Juan Melgar
Está derramándose la tarde sobre el puerto, pero el sol no se oculta aún tras los cerros por Los Filos, por San Juan de la Costa y más allá. Sobre nuestras cabezas las aves son líneas que cruzan presurosas los espacios de la ciudad, entretejiéndonosla, dibujándonosla con el trazo efímero de su vuelo, antes que la luz se esconda. Son disparos, policromas balas trazadoras que zumban de un mezquite a una benjamina, al zapote, al eucalipto, a la enorme parota que sombrea la vieja casona en la Esquerro y se entrecruzan –sin jamás chocar-- sobre los techos y las calles y los baldíos-tierradenadie del mapa urbano porteño.
Los gorriones de pechuga encarnada evolucionan en tan ingrávidas como festivas ceremonias de apareamiento; calandrias negroamarillas jalonean las necesarias fibras rubias que penden de las hojas de palma, para con ellas tejer su nido en el envés de aquellos gráciles y verdes abanicos. Hay pájaros carpintero que intentan con sus picos acerados los postreros y algo desganados golpeteos del día sobre las ásperas cortezas de los tamarindos y los mangos, en lo que se antoja una tal vez mentirosa búsqueda de gusanos. (Es el solo de percusiones lo que parecería interesarles). Torcacitas de aleteo terso pasan rasantes a un palmo del suelo para frenar y posarse con maestría y sin ruido en los gastados ladrillos de la barda de aquel solar vecino, abandonado a la incuria y a la especulación predial. El colibrí-chuparrosa mantiene su levedad en equilibrio frente a las blancas copas que son flor del jacalosucho lo que dura el canto dolorido de la pitayera paloma, que brota desde el centro mismo del denso ramajo de la vinorama. Revoloteando la copa de un frondoso guamúchil centenario, la aguililla lanza al universo su chillido retador de rapaz sin falla, mientras desde y sobre la punta de El Mogote (todavía nuestro, apenas ayer), un cenizo grupo de auras da unos ya cansados aletazos vespertinos en busca de refugio, hacia las estilizadas palmas que quedan de lo que fue la huerta del Cocol.
Alas sobre una ciudad que las ignora porque apenas las nota. ¿Quién tiene conciencia que respira? Conforme el sol desciende y las infaltables nubes del ocaso jalan para sí los colores que restan, el solitario, tal vez viudo gavilán pescador abandona sus divisaderos que son querencia en el cerro de la Calavera y navega los espacios maleconeros con estudiada displicencia, para hacer rumbo luego por la Bravo en busca de su nocturna percha, sobre la torre más alta de Telmex.
Queda sólo un breve punto luminoso en los cerros cuando cruza la ciudad de suroeste a noreste la V puntiaguda de la rezagada, última bandada de cormoranes proveniente de Migriño, Pescadero, San Pedrito y Los Lobos, en el Pacífico, donde hoy bucearon todo el santo día y se hartaron de sardinas. Van a dormir arracimados y bullidores sobre cálidas piedras en los farallones de las islas del golfo; cruzarán de nuevo esta bahía rumbo al océano al amanecer, como lo han hecho desde hace miles de años, desde cuando estos territorios y sus islas eran guaycuras, eran aripas, eran quizá también pericúes; sitios entonces mostrencos e innominados para románicos códigos y para europeas cartografías.
Las sombras han caído ya sobre la ciudad. Los gorriones y otras aves diurnas se acomodaron ruidosos en el follaje de los más grandes laureles de la India y ora permanecen quietos. El cielo ha empezado a pertenecer ya a los nocturnos tapacaminos que lo patrullan con errático vuelo; la comba será ahora de los murciélagos que han abandonado sus escondidas y elevadas madrigueras para --al vuelo-- devorar insectos mediante acrobáticas piruetas e imposibles arabescos; el aire va a ser de las lechuzas y tecolotes que en competencia con caseros felinos buscan con ojo experto a descuidados roedores en los baldíos, en los callejones…
Más arriba, los tres planetas de siempre presiden la bóveda celeste sin luna todavía, junto a la Osa Mayor y las Cabrillas y las demás constelaciones cuyos nombres siempre hemos ignorado. Como suspiros veremos pasar por el arco inmutable los brillantes satélites puestos en órbita por naciones poderosas que –inquisitivas y metiches— vigilan sin paranoico permiso nuestro quehacer y aun nuestro no hacer, cuando la amarilla luna de este junio hace su entrada al escenario estelar por los rumbos del cerro Atravesado. Un tecolote canta lúgubre en el palmar de anca’ los Abaroa. Es hora de dejarles La Paz a las nocturnas rapaces. Es momento de abandonar el observatorio e irnos a dormir, a gusto, como si lo mereciésemos.
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