Por Eduardo Febbro
Desde París La persecución mundial, a la vez policial, bancaria y judicial contra el cofundador de Wikileaks consiguió el propósito que buscaba. Desactivar Wikileaks, desprestigiar a Julian Assange y ponerlo finalmente entre rejas. Después de haber desestimado las acusaciones contra Assange, el fiscal sueco reabrió el caso y emitió la orden de arresto internacional en un contexto que tiñe de sospechas la decisión. Pero las tribulaciones judiciales del líder de Wikileaks no pueden apartar una reflexión critica sobre la forma en que los documentos se hicieron públicos.
Assange les hizo un regalo exquisito a los amos del mundo: entregó una masa contaminante de documentos confidenciales en beneficio exclusivo de cinco medios de prensa occidentales. Sólo ellos obtuvieron el privilegio exorbitante de la difusión. Assange quebró con su gesto una corriente que se estaba delineando por encima de la influencia de los grandes medios oficiales: la información es poder y Wikileaks trasfirió ese poder a los medios comerciales en contra de los medios cooperativos, los llamados medios sociales, que nacieron y se desarrollaron con Internet. The New York Times, Le Monde, The Guardian, Der Spiegel y El País se quedaron con el tesoro de la información sin haber llevado a cabo ninguna investigación. A ellos les compete la tarea bíblica y cotidiana de sembrar discordia en el mundo con una preferencia manifiesta por las geografías no centrales.
De estos cinco diarios, tres pertenecen a países que son miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas –Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña–, otro al país económicamente más poderoso de Europa, Alemania, y el quinto a España. En vez de divulgar los documentos en bruto y de manera horizontal a través de Internet o abrir el juego hacia otras latitudes –¿por qué no Telesur, o El Universal o Proceso en México, o los amenazados medios de prensa progresistas árabes que luchan con escasos medios y bajo amenaza contra las autocracias petroleras del golfo?– Assange eligió la verticalidad tradicional como si sólo estos diarios tuvieran la capacidad de verificar y trabajar con información mundial de forma rigurosa. El mito de la horizontalidad del mundo numérico se hizo humo: Wikileaks restauró la verticalidad del poder de los medios occidentales sobre todas las otras formas de la diversidad humana. La corporación contra la cooperación.
Quienes padecen el síndrome apasionado del antiamericanismo celebran el descrédito que el cablegate significó para Estados Unidos y su diplomacia. Sin embargo, deberíamos llorar de deshonor, de rabia, de injusticia, de desproporción, deberíamos explotar de humillación al ver cómo, una vez más, quienes ya dominan el mercado de las armas, las finanzas, la tecnología y la información, han encontrado nuevos recursos para recobrar credibilidad y poder. Ellos, el Quinteto, pueden darle armas a la oposición de cualquier país para desestabilizar un gobierno, distanciar a países vecinos, sembrar antagonismos regionales, romper pactos políticos, desenmascarar alcahuetes o frenar contratos en curso. Cuando Wikileaks publicó los documentos sobre la guerra de Afganistán, Assange se los entregó antes a tres diarios occidentales: The New York Times, The Guardian y Der Spiegel. En aquella decisión había una lógica intrínseca: aquellos contenidos confidenciales concernían sólo a un conflicto, el de Afganistán y, principalmente, a un país, Estados Unidos. Aquí es muy distinto: el alcance de los telegramas es planetario. Hay, de pronto, una zona del mundo con derechos reservados por encima de todas las demás. Es una locura, una barbarie de la información. Assange nos asesinó: les reservó a los representantes de los imperios lo que pertenecía a la humanidad, al share libre que facilita Internet.
Muchos aseguran que este episodio es no sólo el fin del periodismo tradicional sino, también, el fin en sí del famoso secreto de Estado. Es un error. El origen de las filtraciones se hunde en las más densas regiones de los sentimientos y debilidades humanas. De esa debilidad original se hace hoy un canto a la transparencia y a la democracia. Nada es más oscuro que el principio de esta historia, nada es más perjudicial para el equilibrio y la igualdad que el hecho de que una monstruo de cinco cabezas pueda tener en vilo a toda la humanidad.
“Hillary Clinton y varios miles de diplomáticos de todo el mundo van a tener un ataque al corazón cuando se despierten un día y encuentren un catálogo de documentos clasificados al alcance del público.” Estas dos líneas fueron escritas por el soldado Bradley Manning en un chat con uno de los cinco hackers más talentosos de la historia, Adrian Lamo. El soldado Manning le confesó que había descargado decenas de miles de documentos de las redes Siprnet (Secret Internet Protocol Router Network) y Jwcis, ambas pertenecientes al Pentágono. Según la versión oficial, Bradley Manning se sentía desengañado, despreciado, aislado, desencantado con el ejército. Se quiso vengar. En un mail que le envió a Adrian Lamo contó: “Entraba en la sala informática con un cd de música en la mano. Pero después borraba la música y creaba un dossier comprimido. Escuchaba Lady Gaga entonando la música mientras extraía la fuga más grande de la historia de los Estados Unidos”. Sólo que, entre tanto, Lamo, que había hackeado el The New York Times, Yahoo y un montón de muros impenetrables, lo delató a la División de Inteligencia del Pentágono. Según explicó, tuvo miedo de que esas filtraciones pusieran en peligro las tropas desplegadas en el extranjero o fueran utilizadas por terroristas.
Esa es la trama de la tan celebrada “transparencia democrática”. Assange, Wikileaks y el Quinteto de Occidente llegaron a un acuerdo de exclusividad cuando el carácter monumental de las filtraciones exigía que las mismas salieran por la red o fuesen compartidas con los otros medios nacionales y no que los temas de Argentina, Bolivia, Venezuela, Pakistán o Arabia Saudita fuesen editados en París, Londres, Berlín, Madrid o Nueva York. Allí no hay ninguna transparencia sino secesión de privilegios. Al mismo tiempo, Assange y sus socios ahogaron la horizontalidad de Internet y la difusión libre. Es lícito reconocer que la difusión en “bruto” no desemboca en progresos democráticos. Esa idea es un mito. La especificidad casi universal del cablegate imponía que ese material fuese accesible a todos los que tienen la capacidad y las pertinencias territoriales para analizarlo y ponerlo en perspectiva. Se hizo lo contrario. Se restringió el derecho a la selección y la publicación a un estrecho círculo de difusores. Es una catástrofe, tanto para la pluralidad como para la verdad.
efebbro@pagina12.com.ar
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