornado gris, había visto en el techo la boca de Albu magnificada, la punta de su lengua rosa apuntando tras su dentadura inferior, y escuchado su voz burlona:
—Por que estar tan nerviosa, si no hemos hecho más que comenzar.
En verdad es necesario que las convocaciones cesen durante dos o tres semanas para poder ser despertada por las piernas de Paul. Entonces estaré contenta, se verá que habré vuelto a aprender cómo conciliar el sueño.
Cuando vuelva a aprender cómo dormir y que le pregunte a Paul lo que ha soñado, él no se acordará de nada. Le muestro cómo patalea con las piernas, los dedos de los pies en abanico, antes de contraer las piernas encogiendo a la vez los dedos. Aparto la silla de la mesa y la empujo hasta dejarla en medio de la cocina, me siento, estiro las piernas en el aire y repito la escena. Paul encuentra la manera de reírse y yo digo:
—Es de ti mismo de quien ríes.
—Bueno, puede que haya soñado que iba en moto y que te llevaba conmigo, —replica.
Su sobresalto se convierte en un brinco hacia delante como emprendiendo la fuga en pleno salto, se debe a la bebida, imagino. Eso, yo no se lo digo. Tampoco digo que la noche quita a las piernas de Paul su paso titubeante. Es lo que debe pasar, la noche atrapa por las rodillas el paso titubeante, comienza por tirar hacia los dedos, luego hacia la habitación negra como la tinta. Y hacia la madrugada, cuando la ciudad duerme sola, hacia la oscuridad de la calle. Si no fuera así, Paul no podría tenerse en pie al amanecer. Si la noche quita a cada quien su embriaguez, para el alba, debe estar llena como un huevo. Hay tantas gentes que toman en esta ciudad.
Poco antes de las cuatro, las camionetas de los repartidores llegan a la calle de comercio. Desgarran el silencio, zumban demasiado y entregan pocas cosas, algunas cajas de leche, pan y legumbres, muchas cajas de aguardiente. Cuando ya no hay comida, abajo, las mujeres y los niños se las arreglan, las filas de espera se dispersan, los caminos llevan a la casa. Pero cuando ya no hay botellas, los hombres maldicen su vida y desenfundan sus cuchillos. Los vendedores se esfuerzan por calmarlos, pero los hombres no se contienen mucho tiempo, sólo el necesario para volver a salir. Recorren la ciudad en busca de bebida. Las primeras pelean ocurren porque no encuentran aguardiente, las segundas porque están completamente borrachos.
El aguardiente mana entre los Cárpatos y la planicie árida de la región ondulada. Ahí, hay ciruelos que casi esconden los minúsculos pueblos posados en medio de los huertos. Bosques enteros, cubiertos de una lluvia azul al final del verano, con ramas que se doblan por el peso. El aguardiente lleva el nombre de la región ondulada, pero nadie utiliza el nombre indicado en la etiqueta. De qué serviría un nombre si sólo hay un aguardiente en la región, la gente lo llama «Dos Ciruelas» según la imagen de la etiqueta. Las ciruelas con las mejillas unidas una contra la otra son tan familiares para los hombres como la Virgen y el Niño para las mujeres. En ningún cuadro eclesiástico la cabeza del Niño está a la altura de la de su madre. El Niño apoya la frente sobre la mejilla de la Santa Virgen, su propia mejilla sobre el cuello de su madre y el mentón sobre su pecho. Por añadidura, el bebedor y su botella conocen la misma suerte que las parejas en las fotos de boda, se destruyen mutuamente pero no se dejan.
En la foto de mi boda con Paul, no llevo ni flores ni velo. El amor brilla nuevo en mis ojos, y sin embargo es la segunda vez que me he casado. Nuestras mejillas están unidas una a la otra como dos ciruelas. Desde que Paul bebe como alcantarilla, nuestra foto de boda es un presagio. Cuando Paul se va de parranda por las tabernas de la ciudad, ya noche, tengo miedo de que no vuelva a casa y contemplo largamente la foto de boda colgada en la pared, hasta que mi mirada se pierde en el vacío. Nuestros rostros se vuelven turbios, la posición de las mejillas se modifica, hay un poco de aire entre ellas. Es casi siempre la mejilla de Paul la que se aleja de la mía, como si regresara tarde a casa. Pero regresa, Paul siempre ha regresado, incluso después del accidente.
