jueves, 11 de septiembre de 2008

SIETE AÑOS DESPUES DEL 9-11


Son ya siete años, y siete no es precisamente un número afortunado. No es, ni será nunca, mi lucky number —tal como el número 13 no existe en los elevadores de Nueva York, la ciudad que es todas las ciudades al mismo tiempo incluso después de la fecha de infamia, 11 de septiembre del 2001. Un año después del ataque a las Torres Gemelas, otro símbolo definitorio de Nueva York, el escritor y periodista Pete Hamill, ponía el dedo sobre la llaga al advertir la dimensión de la matanza a partir de la dificultad para llevar la tragedia del 9-11 al campo de la creación artística, es decir, al inicio de la recuperación y restauración del más básico sentido de la vida tras la irrupción del terror y sus bodas de muerte. “Esperábamos las palabras de los poetas. No llegaron. Tuvimos que acudir al viejo consuelo de Auden y Yeats.” (Letras Libres Septiembre 2002). Casi en consecuencia, afirmaba Hamill, el periodo de incubación de una novela o película que lograra abarcar tanto el día más terrorífico en la historia de la ciudad como la dislocación y continuidad en la vida de sus habitantes, sería más largo aún.
Neoyorkino por antonomasia, conocedor profundo de los engranajes emocionales de su ciudad, Hamill no se equivocó.
Seis años después del 9-11, uno de los novelistas más relevantes de la literatura estadunidense actual, Don DeLillo, entregó su propio intento: El hombre del salto. Y tengo para mí que fracasó. El dotado y titánico escritor que vislumbró en la figura de Lee Harvey Oswald a un desbordante personaje que sale de la Historia para caer en la Ficción, como él mismo lo señala en un ensayo sobre su novela Libra, hizo una apuesta novelística totalizadora con el 9-11 y falló totalmente. Quizás su principal yerro consistió en haber montado una poco atractiva y confusa estructura narrativa creyendo que con ello lograría recrear las formas del caos y la devastación desenvolviéndose lo mismo alrededor de un sobreviviente del ataque a las Torres Gemelas, es decir de su personaje Keith Neudecker, que al interior de uno de los terroristas del vuelo 11 de American Airlines durante los días y segundos previos al infierno ocasionado por un avión de pasajeros convertido en el más mortífero de los misiles.
El escritor británico Martin Amis hizo solamente la mitad del recorrido con el relato “The Last Days of Muhammad Atta”, incluido en su libro de ensayos y crónicas The Second Plane. No está mal, pero la quieta y fría demencia del operador terrorista recuperada en esta pieza de ficción apenas obtendría un lugar de segunda fila en la historia universal de la infamia.
DeLillo y Amis tropiezan con la misma piedra: el afán de totalizar un momento o sucesión de momentos —ya sea en novela, ya en cuento— abriendo o cerrando al máximo el lente de la imaginación literaria.
Paradójicamente, en el personal recuento que hizo del 9-11 un escritor de no-ficción está la clave del problema.
Apenas transcurridas veinticuatro horas de la tragedia, desde Seattle el dinamitero Christopher Hitchens publicaba en el diario londinense Evening Standard: “Fue un día para lo macro-cósmico y lo micro-cósmico.” En otras palabras: la apocalíptica visión de Manhattan cubierta de humo y cenizas convivió el 9-11 con las imágenes inverosímiles de un avión incrustándose en un rascacielos, captadas en video por ciudadanos comunes y corrientes desde múltiples y terribles ángulos, todas enmarcadas en un inmejorable fondo azul. Y a partir de ahí, la individualización del drama y el sufrimiento, con nombres y caras que poco a poco empezaron a surgir de los escombros.
A partir de ese momento, ya no hubo lugar para la visión gran angular —todo sucediendo y palpitando simultáneamente, lo macro y lo micro— a la que aspira cualquier escritor; ya no es posible el gran relato de pocas o muchas páginas. Para empezar, porque la materia de la que está hecha la literatura es tan evanescente como la niebla, y segundo porque en Nueva York nadie mira hacia el cielo, dice con razón Pete Hamill, “sólo los turistas miran hacia arriba.”
Quién hubiera pensado que el cine, en especial una película, Reign Over Me, del director y actor Mike Binder, iba a llegar antes a la meta y que habría de hacerlo justamente siguiendo a Pete Hamill casi que al pie de la letra. En Reign Over Me no hay una sola toma abierta de Nueva York. En algunas secuencias extraordinarias, la cámara se desliza en la intimidad de Manhattan, sin despegarse nunca del nivel de la calle y las banquetas. Ignoro si así se lo propuso, pero Mike Binder logra retratar, literal y cinematográficamente, una ciudad que se mantiene en pie, una urbe en donde la muerte colisionó con la vida pero ésta, luego de tambalearse, sigue su propio e inevitable curso.
La ciudad resurge y es todo menos caótica. Hay cielo azul. A pesar de los asesinos y su cobarde acto suicida, es el lugar más habitable del mundo.
No quiero contar una historia que vale la pena ver. Queda resaltar, eso sí, el excelente casting de esta película. Charlie Fineman, un dentista que perdió a su esposa e hijas en uno de los aviones del 9-11 y que desde entonces navega a la deriva entre la locura y la lucidez más desesperada, es magistralmente interpretado por el comediante Adam Sandler, nada menos; mientras que su ex-compañero de la universidad, Alan Johnson —caracterizado por un genial Don Cheadle— naufraga en una vida familiar y profesional que lo asfixia y amenaza con alejarlo cada vez más de la orilla donde alguna vez se sintió cómodo, quizás feliz. Es el reino de lo microscópico, y todo cuanto acontece en él tiene un efecto detonante en el universo de lo macroscópico; así, en ese orden y no al revés.
Desde el lugar en el que escribo estas líneas, puedo ver con toda claridad el descenso de los aviones sobre mi propia ciudad, uno tras otro sin parar. Disfruto verlos volar, pero el jueves 11 de septiembre de 2008, sietes años después, por conmiseración, como una forma de rendir un mínimo tributo a las víctimas y de no recordar a las bestias que perpetraron el horror aquel día (pues eso es lo que quisieran), no miraré hacia el cielo, mantendré la vista abajo.
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Bruno H. Piché

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