Alejandro
Álvarez
Hace mucho
tiempo existió un pueblo de nombre San Juan de los Perros. Derivó su nombre de
la existencia abundante de esos cuadrúpedos ladradores que habitaban tanto en
los domicilios de las familias de todos los niveles económicos, como vagabundos
en las calles y aun en forma semisalvaje en los llanos cercanos donde se habían
adaptado a alimentarse de reptiles, insectos y casualmente de algún roedor descuidado.
Hasta el pueblo llegaron un día unos personajes que se presentaron como
empresarios, dispuestos a darle al pueblo un empuje hacia la modernidad, para
lo cual no iban a escatimar inversiones aunque parecieran riesgosas. La
vocación y los recursos naturales del pueblo estaban a la vista: la producción
y venta de perros. Ofrecieron inicialmente comprar los perros a un precio de
cinco pesos el ejemplar, sin más comprobante de propiedad que el propio animal
llevado, de preferencia, con su correa. Los primeros en resentir este empuje de
la modernización fueron los perros callejeros. La vía pública se convirtió en
zona de caza. Se veía en las esquinas a grupos organizados esperando caerle
encima el primer can que se presentara. La imaginación popular produjo
ingeniosas trampas. Al final del día se veían grandes filas de ciudadanos con
su respectivo perro esperando canjearlo por sus cinco pesotes. Llegando al
mostrador se pagaba de inmediato y sin averiguaciones. De ahí nació el dicho
del pueblo “perro brincado, perro pagado”. Los empresarios recibieron un trato
privilegiado por parte de las fuerzas vivas sanjuanenses, no les faltaban
invitaciones a cenar con esta o con aquella renombrada familia agradecida por
la desinteresada inversión que estaban realizando en bien del pueblo. El único
periódico les dedicaba titulares a ocho columnas y la única estación de radio
no se cansaba de entrevistarlos en los noticieros matutino y nocturno. Pronto
acabaron con los perros sin dueño y se anunció una segunda etapa del proyecto: en
adelante se pagarían diez pesos por perro. Aunque al principio se generaron
serios enfrentamientos intrafamiliares, nunca faltó la inteligente intervención
de un miembro de la familia para que se aceptara vender los fieles animales del
hogar a cambio de un dinero que podía convertirse en un beneficio inmediato.
Incluso, decían, se iban a ahorrar todos los gastos y trabajo que implicaba
mantener un perro o varios en casa. En un abrir y cerrar de ojos las perreras
de los empresarios se vieron abarrotadas con toda la población canina procedente
de buenas familias. Así se encontraron perros con pedigrí mezclados con otros
de origen indescifrable. Calles, parques, casas y lugares de paseo parecían de
otro planeta sin perros que mearan un poste, que se zurraran en las banquetas o
que ladraran al cartero. Y así llegó la tercera etapa del proyecto: en adelante
se pagarían cincuenta pesos por perro. La única jauría disponible para el
negocio era la que deambulaba por los llanos y barrancas a varios kilómetros de
distancia. Había que organizar expediciones de varios días. Planes y cuentas iban y venían cuando el que parecía ser el
principal empresario compra perros anunció que partiría unos días, pero dejaría
al frente del negocio a su acompañante con capital suficiente para culminar el
gran proyecto. Al siguiente día de la partida el empresario que quedó al frente
del negocio llamó a una reunión urgente de la comunidad. Consciente de la
dificultad y peligros que implicaban la cacería de perros salvajes les proponía
un negocio donde, de acuerdo a la filosofía financiera reinante, todo sería
“ganar, ganar”. Él estaba dispuesto a venderles los perros encerrados en las
perreras en la ridícula cantidad de veinticinco pesos el ejemplar, pero todo
tenía que hacerse de inmediato y con la mayor discreción. Las cuentas no podían fallar, invertían
veinticinco pesos en un perro y lo venderían en cincuenta. Un negociazo. Inmediatamente se armó un
alboroto y en todas las casas se oía cómo se rompían los cochinitos de ahorro,
se sacaba dinero de debajo de los colchones, y se apersonaban a comprar cinco,
diez y hasta treinta perros de un jalón. A la media noche no había un solo
perro en las enormes perreras, otrora atiborradas. Desde entonces nunca más se
volvió a ver a ninguno de los vigorosos empresarios en San Juan de los Perros. Se
llevaron el dinero del pueblo y dejaron a los perros. Eso sí, todos con dueño.
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