sábado, 3 de octubre de 2009

CARTA DE ALFONSO REYES A MARTÍN LUIS GUZMÁN




En los próximos meses, El Colegio de México publicará Cartas mexicanas de Alfonso Reyes: 175 misivas y mensajes con 54 interlocutores, entre ellos Amado Nervo, Salvador Novo, Juan José Arreola, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Xavier Villaurrutia, y el autor de La sombra del caudillo.


2009-10-03•De portada. LABERINTO.

Autor Anónimo / Cortesía Coordinación Nacional de Literatura-INBA


Las cartas ocupan en la obra de Alfonso Reyes un lugar esencial, son el intermedio entre la conversación y la obra, el puente entre la palabra viva y el texto impreso. Las palabras cruzadas por Alfonso Reyes con sus numerosos amigos y corresponsales representan no sólo un alto y generoso testimonio de ese ciudadano de las letras que fue en todo momento y día con día Alfonso Reyes sino un signo de esa polinización que supo practicar a su alrededor con silencioso pero fecundo resultado. Pero decir ciudadanía es decir política, convivencia organizada y articulada en torno a ideales e ideas. De la correspondencia escrita por Alfonso Reyes se desprende así una concepción generosa de república literaria y artística donde se dan cita en la práctica de la concordia los hombres y mujeres de buena voluntad con quienes el autor ha resuelto hermanarse y a los que ha decidido salvar como remitentes y corresponsales, interlocutores corresponsables de su propio oficio de constructor de puentes.
A la fecha (2009), se han publicado más de cincuenta juegos de cartas o epistolarios, cuyo primer censo tentativo se debe a don José Luis Martínez: alrededor de cinco docenas. De ese más de medio de centenar de correspondencias cabe destacar lo que podría llamarse el “Epistolario mexicano”, del que en estas páginas ofrecemos los siguientes ejemplos.(Nota de Adolfo Castañón)
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17 de mayo de 1930. Río de Janeiro (1)Mi querido Martín:


En mi ejemplar de La sombra del caudillo, (2) ¡que al fin me llega! encuentro esta dedicatoria, de que no quiero hacerme desentendido:
“Para mi querido Alfonso Reyes, cuyo nombre —de claros destellos— no merece figurar en el escalafón del bandidaje político que encabeza el traidor y asesino Plutarco Elías Calles”.
Ante todo, déjeme decirle que el envío del libro me quitó la pena que comenzaba a causarme su olvido. Ni siquiera me ha dicho Ud. si llegó a sus manos mi Fuga de Navidad. (3 ) Esto me tenía triste, porque me hacía temer que persistiera en Ud. cierta impresión que, sin quererlo, le causé en París, y que le llevó a Ud. a decir a un buen amigo común: “A Alfonso, ya lo hemos perdido”. Yo quería explicarme esta impresión de Ud. como resultado de ciertos cuidados que por aquel tiempo me tenían embargado, cuidados que, efectivamente, hacen que uno se pierda para sus amigos. Pero quisiera también darle a Ud. la seguridad de que no me pierde así como así el que una vez me ha ganado. No somos tantos sobre la tierra para andar con esas cosas. ¿No le parece?
Y ahora, vamos a lo nuestro. A mí no es fácil hacerme hablar de política. Es algo que no entiendo muy bien. Muy tierno, tuve, en ese sentido, sacudidas y vuelcos del alma que me han dejado mutilado. Datan… ¡qué sé yo! Creo que de mis primeros recuerdos de Monterrey. Y después me siguen acompañando a lo largo de mi adolescencia, hasta llegar a la prueba definitiva. De ahí mi silencio. Pero esta vez es Ud., Martín, quien me provoca, y a Ud. no puedo desatenderlo. Voy a explicarme con Ud. —entre amigos viejos que se entienden más allá de sus actos con la más completa sinceridad.
