Cuántos miserables me he tirado*
Fernando Reyes Trinid
No podía confiar en una prostituta
cultural capaz de vender a su madre
con tal de publicar un libro.
Enrique Serna
Los que se dedican a las letras son cobardes y miserables, me dijo mi primer maestro de literatura en la secundaria. Por lo menos con él se constataba la premisa. Él me indujo por el sinuoso camino de las letras y aquellos otros senderos que la acompañan. Cómo escribir un cuento, fue una pregunta que le hice a él y le he venido haciendo a todos los maestros y escritores que he conocido por ya más de quince años, y todos contestan casi lo mismo: encuentra tu estilo, debes descubrir al narrador que llevas dentro, los personajes adquieren vida propia, la historia te lleva consigo, o
el clásico: escribiendo, escribiendo, escribiendo hasta que encuentres el sentido, la estructura, el cuento mismo.
Alguien me dijo una vez: haz todo lo que quieras pero que nunca se descubra que eres tú quien lo está escribiendo, y por esa sentencia he decidido escribir esto, que no sé si sea cuento, relato o una simple confesión, desde la perspectiva más evidente de mi autoría. Le hablaré más al lector, escribiré para él, porque eso es lo que más me considero: una lectora. Pero, por favor, "lector indulgente", "hipócrita lector", "pío lector", "oh, lector encabritado", te pido que no me mal interpretes y no pienses jamás que soy yo una de esas
lectoras voraces, que leo todo lo que me llega a las manos, ni mucho menos vayas a creer que soy quien escribe porque es una necesidad o porque no
sé hacer otra cosa que expresarme con palabras; por favor, sé (del verbo ser a huevo), como lo pidiera Stendhal, un "lector malévolo", y deja de creer en pendejadas.
Comenzaré, como mis alumnos de secundaria, diciendo que me llamo Laura Victoria, casi treinta años de vida y como puede notarse no me llevo muy bien con ella. Sobre mi familia no quiero decir nada, no tengo hijos y tampoco creo en la amistad. Lo que quiero decir es algo sobre lo que conozco y lo conozco muy poco, por cierto: la literatura, la escritura y, sobre todo, los escritores, los que se dicen ser escritores. Al menos yo puedo clasificarlos desde aquella perspectiva que me dio mi maestro-amante de literatura: de una, de otra o de varias maneras, todos son cobardes y miserables;
somos, puntualizaré. Todos lo son, aquí trataré de comprobarlo (lugar común es decir que la literatura
no comprueba), desde él, como ya dije, (nótese que estoy haciendo evidente mi foco narrativo) todos los escritores que he conocido, casi todos íntimamente (qué horrible suena esto), con quienes me he acostado (suena mejor, o al menos más directo), literalmente
acostado, y nada más, porque muchos han entrado en crisis existencial tratando de cogerme, o en arrebatos machistas cuando se dan cuenta que soy yo quien se los está cogiendo, todos ellos son cobardes y miserables...[
en las líneas arriba escritas, podría mejorar mucho la redacción; veré si lo hago al final]. Cobardes porque jamás enfrentaron su realidad, porque prefirieron disfrazarla por medio de historias y personajes tan ficticios como ellos mismos. Los lectores tampoco nos salvamos: vivimos la vida de otros, nos emocionamos con sus enredos existenciales o eróticos, y nos inmiscuimos en sus laberintos donde la pasmosa cotidianidad es lo único que los salva. Somos miserables, escritores y lectores, en más de un sentido: desde nuestra economía hasta el hecho de entrarle a las más asquerosas competencias con tal de ver nuestro nombre impreso... (...los puntos suspensivos aparentan sacarnos de un apuro cuando queremos trasladarnos temporal, espacial y temáticamente...).
Hoy me siento más infantil que nunca, por eso estoy escribiendo con la influencia de mi mejor escuela: la de mis alumnos, cuya única escuela es la ignorancia. Qué envidia la de esos mocosos que escriben sólo por hacerlo, porque es su tarea de literatura. Tan libres los cabrones, como pocos escritores, como pocos estilos, como pocos lectores, como pocos maestros de literatura. Este último oficio (no lo considero profesión) es, de todos, el más cobarde y miserable, además de absurdo: cómo es posible que exista un oficio que consista en "enseñar" literatura, en explicar lo que ni los pobres escritores entienden. Cobarde porque el que se dedica a ello no pudo dedicarse a leer por puro gusto.
