No te enojes conmigo,
hmelancolía,
porque tomé la pluma
para alabarte…
Acerba diosa de la abrupta
naturaleza…
déjame hacer mi voluntad.
Nietzsche. “A la melancolía” (1891)
hmelancolía,
porque tomé la pluma
para alabarte…
Acerba diosa de la abrupta
naturaleza…
déjame hacer mi voluntad.
Nietzsche. “A la melancolía” (1891)
La melancolía detona la creatividad de los espíritus superiores. A diferencia de la tristeza o la depresión en las cuales el individuo se encierra en un soliloquio pasivo a causa de la pérdida de un ser querido, la salud, un empleo o la autoestima; la melancolía surge no sólo de una introspección vinculada con adversidades personales sino de la reflexión, de un diálogo silencioso con el mundo exterior, frecuentemente en la forma de rechazo o rebeldía frente a una situación social, una realidad política, un estilo artístico o bien de las diversas manifestaciones melancólicas ante la presencia o ausencia de Dios.
Los dos cimientos de la cultura occidental están imbuidos de melancolía. De un lado, la tragedia, la mitología, la filosofía y la poesía grecolatinas son expresiones de angustia ante la fuerza irrefrenable del hado. Trátese de personajes como Edipo o Antígona, de Saturno, personificación mítica del la melancolía; del pensamiento estoico de Séneca y Epicteto o del epicureísmo de Lucrecio, de la dolorosa convivencia de amor y odio en la poesía de Catulo, o bien de la preocupación de Héctor expresada en el Canto VI de La Ilíada: me importan de manera tan agobiante (las desdichas de los troyanos) como el cruel presentimiento de que tú, amadísima Andrómaca, seas arrastrada algún día entre llantos y angustias por alguno de los aqueos hasta Argos, donde estés para siempre sin libertad ni alegría y sin mi protección ni mi cariño.
En el pensamiento y en el arte judeocristiano, segundo pilar de la tradición cultural de Occidente, la melancolía es también una presencia no sólo constante sino definitoria. Desde el temor de Dios tras la expulsión del Paraíso, pasando por las pruebas infligidas por Yahvéh sobre Abraham y Job, en el Antiguo Testamento; hasta el sacrificio de Cristo y el Apocalipsis de San Juan, en el Nuevo Testamento. Las catedrales góticas, el Jardín de las delicias del Bosco, el Triunfo de la muerte de Brueghel, el Descendimiento de la cruz de Grünewald, los Réquiem o la poesía mística de San Juan de la Cruz (En una noche oscura,/con ansias en amores inflamada/¡oh dichosa ventura!,salí sin ser notada/estando ya mi casa sosegada), son manifestaciones sublimes de la melancolía religiosa. Como lo ha mostrado Roger Bartra, la poesía y el pensamiento del Siglo de Oro están impregnados de melancolía.
En el extremo opuesto se ubica la melancolía atea surgida de la muerte de Dios anunciada por Nietzsche enLa gaya ciencia: ¿Dónde se ha ido Dios?... ¡Nosotros lo hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos somos sus asesinos!... ¿No vamos como errantes a través de una nada infinita?... Lo que el mundo poseía de más sagrado y poderoso se ha desangrado bajo nuestro cuchillo. De esa osada convicción emana la necesidad de crear al superhombre: ¿No estamos forzados a convertirnos en dioses, al menos para parecer dignos de los dioses? No hubo en el mundo acto más grandioso y las futuras generaciones serán, por este acto, parte de una historia más alta de lo que hasta el presente fue la historia. Ante la ausencia de Dios y del superhombre, surge el nihilismo y con él la náusea sarterana (el infierno son los demás), que desemboca en la expresión más acabada de la desesperanza representada por el pesimismo radical de Cioran: “Si no poseo el gusto del misterio es porque todo me parece inexplicable, o mejor dicho, porque lo inexplicable es mi único sustento y estoy harto de él”. (Ese maldito yo)
En contraste, Marsilio Ficino y John Milton conciben a la melancolía como un impulso del alma hacia la comprensión de las cosas más elevadas, y como fuente de placeres espirituales. Por su parte, Baudelaire escribió: “Apenas si puedo imaginar un tipo de belleza en el que no haya melancolía.” Tampoco es usual encontrar un pensamiento profundo de que no esté iluminado por lo que Nerval llamaba el sol negro de la melancolía, porque las penas no sólo producen sufrimiento, sino refinan la sensibilidad y agudizan el intelecto, además de forjar el carácter. En ese sentido, Víctor Hugo consideraba a la melancolía como la felicidad de estar triste. Sin esa felicidad melancólica no tendríamos los Ensayos de Montaigne ni la narrativa de Proust. No existirían Hamlet y el Quijote, máximas expresiones del espíritu melancólico, ni lo mejor de Beethoven o Mahler, en la música; o de Goya o Friedrich, en la pintura. Concluyo: La melancolía no es el reverso de la felicidad, sino el antídoto contra la superficialidad y el cinismo; esas sí, verdaderas enfermedades del hombre contemporáneo.
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