Juan Melgar
En Los 7 Pilares, lee maese Parara a sus compinches, con voz agarrosa, temblorosa y podría decirse que hasta rencorosa: “A los políticos mexicanos les falta generosidad. Son linces para ver su interés, el de su partido o su facción; pero son topos que no miran el bien de su comunidad, el bien de México. La misma mezquindad puede apreciarse en los grandes grupos empresariales y de la comunicación. Nadie al parecer piensa ya en México; todos se ocupan solamente en buscar su propio medro. Si las cosas siguen igual; si cada quien mira nada más lo suyo y se olvida del beneficio general, será imposible que México salga de la difícil situación en que se encuentra ahora. Debemos cambiar. Voy a decirlo en frase muy melodramática, pero no por melodramática menos ominosa y verdadera: en este país, o nos salvamos todos juntos, o todos juntos nos vamos a perder. Y ya no digo más, porque cuando escribí eso sentí un escalofrío que me bajó por la columna vertebral, desde la nuca hasta no quiero decir dónde...”
La runfla de muertosdehambre guardan lo único que pueden guardar en esta pioja época: silencio. Como ninguno rezonga ante el trozo, El Parara ha de explicar:
—Lo escribió endenantes un camarada coahuilense en el periódico Reforma, y pues como que me gustó para que abriésemos fuego hoy en este templo de la disipación y el refocile neuronal. ¿Cómo la ven?
Cero. Teporochos, ganapanes, destripaterrones, filósofos de medio tiempo, doñitas y demás miembros del infelizaje porteño no parecen haber sido tocados por el dramático verbo del pensador de Saltillo, y permanecen enfurruñados, laxos. Sólo levantan la cerviz para darle fugaces besitos a la forjada que amorosos acunan en el regazo, como si fruto de su vientre fuese (la forjada, pues). El silencio, espeso, es entonces cortado por la voz de cantos rodados del brujo más reconocido en la California primigenia, Ures, Pitiquito, Altar, Sonoita, y el resto de la Pimería:
-- Me tocó --está por cumplirse ya el cienón--, un reborujo social que se llevó entre las espuelas a un millón de almas. Empezó acá cerca, en Cananea, y se extendió por toda la nación en una marejada de sangre que nos nubló la conciencia. Recuerdo a veces en mis pesadillas a los hombres, a las mujeres, a los chamacos que vi morir a bala o acuchillados por bayoneta, con los ojotes pelados, o hechos tiras por la metralla, y juro que no quiero volver a ser testigo de una carnicería como aquella. Y estoy sintiendo también escalofríos. ¿Ustedes no?
La perrada observa al Viejo Chamán como si lo viera por vez prima. Luego todos voltean a verse la jáquima, y sonríen, aliviados. No, yo no; parecen decirse. Y mejor beben, en silencio.
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