Hoy, en estas líneas, en este párrafo, me siento la más miserable de todos. Porque no sólo estoy haciendo el papel de escritora, ni el de lectora, ni el de maestra de literatura, sino que también estoy actuando como… [
tal vez debo dejar este aspecto para el final del texto /queda pendiente]
Hoy me ha tocado ser tan ficticia como la literatura, tan irreal como los escritores. No los odio, puedo decir que me encanta estar en sus fantasías: sus anécdotas falsas, su ridícula petulancia, su medroso ateísmo, en su machismo disfrazado y mal disimulado, y, por supuesto, me fascina estar en sus fantasías jariosas, en sus eyaculaciones intelectuales, en sus chisguetes lingüísticos, en sus manuelas mentales, me regodeo escuchando los lugares comunes en que siempre caen cuando su intención es evitarlos. Prefiero ser la personaja de sus chaquetas que la de sus escritos. A veces creo que toda la narrativa mexicana actual podría denominarse
Doce variaciones sobre la misma puta. Con la que me fui después de un concierto, de una exposición o de la presentación del libro de. La que conocí en una fiesta y me prendió con sus cadencias. La que veía revistas en Samborn´s o fotos en el Museo de Arte Moderno. La ama de casa aburrida que fue de compras a. La bella estudiante universitaria que alucina porque sale con un escritor y quiere conocer el ancho mundo y los más mundanos placeres (ésta es una de las máximas macrochaquetas de los miserables).
Debo confesar que yo fui, al principio del enajene, una de estas alucinadas, que se querían tragar el mundo y otras cosas. También debo confesar que mundo casi no he tragado. Mi primer
contacto real con las letras fue cuando fui
presentadora de los
presentadores durante la
presentación de la novela de un amigo de mi primer maestro literario, con quien, ya lo dije, tuve mi primer
contacto ficticio. Mi antiguo profesor me seguía buscando cuando estaba ya a punto de salir de la preparatoria, donde yo me jactaba de conocer el mundo de los escritores. Cada vez me acostaba menos con él, y, por tal razón, se esforzaba en invitarme a eventos de mayor
calidad y prestigio literarios, decía, dando patadas de ahogado por conseguir por lo menos un faje. Esta vez logró hacerme partícipe del show, y yo alucinaba con ese primer paso dentro de aquella fauna. Tener menos de veinte años es de suyo una ventaja sobre el talento, el carisma, la gracia, la simpatía. No tener surcos en la cara y en el cuerpo, que no se note el peso de la vida en los gestos y en la plática ya equivale a ser talentosa y carismática: cuando se tienen 18 años siempre lo serás.
