Alejandro Álvarez
El Instituto Nacional de Antropología e
Historia (INAH) confirmó
hoy daños en casi
cincuenta por ciento de la superficie de la escultura de Carlos IV, conocida
como "El Caballito",
debido al inadecuado proceso de intervención al
que fue sometida por la empresa contratada por autoridades del gobierno del
Distrito Federal, quienes actuaron sin el aval del Instituto (El Universal, 8
de octubre 2013).
Eran las
diez de la mañana de la primera semana de septiembre, el funcionario del
gobierno del DF bien perfumado, con su traje impecable y el pelo engomado se
dirigía a la estatua El Caballito acompañado del jefe de restauradores de la
compañía recién contratada. Ya al pie de la escultura se da la siguiente
conversación:
Funcionario
(F): – ¿Cómo la ve ingeniero, verdad que ya necesita su manita de gato la
‘estuatua’?
Restaurador
(R): – ¡Puta! Que si no. Mire nomás como la tienen descuidada. Yo creo que
nunca le han dado su mantenimiento de ley. Con perdón de usted pero está más cagada
que un excusado de mercado ¿Hace cuánto tiempo dice que inauguraron a este
jinete con su cuaco?
F: – Pues la
mera neta ni sé, pero ya lleva sus añitos. Mire nomás cómo anda vestido el
fulano este. Parece que estaba en un desfile de Carnaval.
R: – Pos le
va a salir carito ¿eh? Se va a llevar un chingo de reactivos y mano de obra.
F: – Por la
lana no se preocupe inge. Lo que queremos es que luzca, que brille reluciente
para impresionar al mero-mero, ya sabe. Se va a ir pa’ tras cuando vea este
caballito echando tiros.
R: – Pos tiros no va a echar porque ni pistola
trae este charrito montado pero me cae que si va a dar una mejoradota.
F: – Oiga y
si no es secreto profesional ¿cómo le va a hacer?
R: – Mire
licenciado, para usted no tengo secretos. ¿No la vaya a usted a agarrar por
otro lado, eh? Bueno, hecha la aclaración ahí le va. Para estos fierrotes bien
oxidados lo primero es darle una buena escobeteada con uno de esos cepillos de
cerdas gruesas de acero. Tumbarle bien bien toda la costra que se pueda. Luego
con detergente de esos que usan los mecánicos le damos su lavada y otra
escobeteada. La dejamos reposar y ya seca la fierriza la chorreamos con un
ácido bien chingón. Tenemos que usar máscaras de tan cabrón que está. Hasta se
llegan a marear los maistros que traigo si están expuestos mucho tiempo a esos
vapores.
F: – ¿No
será muy agresivo el tratamiento para los trabajadores?
R: – ¡Nooo
que va! Los tengo bien acostumbraditos a las chingas pesadas. Lo que sí las
garras que traigan puestas quedan hechas tiras. No les queda ni un pedacito de
tela buena. Y si les salpica en la jeta no le cuento las llagotas que se les
hacen.
F: – ¿Y ya
después de la restregada con el ácido ése queda chido y brillososo el metal?
R: – ¿Cómo
cree que con eso nomás lic? El ácido disuelve bien el sarrito que le queda
después del cepillón, pero queda opaco, sin lustre. Aquí viene después un par
de compitas que son unas flechas en el maneo del esmeril con el que le dan una
pulida a fondo a todísima madre. Tienen discos de distinto diámetro hasta unos chiquitines
que parecen de joyero. Son tan cabrones mis chalanes que desbastan puntas y
filos a todos los fierros hasta dejarlos bien lisitos y por lo que veo a este
caballito le tienen que hacer mucha chamba porque lo veo muy rugoso, de plano
burdo. Mire los huevotes cómo los tiene el caballo y los pelos parados del charro
que lo monta. ¡Ah que licenciado es broma, no se fije, son dicharachos nomás!
F: – Ya veo
que algo del caballito le encantó ingeniero. Bueno, entonces sin falta en un
mes reinauguramos este jinete y su jamelgo. El jefe se va a poner re contento.
Ora verá.
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