Juan Melgar (POETA Y NARRADOR NATIVO DE SANTA ROSALIA. PREMIO ESTATAL DE CUENTO 2004)
“Tengo hambre”, diría hacia ninguna parte el anciano poeta desde el sillín de aluminio y plástico que sus admiradores y cicerones le habían acomodado frente al Pacífico, un océano que esta tarde parecía con ganas de molestar vates con brisas frescas y retumbo de olas sobre su playa interminable. “Tengo hambre”, volvería a decir ahora con voz algo más chirrisca y un mohín de enfado ante la sordera de sus anfitriones. El poeta seguramente prefería, esta tarde todosanteña, un techo sólido sobre su cabeza y un trago generoso, acompañado de una botana típica que lo ubicara en sociedad antes que en la soledad de este mar bravío, machacón, que aporreaba arenas con un brusco oleaje, de seguro impelido por el insano placer de molestar aedas.
Hubieron de llevarlo casi en andas hacia el vehículo todoterreno y alejarlo de este océano enfadoso, para atravesar las huertas de mangos y aguacate hasta la grande casa circular de ladrillos con techumbre de palmas, donde un ingeniero chef le prepararía pastas y ensaladas y pastel y dulces frutales y queso de cabras y café talegón… Pero antes, alguien, alguno por ahí sacaría una botella de tequila ciento por ciento agave azul y a su influjo el poeta recuperaría la voz y el tono y la sonrisa. Recordaría nostálgico los primeros, juveniles tragos de ese elíxir en su exilio mexicano. Como dicen los reporteros, “a pregunta expresa” gruñiría de entrada un comentario desfavorable hacia el imposible don de gentes de un exministro de la Gobernación de su país; uno que gustaba presumir los apenas dos años de cárcel política como si veinte hubiesen sido: “Era una bestia inculta ese Tomás, prepotente y salaz; nunca debió formar parte de gobierno alguno”. Dos caballitos más del jugo de agave y el rostro del bardo había enrojecido: declamaría algunos de sus más entrañables poemas eróticos, contaría anécdotas desacralizadoras de una revolución que nos hubo regresado a Sandino, y confirmaría este anciano medio cura, medio guerrillero, su fama de hombre alivianado, retozón y simpático. Con unos tragos en el torrente y bajo la techumbre que arropaba, protectora ya, sus huesos viejos, el poeta hablaría, sin preguntas expresas de por medio, acerca de cómo una revolución podía ser traicionada en nombre de héroes sin tacha, burlando así los más caros sentimientos de los descamisados. Hablaría de islas, de pescadores, de guerreros, de bellas mujeres de cintura tropical, de sueños, de tiburones de agua dulce, de revoluciones verdaderas y de motores poéticos… ¿De qué más puede hablar un bardo al que los huesos le reclaman calor, y la sangre pide agua ardiente y conversación en humana compañía? El lirismo oceánico puede esperar, se habrán dicho a sí cada uno de los anfitriones, antes de sumergirse jubilosos en el torrente rumoroso de aquel río de gestos, giros, emociones y humor desbozalado de un viejo poeta guerrillero y enamorado.
No habría Oda al Pacífico, seguramente, pero hubo para aquel grupo una buena, memorable, se diría que hasta cardenalicia tarde.
“Tengo hambre”, diría hacia ninguna parte el anciano poeta desde el sillín de aluminio y plástico que sus admiradores y cicerones le habían acomodado frente al Pacífico, un océano que esta tarde parecía con ganas de molestar vates con brisas frescas y retumbo de olas sobre su playa interminable. “Tengo hambre”, volvería a decir ahora con voz algo más chirrisca y un mohín de enfado ante la sordera de sus anfitriones. El poeta seguramente prefería, esta tarde todosanteña, un techo sólido sobre su cabeza y un trago generoso, acompañado de una botana típica que lo ubicara en sociedad antes que en la soledad de este mar bravío, machacón, que aporreaba arenas con un brusco oleaje, de seguro impelido por el insano placer de molestar aedas.
Hubieron de llevarlo casi en andas hacia el vehículo todoterreno y alejarlo de este océano enfadoso, para atravesar las huertas de mangos y aguacate hasta la grande casa circular de ladrillos con techumbre de palmas, donde un ingeniero chef le prepararía pastas y ensaladas y pastel y dulces frutales y queso de cabras y café talegón… Pero antes, alguien, alguno por ahí sacaría una botella de tequila ciento por ciento agave azul y a su influjo el poeta recuperaría la voz y el tono y la sonrisa. Recordaría nostálgico los primeros, juveniles tragos de ese elíxir en su exilio mexicano. Como dicen los reporteros, “a pregunta expresa” gruñiría de entrada un comentario desfavorable hacia el imposible don de gentes de un exministro de la Gobernación de su país; uno que gustaba presumir los apenas dos años de cárcel política como si veinte hubiesen sido: “Era una bestia inculta ese Tomás, prepotente y salaz; nunca debió formar parte de gobierno alguno”. Dos caballitos más del jugo de agave y el rostro del bardo había enrojecido: declamaría algunos de sus más entrañables poemas eróticos, contaría anécdotas desacralizadoras de una revolución que nos hubo regresado a Sandino, y confirmaría este anciano medio cura, medio guerrillero, su fama de hombre alivianado, retozón y simpático. Con unos tragos en el torrente y bajo la techumbre que arropaba, protectora ya, sus huesos viejos, el poeta hablaría, sin preguntas expresas de por medio, acerca de cómo una revolución podía ser traicionada en nombre de héroes sin tacha, burlando así los más caros sentimientos de los descamisados. Hablaría de islas, de pescadores, de guerreros, de bellas mujeres de cintura tropical, de sueños, de tiburones de agua dulce, de revoluciones verdaderas y de motores poéticos… ¿De qué más puede hablar un bardo al que los huesos le reclaman calor, y la sangre pide agua ardiente y conversación en humana compañía? El lirismo oceánico puede esperar, se habrán dicho a sí cada uno de los anfitriones, antes de sumergirse jubilosos en el torrente rumoroso de aquel río de gestos, giros, emociones y humor desbozalado de un viejo poeta guerrillero y enamorado.
No habría Oda al Pacífico, seguramente, pero hubo para aquel grupo una buena, memorable, se diría que hasta cardenalicia tarde.
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