De ser apenas “muro para salvaguardar a la ciudad de la crecida de las aguas”, el malecón se ha convertido al paso de los años, por amor y reconocimiento de sus habitantes, en corazón anímico y símbolo de la ciudad y puerto de La Paz, hoy capital de la antigua California mexicana. Todo empieza y concluye en este largo paseo costero.
Aquí, donde hoy el muro contiene y controla sin gran esfuerzo las mansas aguas de la bahía, Hernán Cortés hizo pie en la arena 470 años atrás, y tomó posesión de las recién descubiertas tierras de esta isla “y de las que en el futuro se descubriesen” para la Corona de España. Algunos sudcalifornianos de hoy prefieren ignorar los tres siglos que el sitio permaneció sin pobladores permanentes para considerar a La Paz como una ciudad que en apenas tres décadas cumpliría cinco siglos de vida.
La verdad histórica, casi siempre reñida con nuestros deseos, señala que poco antes de la guerra con Estados Unidos, La Paz tenía apenas 93 casas de adobe con techumbre de palma y ningún murete defensivo en la playa que evitara, con marea alta, la invasión del mar hasta la antigua calle del Comercio, hoy Esquerro.
Aquel pueblito de principios del siglo XIX, se convertiría así en La Paz, ciudad que nació a la vida, a la navegación y al comercio como puerto. Si no ostentaba majestad en sus edificios ni en su trazo y por ello no merecía el título de ciudad, con el tiempo llegaría a serlo.
El malecón es una larga avenida costera que cumple con una triple función: freno a los avances de la marea, rompeolas en las grandes marejadas de los ciclones y acera de cemento para la caminata.
Pasear por el malecón es “maleconear”, un verbo que paceños y visitantes conjugan a toda hora con placer, sea a pie por la acera o en carro por el asfalto vecino. El breve bordo amurallado de sus inicios ha crecido, y hoy abarca un paseo costero de ocho kilómetros que se inicia en el conjunto de restaurantes y cafeterías conocido como Vista Coral en el sur y culmina, ya con el nombre algo pretencioso de boulevard, en el Museo Acuario de las Californias, al norte. Desde antes del amanecer, los madrugadores caminan gozosos o trotan resoplantes por su acera. Invita por la tarde a la contemplación de los ocasos dorados, malvas y magentas que aparecen cuando el sol se oculta tras los cerros que circundan las aguas más allá de El Mogote, esa lengua de médanos que cierra la pequeña ensenada dentro de la gran bahía. Por la noche, un paseo sosegado permite a nativos y turistas disfrutar la brisa yodada y los rumores que arrojan al aire los bares y restaurantes costaneros.
Desde su construcción, el malecón ha sido el elemento urbano que caracteriza y da tono a la ciudad. Los cocoteros y los enormes laureles de la India que lo adornaban hasta la mitad del siglo XX han ido cediendo a la edad y a los vientos huracanados, pero han sido sustituidos por palmeras y árboles jóvenes. Los arbotantes de metal, las bancas de hierro, un pequeño muelle turístico y una explanada-plaza con el tradicional kiosco de cemento típico de las poblaciones mexicanas, son otros de los elementos que lo identifican como el marco de este puerto.
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