Aquella noche, todavía con mis carnes en su lugar, fui la envidia de mi maestro, fui el sueño lascivo de los asistentes, que más disfrutaron ver mis nalgas que escuchar mis palabras. Me porté cariñosa con mi padrino, fui coqueta con todos. No los identifiqué del todo, supe que irían escritores de “calidad y prestigio”, confundí autores y obras, pensé más en el escritor que en la escritura, me desinhibí, tomé bastante vino de honor, seguí la fiesta, me insinué a muchos, acepté muchas invitaciones, di repetidas veces mi número, mi nombre, mi mail, incluso mis medidas a un escritor gordo y lujurioso. Sabía que ésa era mi oportunidad de relacionarme, tenía que ser amable, no importaba con quién, no importaba qué tanto. Supe después que había compartido la mesa con un famoso y odiado crítico literario y con un joven escritor quien a los treintaypocos años sería agregado cultural. "Creo que eres la mujer más afortunada de esta noche y de este planeta" me dijo el festejado. "Si me dices que por haberte conocido, me insultará tu falta de originalidad", le advertí con un desparpajo tan natural y una inusitada seguridad que me sorprendieron de verdad. Quizá era el contexto que me contagiaba, quizá tanto alcohol o quizá que me gustaba el tipo. "No, no por eso, no por compartir la mesa con tanta personalidad, no por tu debut literario, eres afortunada porque de ahora en adelante serás la musa que muchos habíamos estado buscando, entre tantas griegas ya pasadas de moda". No se me hizo tan original ése ni otros comentarios que hizo durante la tertulia, pero fui condescendiente con él (En realidad, no sé cuáles fueron los atributos de Lesbia, de Beatriz, de Laura, de Isabel Freyre, de Fuensanta, para considerárseles como musas). Decidí que era tiempo de acostarme con alguien que aparentaba ser un verdadero escritor y un excelente amante. No fue ni una ni otra cosa. Lo mismo me sucedió con algunos otros quienes no dejaron de buscarme desde aquella "presentación". En todos los casos, siempre las mismas propuestas: "por qué no me acompañas y de una vez te presto esa novela de", "te invito y sirve que escuchas el disco que", "no soy un chef pero si vieras qué bien preparo la", y otros pretextos tan obvios como ésos.
Desde la primera invitación, yo he aprovechado y siempre me llevo prestados algunos libros o discos. No recuerdo hasta ahora alguien que me haya pedido que se los devuelva, o quizá por eso hay quienes me han dejado de invitar. Porque, otro lugar común, es "para mí lo más valioso son mis libros o mis discos". A estas alturas no sé si es masoquismo aparentar que me intereso en su colección fraseológica: "he de tener alrededor de ocho mil volúmenes", "escucha este disco, te va a encantar", "mira, aquí estaba en", "y mira ésta, cuando conocí a", "ya te conté, cuando estuve en", "este cuadro me lo regaló el mismísimo", "esta escultura tiene una historia fabulosa, quieres que te la", "este vino estuvo añejado durante". Si no fuera miserable y cobarde como soy les diría sí, sí, eres magnánimo, eres tan importante que conoces gente tan importante, les preguntaría qué es ser importante, y para qué sirve la fama... les diría ya cállate y a ver si tú me coges rico.
Estudié literatura e ingresé a dos escuelas de escritores. ¿Podrás creerlo, querido lector?: ¡Escuelas de escritores! La carrera (sic) no la terminé y en las escuelas sólo me enteré de las tendencias, los vicios, las perversiones, los ridículos, los amasiatos, y cosas por el estilo de los escritores en vida.
Creo que estas disertaciones literofóbicas no te dirán nada, a menos que tú seas también un cobarde o miserable más inscrito en este mundillo irreal, chaquetero, donde el lunes puedes echar pestes contra el gobierno y el martes ya estás mamando de las chiches del presupuesto; donde te la pasas veinte años negándote al matrimonio y, al final, lo más valioso es tu cartera y no sólo por los billetes sino por las fotos que traes de tus hijos, si no es que también una estampita de la Virgen Morena, porque en lo que respecta a cuestiones espirituales, los escritorcillos y los intelectualillos sí se friquean mucho, o acaban siendo cristianos de templo completo o se tragan un frasco de pastillas. Éste es la parte que a mí me ha tocado vivir. Me imagino que hay otra versión; la de la literatura en serio, la auténtica, aquella que no conoceré porque, para empezar (mejor dicho para terminar) yo no soy auténtica. Tampoco real (¿quién lo es?). No soy más que una cobarde y miserable voz de un escritorzuelo de pacotilla, uno más, de los que hay tantos, en este país donde no hay lectores.
Acabaré con un final tan miserable como el texto mismo, como el autor y como mi propia personificación.
Cobarde es el escritor que me utilizó para decir lo que él no se atreve a decir con voz propia. Miserable es quien ha utilizado este discurso mal construido para hablar mal de él y de sus colegas. Más cobarde soy yo por haberme dejado utilizar de esta manera y más miserable por no ser personaja de un mejor escritor.
* Publicado en la antología "Por el placer de contar", D.R. Cátedra Miguel Escobar, editada por Alex Campos