Ud. conoce toda mi historia, pública y privada. Ud. sabe bien que, en la primera juventud, cuando la política comenzó a ser para nosotros una realidad, nuestros amigos comunes, los que más influían en la formación de ambos, aprovechando sin duda ciertas condiciones o predisposiciones naturales de mi temperamento —que me hacían permeable a la verdad— me acostumbraron a escuchar críticas y censuras contra lo que para mí era, es y será más respetable entre todos mis sentimientos. Así, con un dolor que yo no le confesaba a nadie, y de que ninguno de Uds. parece haberse percatado, fui aprendiendo a admitir la idea de que lo más sagrado para nosotros pueda tener imperfecciones y hasta suscitar el disgusto de los demás. Y, a propósito de esta insensibilidad que algunos han tenido para mis sufrimientos de hijo, debo decirle que esa objetividad tan cruel y despiadada que a veces muestran mis amigos a este respecto —me llena de asombro. Aquel pequeño pasaje, por ejemplo, que yo en otra carta le reclamé a Ud. (y conste que reconozco que es de lo que menos puede dañarme), aparece precisamente en el mismo libro en que he encontrado las páginas de más sobria y hermosa piedad que un hijo puede consagrar a la memoria de su padre: en El águila y la serpiente. ¿Cómo puede darse esta desigualdad de tratamiento? Yo, siempre que escribo, tengo presentes a mis ojos, como una alucinación, las caras de mis amigos. Me cuesta trabajo entender que ellos puedan olvidarse de mí, de mi corazón, al escribir o decir ciertas cosas.
Pero volvamos a nuestro asunto, y lleguemos a los días de Santiago Tlatelolco y la prisión militar de mi padre. —Yo era muy niño, era el poeta, el soñador de la casa, de quien se hacía poco caso para las “cosas de hombres”. Y Ud. sabe bien (Ud. mismo fue el intermediario de cierto mensaje que, venido de más alto y a través de Alberto Pani, me ofrecía la libertad de mi padre a cambio de mi palabra sobre que él se alejaría y se abstendría de la vida pública) que mis tímidas insinuaciones no servían de nada, y que, así, tuve la inmensa desgracia de perder lo que, con unos pocos más años, un poco de más experiencia y más grosería de espíritu, hubiera podido salvar. (4)
En mi alma se produjo una verdadera deformación. Aquello fue mucho dolor. Todavía siento espanto al recordarlo. Quedé mutilado, ya le digo. Un amargo escepticismo se apoderó de mi ánimo para todo lo que viene de la política. Y esto, unido a mi tendencia contemplativa, acabó por hacer de mí el hombre menos indicado para impresionar a los públicos o a las multitudes mediante el recurso político por excelencia, que consiste en insistir en un solo aspecto de las cuestiones, fingiendo ignorar lo demás. Y, sin embargo, Ud. sabe que soy orador nato. Y Dios y yo sabemos que llevo en la masa de la sangre unos hondos y rugidores atavismos de raza de combatientes y cazadores de hombres, atavismos que —siempre e implacablemente refrenados— son sin duda la única y verdadera causa de mis jaquecas crónicas, y no los intestinos ni el hígado, ni los riñones, ni el páncreas, ni las glándulas endocrinas y demás tonterías de los médicos materialistas, analíticos, tan olvidados de las concepciones sintéticas de Hipócrates, Arnaldo de Villanueva y Paracelso. —Y de propósito me doy el gusto de lucir estas erudiciones, para que vea que tengo bien mascullado y estudiado eso de mis jaquecas: no se burle de mí.
Estábamos, pues, en que se apoderó de mí un desgano político. Más que eso: un pavor. Cuando delante de mí se decía: “política”, yo veía, en el teatro de mi conciencia, caer a aquel hombre del caballo, acribillado por una ametralladora irresponsable.
