martes, 3 de mayo de 2011

CHIRAS PELAS


Alejandro Alvarez

De esas cosas que de repente vienen a la mente, sin explicación alguna, apareció ante mí una expresión que hacía muchísimos años no uso: “chiras pelas”.  Supongo que este brevísimo dicho está en vías de extinción como muchos otros derivados de actividades también en desuso. Ardua labor de los lingüistas explicar el origen de ciertas palabras, incluyo las antes citadas como un ejemplo de las cuales trataré de desenredar de la memoria su aplicación.
Chiras pelas era la regla de un juego infantil muy popular, las canicas. Hago esta aclaración porque dentro de mis tres lectores pudiera ser que ninguno haya tenido tal experiencia juguetona, aunque conozca las canicas, esferas de variado diámetro y materiales que de distintas maneras, pero siempre sobre un piso de tierra, se manipulaban para, bajo ciertas normas,  vencer a los rivales. Aunque se podía jugar en solitario –ya saben que el placer a solas es antiquísimo, y no entraré en tales detalles– casi siempre era una diversión multitudinaria –el placer en grupos es también antiquísimo, algunos le llaman bajo ciertas circunstancias aquelarres–.
El juego de canicas era muy popular por su bajo costo, las canicas de vidrio costarían por unidad el equivalente a diez o veinte centavos actuales. Las había de barro, todavía más baratas, pero con la desventaja de su imperfección y poca resistencia al impacto. Las apuestas casi siempre eran a cuenta de cierto número de canicas. El más vago de los amigos –ya saben, siempre hay un  vaguísimo en la banda– cargaba con un costalito de canicas reunidas a costa de los cuates de poca o nula pericia para este juego, después las remataba y las traducía en dinero contante y sonante. La vieja práctica de la acumulación, reventa y especulación. No hay nada nuevo bajo el sol. La forma más sencilla de jugar a las canicas era haciendo un pequeño hoyo en el terreno y una raya alejada de él unos tres metros. Los participantes iniciaban el juego desde esta línea buscando meter su caniquita en el agujerito (no empiecen con sus vulgaridades, por favor). El primero que lo hacía adquiría el poder para eliminar a los contrarios con sólo tocarlos con su propia canica empoderada –recuerdo también, como milagro, aquella época en la que tres prominentes mujeres empoderadas, Rosario Robles, Elba Esther Gordillo y Martha Sahagún, declararon que buscarían el empoderamiento de todas las mujeres, wow! –. Si otro participante lograba meter su caniquita en el famoso hoyito –si siguen con sus cosas aquí le paro– el anterior empoderado perdía sus poderes que inmediatamente adquiría el recién ungido.
En el transcurrir de la persecución de los rivales –políticos, absténgase de encontrar similitudes– se podía dar el caso de que accidentalmente con un tiro el victimario golpeara a más de una canica, lo que daba lugar a la regla que es origen de este comentario: Chiras pelas. Es decir que quien incurría en esta acción era automáticamente, y sin discusión alguna, eliminado de esa partida. Lo que son las cosas, lo que en el billar sería una carambola y motivo de admiración, en las canicas era incurrir en el más grave error. “Chiras” quería decir entonces simplemente golpear en el mismo tiro a dos canicas y “pelas” (mjum) quería decir que quedabas fuera de combate. El verbo pelar tiene otras acepciones sobre las que tampoco detallaré pero para fines de este breve relato era similar a morir (por ejemplo: se peló al otro mundo).
Las canicas era un juego que se podía convertir en motivo de largas discusiones porque nunca faltaban los tramposos (ah! los infaltables trácalas) que violaban las reglas de manera impune (legítimos contra espurios, la vieja historia). Una de ellas dictaba: “safín safado es perdonado” lo cual quería decir que si por accidente y de manera obvia se le escapaba la canica de la mano a un jugador haciendo un tiro ridículo, éste se repetía reconociendo que todos podemos cometer una falla y debemos perdonar (¡cómo son educadores los juegos!). Pero no faltaba el tramposo que fingiendo un accidente exigía la aplicación de esta regla cuando en realidad simplemente había errado su tiro (o sea, que la había cagado). Cuando la discusión así iniciada se hacía un infierno irresoluble cada quien agarraba sus canicas y el juego continuaba hasta que los ánimos se calmaban. Generalmente no era necesaria más de una hora para que todo se olvidara, aunque el tramposo quedaba irremediablemente marcado con la pesada losa de individuo tracalero hasta que otro embustero lo superaba y desbancaba de tan envidiable lugar.

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