lunes, 22 de julio de 2013

SAN JUAN DE LOS PERROS


Alejandro Álvarez


Hace mucho tiempo existió un pueblo de nombre San Juan de los Perros. Derivó su nombre de la existencia abundante de esos cuadrúpedos ladradores que habitaban tanto en los domicilios de las familias de todos los niveles económicos, como vagabundos en las calles y aun en forma semisalvaje en los llanos cercanos donde se habían adaptado a alimentarse de reptiles, insectos y casualmente de algún roedor descuidado. Hasta el pueblo llegaron un día unos personajes que se presentaron como empresarios, dispuestos a darle al pueblo un empuje hacia la modernidad, para lo cual no iban a escatimar inversiones aunque parecieran riesgosas. La vocación y los recursos naturales del pueblo estaban a la vista: la producción y venta de perros. Ofrecieron inicialmente comprar los perros a un precio de cinco pesos el ejemplar, sin más comprobante de propiedad que el propio animal llevado, de preferencia, con su correa. Los primeros en resentir este empuje de la modernización fueron los perros callejeros. La vía pública se convirtió en zona de caza. Se veía en las esquinas a grupos organizados esperando caerle encima el primer can que se presentara. La imaginación popular produjo ingeniosas trampas. Al final del día se veían grandes filas de ciudadanos con su respectivo perro esperando canjearlo por sus cinco pesotes. Llegando al mostrador se pagaba de inmediato y sin averiguaciones. De ahí nació el dicho del pueblo “perro brincado, perro pagado”. Los empresarios recibieron un trato privilegiado por parte de las fuerzas vivas sanjuanenses, no les faltaban invitaciones a cenar con esta o con aquella renombrada familia agradecida por la desinteresada inversión que estaban realizando en bien del pueblo. El único periódico les dedicaba titulares a ocho columnas y la única estación de radio no se cansaba de entrevistarlos en los noticieros matutino y nocturno. Pronto acabaron con los perros sin dueño y se anunció una segunda etapa del proyecto: en adelante se pagarían diez pesos por perro. Aunque al principio se generaron serios enfrentamientos intrafamiliares, nunca faltó la inteligente intervención de un miembro de la familia para que se aceptara vender los fieles animales del hogar a cambio de un dinero que podía convertirse en un beneficio inmediato. Incluso, decían, se iban a ahorrar todos los gastos y trabajo que implicaba mantener un perro o varios en casa. En un abrir y cerrar de ojos las perreras de los empresarios se vieron abarrotadas con toda la población canina procedente de buenas familias. Así se encontraron perros con pedigrí mezclados con otros de origen indescifrable. Calles, parques, casas y lugares de paseo parecían de otro planeta sin perros que mearan un poste, que se zurraran en las banquetas o que ladraran al cartero. Y así llegó la tercera etapa del proyecto: en adelante se pagarían cincuenta pesos por perro. La única jauría disponible para el negocio era la que deambulaba por los llanos y barrancas a varios kilómetros de distancia. Había que organizar expediciones de varios días. Planes y cuentas  iban y venían cuando el que parecía ser el principal empresario compra perros anunció que partiría unos días, pero dejaría al frente del negocio a su acompañante con capital suficiente para culminar el gran proyecto. Al siguiente día de la partida el empresario que quedó al frente del negocio llamó a una reunión urgente de la comunidad. Consciente de la dificultad y peligros que implicaban la cacería de perros salvajes les proponía un negocio donde, de acuerdo a la filosofía financiera reinante, todo sería “ganar, ganar”. Él estaba dispuesto a venderles los perros encerrados en las perreras en la ridícula cantidad de veinticinco pesos el ejemplar, pero todo tenía que hacerse de inmediato y con la mayor discreción.  Las cuentas no podían fallar, invertían veinticinco pesos en un perro y lo venderían en cincuenta.  Un negociazo. Inmediatamente se armó un alboroto y en todas las casas se oía cómo se rompían los cochinitos de ahorro, se sacaba dinero de debajo de los colchones, y se apersonaban a comprar cinco, diez y hasta treinta perros de un jalón. A la media noche no había un solo perro en las enormes perreras, otrora atiborradas. Desde entonces nunca más se volvió a ver a ninguno de los vigorosos empresarios en San Juan de los Perros. Se llevaron el dinero del pueblo y dejaron a los perros. Eso sí, todos con dueño.

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