G.B. ALDACO/ ENVIADA ESPECIAL
Cuando arribamos el asado ya estaba listo, así lo denunciaban el
aroma y la disposición de la mesa preparada, gesto infaltable en anfitriones
afables y obsequiosos. Los vinos posados sobre el mantel blanco y una guitarra imaginada
reclinada por ahí, eran leves insinuaciones de que nos veríamos tentados a
alargar la noche.
Era el último día en Santiago y el cariño continental, generado durante
ese lapso de encuentro y convivencia, se fundía con una nostalgia prematura,
prolegómeno de la que, rotunda, se encarnaría la mañana siguiente, la de la
separación definitiva después de casi una semana de compartir nuestra
literatura entre nosotros y con los otros.
Escritores de Chile, Argentina, Colombia y México, gracias a la
convocatoria generosa del poeta chileno Patricio Morales Lizana, hubimos de
templar nuestras voces al ritmo del clima del Valle de Colchagua, tan cambiante
como diversos los temas, estilos, giros, de los fragmentos que cada uno íbamos
brindando en cada lugar en que nos presentábamos. Nómadas de la palabra,
paseamos nuestras voces por escuelas, recintos culturales, cafés, bares,
calles, veredas y hogares como el que nos acogía esa tarde.
Las actividades estrictamente literarias se combinaron todo el
encuentro con tertulias públicas y privadas, música, visitas a museos y a
sitios emblemáticos de las comunas de Chépica, San Fernando y Santa Cruz. Nuestro
poeta líder se encargó de nutrir nuestra agenda; ya habría tiempo para el
descanso. Entre lectura y lectura ¿cómo no ir a visitar un viñedo y escuchar el
testimonio de un hombre cuyos padres, abuelos y bisabuelos vivieron del cultivo
de la uva, y culminar con la degustación de un vino artesanal de su propia
cosecha? ¿Cómo no permitirnos atestiguar, guía de por medio, un embalse que ha
permitido que pequeños productores del valle puedan seguir viviendo de la
siembra? ¿Cómo no visitar el Museo del Valle de Colchagua y apreciar, con
profunda reverencia, la comunión histórica latinoamericana a través de los
objetos ancestrales, y otros no tanto, ahí expuestos? ¿Cómo no soltar las
emociones al pasearse por el pabellón dedicado a la proeza del rescate de los 33
mineros atrapados durante 69 días a 622 metros bajo tierra, en la mina San José
(Provincia de Copiapó, Atacama) después del derrumbe ocurrido el 5 de agosto de
2010?
Henchidos de poesía, historia y cultura nos encontrábamos al
finalizar las actividades, pero sobre todo pletóricos de esa empatía única que
surge entre colegas de América Latina, por el simple hecho de conocerse,
convivir, compartir. Nos une una historia de siglos, la conciencia del despojo
originario, un mismo testamento racial, la herencia de las venas abiertas, las
independencias, las dictaduras y las revoluciones, los desequilibrios entre
derechas e izquierdas y sus secuelas inclementes, la sensación de no terminar
de llegar nunca a un estadio que imaginamos y añoramos desde siempre, pero que no
hemos visto ni siquiera de lejos como una realidad tangible.
Nos une el “de qué se ríe, de qué se ríe, señor ministro” de
Benedetti; los “golpes en la vida tan fuertes, yo no sé” de Vallejo; el “América,
no invoco tu nombre en vano” de Neruda; los “Cien años de soledad” de García
Márquez; “Los amorosos” de Sabines; el “Es que somos muy pobres” de Rulfo.
También el “¿Hay
algo, pregunto yo/ más noble que una botella/ de vino bien
conversado/ entre dos almas gemelas?” de Nicanor Parra. Y perdón, nos
inunda tanta, tanta poesía, tanta literatura, que seguir retrotrayendo a
nuestros autores sería como desafiar al hilo de Ariadna de nuestro inigualable acervo.
Y en el más acá de nuestro habitus,
nos reconocemos e identificamos en nuestras formas de educarnos, en el papel de
la familia en nuestras vidas, en la devoción por nuestras padres y abuelos, en
la veneración por nuestra casa materna y paterna; en las permanentes crisis en
que hemos nacido, crecido y desarrollado, pero también en la bondad de nuestras
pequeñas misiones como propagadores de la palabra, y con ella, de la libertad.
La travesía no pudo coronarse mejor porque fue en la casa de una
familia chilena, muy parecida a la de cada uno de nosotros; la familia
obsequiosa del asado, las salsas preparadas, los vinos, los abrazos, el calor
de hogar. Nos sentimos en ella como en nuestros nichos de origen, y la comida
compartida, los brindis, las risas, el canto, las bromas, pero sobre todo la
vuelta a la transmisión oral de la poesía, nos hizo hermanarnos para siempre.
“Compañeros poetas, tomando en cuenta los últimos sucesos…”.
Gracias, poetas; gracias, literatura; gracias, hermandad
latinoamericana.
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