Salí del país como pude, dejando horrores a la espalda. Mi situación se había hecho insostenible. La gente, en México, había comenzado a hacer de mi actitud un argumento contra mi hermano y hasta contra la memoria de mi padre. Me mandaron a la Legación de París, adonde fui a dar con mujer e hijo en pocos meses. Seguro yo de que aquello se vendría abajo —y era justo que se viniera abajo— me arreglé con las casas de París que publicaban libros en español: Garnier, Ollendorff —editor, desde 1910, de mis Cuestiones estéticas. Me aseguré así la salida, y me senté a esperar que el absurdo reventara solo. Yo no tenía prisa, por lo mismo que no tenía conciencia política, por decirlo así. Un gran eclipse de dolor y desconcierto por dentro: eso era todo. Mi opinión, mi actitud ante el cuartelazo y los demás horrores, habían quedado claramente definidas por mi renuncia a la Secretaría de Altos Estudios, y por mis múltiples y vanas instancias ante mi hermano, para lograr que saliera del gabinete y del país, librándolo a tiempo de todas las penas que luego ha tenido que sufrir. Pero estas expresiones mías fueron reacciones sentimentales inmediatas; no cálculos políticos. Aunque hayan tenido realmente, andando el tiempo, toda la exactitud y el acierto de un cálculo. También entonces influyó en mí la voz sincera de mis amigos. En todo caso, tales hechos fueron conocidos a pesar mío, o sin que yo lo procurara ni me diera cuenta.
En París, me encontré de repente en el aire: a la vez que cesaron desde México a todo el Cuerpo Diplomático, sin dar viajes de regreso, sobrevino en Europa la Guerra, y se cerraron los negocios de las editoriales hispánicas. Yo no tenía la suficiente malicia para comprender que aquella era la ocasión más propicia (no me refiero a faldas) para un joven, en París, amigo de Francia, precisamente a la hora en que todos los jóvenes franceses iban a marchar al frente de combate. Y acaso, aunque se me hubiera ocurrido, la situación me hubiera parecido deshonesta. Yo, simplemente, me sentí intruso en el dolor de Francia. Y me fui a España a ser pobre y a volverme hombre.
No sé para qué le repito esto, que Ud. ya conoce. Conservemos sólo el hecho de mi mutilación política. Desde España, pues, yo los veía a Uds., mis amigos, mezclados con gente que siempre consideré incalificable, y entre cosas que a mí me parecían pesadillas sangrientas. Ud. encontrará justificado que a mí me parezca que todos los hombres que han venido después son muy poca cosa al lado del que yo perdí. —Como Uds. mis amigos, yo pensaba que alguna razón debían tener para aceptar lo que aceptaban, y achacaba a mi incomprensión, a mi enfermedad política, el no entenderlos. Además, siempre ha pesado mucho en mí este modo de razonar: “Siendo así que ahora sucede lo que sucede en México y que yo no puedo impedirlo, preferible que colabore con mi tiempo, tratando de poner orden en el pequeño sector que quede a mi alcance”. Además, todavía, en épocas de naufragio, nadie se anda con muchos remilgos sobre la tabla a que se agarre: y es mucho más importante que se salven, como quiera, los hombres de valores positivos, mis amigos.
Ud. vino a Madrid, de agente nada menos que de Pancho Villa, y hasta publicó Ud. un número único de cierto boletín de noticias, claro es que con el ánimo de “taparle el ojo al macho”, puesto que poco a poco se fue Ud. desligando de aquello. Y Ud. recordará, Martín, que nunca oyó de mis labios un reproche, y que encontró Ud. en mí la más respetuosa aceptación para el camino que Ud. se había trazado.
