Alejandro
Álvarez
Seguramente
desde los más remotos tiempos ha habido personas o grupos que se han presentado
como protectores de algo o alguien, de cosas o causas o gentes. Contemplando
nuestro pasado más reciente podemos hacer una lista de algunos de ellos. Hay quien o quienes se autoproclaman
protectores de la naturaleza, del ambiente, de los animales –o de algunas
especies de ellos-, de edificios, de barrios, de nombres de calles, de industrias,
de los consumidores, de los productores y hasta de la moral y las buenas
costumbres.
Quien
se asume como protector toma una aparente ventaja de inicio ¿alguien se
atrevería a atacar o criticar a la persona que ha enarbolado la tarea de
amparar o ser un escudo contra alguna amenaza? Se ve difícil, pero luego van
apareciendo cosas que no son tan automáticas, loables y razonables como se
esperaba. Veamos algunos ejemplos.
Entre
los productores de diversos bienes y servicios privó por muchísimos años la
idea de proteger la economía nacional de los productos extranjeros. Bajo el
cobijo de un discurso nacionalista o regionalista lo que realmente había era la
política de mantener un mercado cautivo aislado de la competencia con el exterior. Los empresarios nacionales estaban
contentísimos, vendían a los consumidores al precio y con la calidad que se les
antojaba. La apertura económica nos demostró que en otros países se producía a
menor precio y con mejor calidad. Nuestros “protectores” de la economía
nacional desaparecieron discretamente luego de que fueron descobijados.
Entre
los que se dicen protectores de la naturaleza y el ambiente no son pocos los
que no ven contradicción entre sus dichos y el hecho de que les encanta
despachar en oficinas con aire acondicionado de varias toneladas de capacidad
de enfriamiento, trasladarse hasta para ir a las tortillas en su carro de
modelo reciente –si es una pick up de máximo cilindraje con el logo de su ONG,
mucho mejor-. Hay otros que no ven tampoco contradicción entre repudiar la
actividad minera y usar los últimos modelos de teléfonos móviles, computadoras,
televisiones y relojes elaborados con metales extraídos por la actividad
minera. Unos más se desgarran por la transformación del paisaje producto de la
actividad económica pero le piden a papi que compre la casita de campo en el
nuevo fraccionamiento que deforestó cien hectáreas de vegetación nativa para
instalar “molls’, hoteles, campos de golf y, desde luego, su casita de campo de
acceso restringido. Muy defensores del “paisaje”, si como no.
Los
protectores de animales ponen el grito en el cielo por el sacrificio de un toro
en la feria taurina, pero no le hacen el feo a un filete mignon o a un pavo
relleno o a una langosta o un robalo relleno . Y tampoco les duele mucho poner
veneno contra roedores o usar insecticida a granel contra cucarachas e insectos
diversos. Esos no son animales, seguramente, o son animales “de segunda”.
También
se escandalizan porque en regiones del país comen chango y en otras –¡virgen
santísima!- comen tortuga y sus huevos, chapulines, gusanos, hormigas, tapires,
jabalíes y ratas de campo. Para ya no hablar del consumo de perros y gatos en
países del sureste asiático. Cuando desde la comodidad de una oficina y con un
ingreso de varios dígitos se condena el trato
de varios animales “exóticos” como fuente proteínica en realidad lo que se
exhibe es la ignorancia de un hecho incontrovertible: cuando hay hambre de
verdad se puede comer cualquier cosa. No hace muchos años un grupo de
deportistas que se accidentó en los Andes chilenos se vieron obligados a comer
carne de sus compañeros muertos en el accidente. Nuestros antepasados
prehispánicos comían la carne de una raza de perro que engordaban para tal fin
y practicaron el canibalismo con los cuerpos de las personas que previamente eran
sacrificadas en las ceremonias en que se ofrecía a los dioses el corazón de las
víctimas.
Donde
unos ven unos simpáticos polluelos otros imaginan un pollo rostizado. En
algunos lugares se venden perros como mascotas en otros se venden para
restaurantes exclusivos.
Pero
de todos nuestros “protectores” destacan unos especialmente perversos, los que
protegen la moral y las buenas costumbres. Veamos el caso de Adriana Manzanares, una indígena de la etnia nahua, que fue
detenida en 2006 y condenada a 22 años de cárcel luego de ser acusada de
abortar a los cuatro meses de embarazo. La “justicia popular” casi la linchó
antes de ser puesta en manos de un ministerio público acusada de homicidio. La
Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) resolvió hace pocas semanas, por
unanimidad, otorgarle un amparo debido a que la mujer no tuvo un debido proceso
penal, los “usos y costumbres” no contemplaban establecer pruebas fehacientes
de las acusaciones contra Adriana, bastaba con el dictado “popular” que es al
parecer la forma de “proteger las tradiciones, usos y costumbres”.
Otro caso es el de la menor Alma
Delia que fue vendida en Tijuana por sus padres en 65 mil pesos quienes alegan
que en realidad
es un asunto de entrega de la “dote” y corresponde a “usos y costumbres” del
lugar de origen de la adolescente. El caso trascendió porque Alma Delia huyó de
sus compradores y se refugió con una vecina. Florentina,
madre de Alma Delia, justificó la solicitud y entrega de dinero a cambio de su
hija por tratarse de una “costumbre” prevaleciente de una comunidad cercana a
Chilpancingo, Guerrero, de donde provienen, y que consiste en donar un dinero
como recambio para proceder a la unión matrimonial, aunque la transacción se
realizó en Tijuana. Se ve que los protectores de los usos y costumbres no
conocen fronteras regionales para realizar su defensa de las “tradiciones” de
cuyas barbaridades se podrían llenar varias páginas.
En varios países musulmanes de África y
Asia tienen la “tradición y costumbre” de practicar la mutilación genital femenina
consistente en extirpar el clítoris y los labios mayores de
la vagina, en un acto ritual que por lo general se realiza sin anestesia y con primitivos
instrumentos de corte. La explicación de
esta salvajada según los “defensores de la tradición” es que las mujeres no
deben tener deseos ni satisfacción sexual. Sólo los hombres, desde luego.
Diversos especialistas en derechos
humanos han establecido que gran parte de los “usos y costumbres” en todo el
mundo (junto con sus radicales defensores), representan flagrantes violaciones
a los derechos humanos y que en el fondo lo que realmente propician es perpetuar
la condición de sometimiento, cacicazgo y atraso de las comunidades.
Así que cuando se le presente uno de
tantos de los benditos protectores que dicen ser los únicos y verdaderos
conocedores de lo que nos conviene, póngale las cruces.