Tomado de La convocation, Ed. Métailié, 2001Traducción del francés de José Abdón Flores
El hombre de la caja de fósforos
El fuego consume la aldea cada noche. Primero arden las nubes.
Cada verano se lleva un granero. Los graneros se incendian siempre en domingo, cuando la gente baila y juega a las cartas. El crepúsculo rueda por las calles como un intestino grueso. Luego arde lentamente allá en el fondo, entre la paja y el entramado de tallos. Y sólo uno lo sabe, el hombre de la caja de fósforos, que ventila su odio por las plantaciones de patatas, detrás de los maizales. En ese huerto arrastraba sacos y escardaba remolachas cuando era un niño enclenque. Dormía en el establo de esa casa, y en ella fue llamado peón por una niña de su misma edad que tenía trenzas rubias y lisas y en invierno comía naranjas y le salpicaba la cara con el fragante zumo de las mondas vacías. Ahora se interna por el maizal, y el susurro que oye a sus espaldas le hace creer que él mismo es el viento.
En la calle, el hombre gordo aún lo sigue con sus ojillos duros, y en la taberna se sienta a otra mesa y sólo de vez en cuando le mira la cara a través del ángulo que forma su brazo.
Y ya empieza a propagarse el fuego, ya se revuelca con sus ardientes faldas rojas y sube hasta los tejados. Y en el cielo de la aldea tiembla ya el incendio.
Fuego, grita alguien, luego chillan dos y al final braman todos la misma palabra, y la aldea entera se agita sobre la colina. Los hombres acuden con cubos.
Llegan los bomberos de su fiesta gremial con una bomba de incendios pintada de rojo que tienda hacia los árboles un brazo chillón y oscilante. Todo crepita y relumbra en torno al gran henil en llamas. Luego se oye un crujido, y las vigas se quiebran y caen a tierra. Y la caldera hierve, y las caras se ponen rojas y negras y se hinchan de miedo.
Me quedo de pie en el patio, y las piernas me brotan del cuello. No tengo sino este nudo en la garganta. Mi gaznate brinca por encima de las vallas.
El fuego me tortura con sus tenazas. El fuego se va acercando, y mis piernas son ya madera negra carbonizada.
Yo he prendido el fuego. Sólo los perros lo saben. Cada noche trasguean por mi sueño. No contarán nada, dicen, pero me ladrarán hasta que muera.
A nuestro patio fueron llegando hombres que vaciaban la leche en el huerto y se llevaban los cubos, y tiraban de la manga de mi padre diciéndole ven, tú también eres bombero y tienen un gorro precioso y un uniforme rojo oscuro. Papá se hizo eco de su clamor y salió detrás de ellos. Papá advirtió su terror en los ojos. Y su uniforme rojo oscuro echó a andar delante de él por el empedrado. Y a cada paso su gorro precioso le comía un trozo de su espesa cabellera. Un sudor cálido me bañaba la frente, las ondas rojas me quemaban el nervio óptico bajo los párpados.
Corro por la pradera. Allí está la multitud boquiabierta.
Y yo.
Siento sus penetrantes ojos en mi nuca.
Y a mi lado está siempre el hombre de la caja de fósforos.
Su codo, al mismo de mi brazo está su codo.
Es duro y puntiagudo.
De sus zapatos caen trocitos de tierra del huerto.
Nadie me mira. Todos no son más que espaldas y talones y lazos de delantal y puntas de pañuelos.
Todos callan.
Y aún hoy siguen callando, pero me excluyen.
Y él gana el juego de cartas el domingo. Y baila fabulosamente, el hombre de la caja de fósforos.
Texto publicado con autorización de Ediciones Siruela