Como quiera, en esta ocasión, y en muchas otras posteriores, yo los he visto a Uds., mis amigos, andar con gente y andar en asuntos que no siempre me parecen necesariamente mejores que los actuales, ¡al contrario! Y, sin embargo, no quise juzgarlos. Siempre pensé que mi miopía era causa de mis impresiones poco favorables. Y admiré, eso sí —como lo sigo admirando—, esa rara facultad de entusiasmo político, aunque sea entusiasmo negativo, como en el caso de la dedicatoria que me arroja a estas divagaciones, y aunque en Ud. me parezca, en la actualidad, un entusiasmo algo a la fuerza, algo solicitado con un propósito político definido, más que un impulso verdadero. (5)
Cuando volví a la Carrera, por gestiones de José Vasconcelos, y también de ese triste Miguel Alessio —que ha ganado, no sé cómo, los elogios de Ud., y que, no sé por qué, se ha dedicado a atacarme— lo primero que hice fue consultar a mis amigos: “¿Qué pasa en México? ¿Puedo honradamente aceptar el nombramiento de Secretario de Legación?” Porque yo no estaba enterado de nada. José me telegrafió diciéndome que aceptara sin duda, y así volví al servicio. Lo que ha venido después, ha determinado mi continuidad, por una simple regla de disciplina y de cumplimiento a mis compromisos. Las cosas de que Ud. puede quejarse, no me parecen en modo alguno peores a muchas por Ud. aceptadas en otras ocasiones. Mi servicio —Ud. está convencido de ello— no tiene carácter de pacto político, que nadie me ha pedido hasta ahora. Los gobernantes de México —y lo digo en su honor— parecen haber entendido y respetado mi situación de ánimo, y hasta mi visión intelectual de la vida. Yo, que de repente he tenido la candorosa impresión de que Uds. me habían embarcado y ahora se quedaban en tierra (no se ría de mí: así lo he llegado a sentir. ¡Ya ve Ud. si soy políticamente estúpido!), he descubierto que, en el servicio diplomático, mis trabajos pueden prestar cierta utilidad a mi país. Hablo de trabajos de mexicano, y no de trabajos de “partidario”, que nunca he hecho. Los “desterrados” siempre encontraron abiertas las puertas de mis legaciones o Embajadas, y más de una vez he procurado borrar las huellas de ciertas acusaciones que, me constaba, eran meros ataques políticos del momento. Y, siendo así que los últimos sucesos de mi familia, también de mi callo especial o llaga o lo que sea, me iban dejando como desterrado de mi patria, y esto en los precisos momentos en que allá la resurrección, o mejor el nacimiento del espíritu nacional ha comenzado a dejarse sentir —me agarro como de un clavo ardiente a este último recurso que se me ofrecía, la diplomacia—, para no pasar por la vida haciendo figura de descastado o de mal mexicano. Puede Ud. creer que soy absolutamente ingenuo y sincero al asegurarle: 1° que me hubiera agradado mucho más ser capaz de intervenir íntimamente en la cosa pública, modelarla un poco a mi modo yo también, y yo también dejar mi nombre en la historia, correspondiendo así a los compromisos de mi apellido; 2° que no lo hago, quiero decir: no lo intento, por sentirme completamente incapaz de ello, en virtud de los motivos sentimentales que le vengo explicando, a los cuales todavía me falta añadir la autoamputación de haberme arrancado voluntariamente toda idea de rescate o de venganza —cosa que hice por odio al odio, y por asco de esclavizar mi vida al rencor; y 3° que al ver que servía yo de algo en la diplomacia, he llegado a concebir mi situación como una relación abstracta y pura entre mi buena intención y mis esfuerzos por una parte, y por otra, la Idea Mexicana, platónicamente emancipada de todo accidente presidencial o político. Esto durará lo que Dios quiera. Yo sé que con esta doctrina —que por lo demás, no llevo al rojo vivo del envanecimiento, sino que la dejo en la modesta temperatura de mis capacidades, pero consciente de ellas—, sé que con esta doctrina podrían defenderse muchas picardías políticas. Pero, Martín, por Dios, en mi caso ¿no admite Ud. que debe aplicarse, y puede aplicarse sin peligro? Yo no voy a vivir mil vidas, ni voy a tener otra ocasión de servir a mi país fuera de mi vida actual; tampoco voy a poder transformar al país en cosa mejor que lo que es, aun cuando desee este mejoramiento con más ahínco que muchos que hacen profesión de cantarlo. Yo sólo puedo hacer algo por mi país en la actividad que ejerzo. Mis visitas últimas a la tierra me han convencido de que, para otras cosas, me he alejado demasiado, y me lo confieso con todo dolor y con toda claridad. ¡No acabe Ud. de expulsarme de México, que ya bastante me hacen sentir que vivo al margen todos los que —más bien en voz baja, pero su sentir trasciende a sus actos— me culpan de haber pasado en el extranjero algunos años de sufrimiento y trabajo!




Sería ridículo que yo le dijera que sólo esta idea de obligación nacional me mantiene en el escalafón. Hay algo más, y es la necesidad de contar con el sueldo. —Aun antes de que yo se lo explique, ya Ud. ha sospechado que no se trata de ninguna torpeza o vulgaridad. —Sepa Ud., en efecto, que hace tiempo vengo soñando con emanciparme de las obligaciones oficiales y volver, en Europa, a mi vida libre de escritor. Después de todo, ya cumplí mi servicio obligatorio con el país. ¿Por qué, pues, no renuncio y me voy a la calle? Porque necesito vivir en cierto ambiente para dejar bien encaminado a mi hijo (tiene 17 años y sus estudios van algo atrasados por los cambios de residencia); y luego, porque necesito contar con mi sueldo todavía algún tiempo, a fin de poder pagar mis deudas. Mis deudas datan de Buenos Aires, donde no basta todo el oro del mundo, y donde no pude resignarme a que persistiera el descrédito social notorio en que encontré la representación mexicana. La Secretaría me ayudó todo lo que los Reglamentos consienten. Pero estos fenómenos no están previstos por los Reglamentos. Por otra parte, yo no soy hombre de influencias políticas. Ustedes, todos mis amigos, los que han “andado en la bola”, han podido a veces contar con auxilios extraordinarios. Yo he vivido muy alejado, no sé cómo se logra eso, no sé si eso tiene que pagarse después con servicios de acción política a los cuales no me siento llamado. Entonces, he echado mano de mi crédito personal. He abierto una sangría en mis venas. Ahora, después de haber tenido una inmensa deuda (cuyo origen, en parte, se debe a mis necesidades, y en parte, a un inexplicable agujero que un día encontré en mis cuentas y que no he podido entender nunca) debo todavía un buen pico a cierto Banco argentino, y por desgracia durante algún tiempo me siento forzosamente uncido al cargo oficial. Cuente Ud. además que paso una pensión a mi madre, y otra pensión (más bien renta de casa) a mi madre política, en México. El sueldo queda harto mermado. Cuando acabe de pagar mi deuda —cosa que será algo lenta, por lo mismo que la suma fue alta y las condiciones del empréstito ventajosas— recobraré mi libertad. Entonces tendré derecho a soñar en mis libros, y acaso ocasión de trabajar para mí en México, y hacer lo que mis amigos han hecho y yo no he logrado: un poco de dinero para mi independencia, una casita para mí, cualquier punto de apoyo en fin.
Claro es que la Carrera me ha brindado honores, halagos y facilidades incontables, pero también me ha exacerbado la neurastenia, y ha acabado por lastimarme los nervios con eso de hacer y deshacer afectos por todas las tierras. Ya no soy el que era antes. Estoy melancólico, y tengo canas en las sienes. Hoy mismo cumplo 41 años.
¿Por qué, al dirigirse a mí, conociéndome tanto, siente la necesidad de insistir en esa nota política? ¿Es completamente sincero en ello? ¿No es más bien la consecuencia, esto, del propósito de no desperdiciar ocasión para poner el dedo en la llaga? Si es así, ¿qué utilidad puede tener el hacerlo conmigo? ¿O será que, efectivamente, siente Ud. la necesidad, el amistoso deber de llamarme la atención sobre la cosa política? ¿O el disgusto de figurarse, un poco a priori, que yo estoy del todo satisfecho y orgulloso con algo que a Ud. no le contenta? ¿Qué será?
La actitud de Ud., esa actitud, digamos, de “oposicionista”, que mantiene Ud. desde su última salida de México, y que en muchos puntos lo ha llevado a Ud., si no me engaño, a una especie de rectificación de su criterio anterior, se ha exacerbado al sobrevenir la última campaña presidencial.
Esto ya me lo explico más, pues hay más de una razón para simpatizar con José Vasconcelos. Yo no apruebo la actitud que él ha tomado después de las elecciones, porque lo daña a él mismo y le hace daño a México. Respecto a su candidatura misma, nunca quise hacerme ilusiones. Deseo que México llegue a estar en condiciones de ser gobernado por los intelectuales, pero no me parecía llegado el momento. José hubiera sido la primera víctima, y la mayor víctima hubiera sido México. Los enconos que se apoderan, a veces, de esa grande alma son inconmensurables. Yo, de todos, soy acaso el que más ha sentido sus ternuras: ha tenido para mí muchas veces una como caricia de hermano mayor. Cosa rarísima en él que es tan tiránico: hasta lo he visto, en la conversación, huir visiblemente de temas que pudieran dar lugar a una discusión entre nosotros. ¿Es esto un motivo para empujarlo todavía más al despeñadero? Cuando, estando yo en Madrid, me mandó convidar con Manuel Toussaint para que fuera con él a la Secretaría de Educación Pública de reciente fundación, yo comprendí que, con ir a su lado, nada más conseguiría echar a perder una hermosa amistad, por incompatibilidades, digamos, de orden literario (ya Ud. lo conoce); y no quise aceptar. (6) Me di cuenta también de que su desesperación de gran ambicioso, su mucha energía personal y la blandura de los grupos de intelectuales a quienes congregó, salvándolos así de la borrasca, habían contribuido a desarrollar en él ciertas asperezas y salientes que hubiera sido deseable amortiguar. De allí esa lamentable separación de Antonio Caso, y ese rompimiento, tan triste, con Pedro Henríquez Ureña. —Yo recuerdo perfectamente que, en el año 24, los muchachos de la Secretaría (y los más importantes por cierto) me tiraron del saco para que no fuera yo a rectificarle (pues yo ya había abierto la boca) un día que estaba tronando contra Freud (no le faltaba razón) y llamándole yanqui idiota. Y bien, a lo mejor, por nimiedades de éstas, hubiera sobrevenido una disputa enojosa. Me molestaba la equivocación, pero más me molestó, por respeto a él mismo, aquel pacto, entre sus mismos protegidos, de dejarlo equivocarse para no disgustarlo. (7) Esta historia, puede Ud. aplicarla simbólicamente a muchas cosas.
Y ahora, para acabar, dos ruegos: ante todo, no vaya Ud. a creer que en mis palabras hay ironías, sobrentendidos, picones ni retintines: todo está escrito de buena fe, con todo el respeto para su manera de pensar y de obrar, y sin más rodeos que aquellos a que obliga el pudor cuando ya entra hondo en el terreno de la sinceridad. ¡Mire que me descubro sin tapujos, y le entrego, lealmente, todas mis pobres armas!! —Y después: esta carta es para Ud. solo. Antes de que yo me atreviera a dejarla ver a los extraños, tendría que llover mucho, y quizá sea mejor que antes llueva tierra sobre nosotros dos. (8)
Tenga la seguridad de que he querido romper ese leve tabique que el tiempo se empeña siempre en ir levantando entre las amistades viejas.
Estoy orgulloso de su éxito literario. Yo ya sabía que en Francia gustaría más lo de Ud. que lo de Azuela. En Francia son de mi misma opinión. Libros como los suyos, acabarán por hacer de México un verdadero país literario. ¡Cuánto siento no tenerlo cerca para hablarle de estas cosas!
¿Quiere saludar a los suyos en nombre de toda esta casa?
Estoy algo solo en el Brasil. ¡Un mes apenas largo! ¡Y con tal desgarramiento al arrancar de Buenos Aires! Me rodea un ambiente de campo y de montaña, cantos de gallo, ladridos de perro. —Siempre me acompañan algunos libros. Entre ellos, aquí enfrente, estoy mirando su retrato, Martín. (9)
Suyo Alfonso
* Guzmán / Reyes. Medias palabras. 1913-1959, edición, prólogo (epistolar), notas y apéndice documental de Fernando Curiel, Universidad Nacional Autónoma de México, México 1991, pp. 134-141.
1 Nota retenida a la postre. Según se desprende de la anotación manuscrita del propio Alfonso Reyes: “no se envió”. [N. de FC.]
2 Novela publicada originalmente por entregas en tres periódicos (dos de los Estados Unidos: La Prensa de San Antonio y La Opinión de Los Ángeles, y uno de la ciudad de México: El Universal, entre 1928 y 1929), y editada como libro en 1929, con modificaciones considerables. [N. de AC.]
3 Alfonso Reyes, Obras completas, II, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, pp. 135-137. [N. de FC.]
4 Discurridos los años, Alfonso Reyes desarrolla un agudo complejo de culpa por no haber aceptado la propuesta del Presidente Madero y tratar de persuadir al general, su señor padre. De otra parte, al tiempo que escribe Guzmán, hállase facturado Oración del 9 de febrero (cuyas páginas, por cierto, desmerecen ante las pergeñadas por Rodolfo, el hermano, testigo presencial y casi víctima). [N. de FC.]
5 Afirmación interesante: Guzmán, que se sabía descolocado políticamente en 1914 ¿empezaba a re-colocarse desde el maximato en albores? [N. de FC.]
6 De la correspondencia Vasconcelos-Reyes aparece lo contrario: que sí aceptó (véase Claude Fell, op. cit, pp. 36-55). ¿Sembrar en el ánimo de Vasconcelos, su protector en México, la impresión contraria a los deseos profundos, de su disponibilidad a regresar a México y jugársela con él, no es esmerada faena política? ¿Escapa, a las habilidades innúmeras de Reyes, la política? ¿Cómo entonces consiguió frustrar los nexos “ateneísmo”-“reyismo”, movimiento este último al que se oponía? ¿Salir airoso a la tragedia nacional y familiar de 1913? ¿Sobrevivir, una vez recobrado por el Servicio Exterior, en destinos como España, Francia, Argentina, Brasil? ¿Trocar su despido de 1938 en la Casa de España? ¿Conducir por aguas no siempre venturosas El Colegio de México? ¿Sujetar a su impulsivo y levantisco timonel, D. Daniel Cosío Villegas? etcétera. A éstas y otras reflexiones invita la carta no enviada (pero sí, repito, aprovechada en 1932 y calcada en 1954). [N. de FC.]
7 Es de imaginarse que razones semejantes alejaron a su vez a Guzmán de Vasconcelos durante el “vasconcelismo cultural” (1920-1923). No sólo la mala pasada neoyorquina. El “helenismo”. [N. de FC.]
8 Inexacto. De la carta toma nota, recuérdese, “Sócrates”. [N. de FC.]
9 Ahora no viene al caso indagar por qué la carta no fue mandada por AR a su destinatario a pesar de la insolente dedicatoria que la provoca. Subrayemos, sin embargo, que acaso las razones para no enviarla estaban entrelineadas en la misiva misma, en más de una ocasión (por ejemplo, “yo no soy hombre de influencias políticas. Ustedes todos mis amigos, los que han ‘andado en la bola’ han podido a veces contar con auxilios extraordinarios” o bien: “Yo que de repente he tenido la candorosa impresión de que Uds. me habían embarcado y ahora se quedaban en tierra”) desautoriza al destinatario. [N. de AC.]

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