Alejandro
Álvarez
Por lo
menos desde el siglo XIX, con la tragedia de la Comuna de París, ha latido en
los grupos que se dicen revolucionarios la idea de la insurrección como vía de
la transformación social. El sacrificio, la heroicidad, la entrega sin límites al
“salvamento de la patria” tienen en el
logro de la insurrección la meta más anhelada, la cristalización de los más
caros anhelos revolucionarios.
La realidad
es totalmente diferente. El quiebre violento de las sociedades ha propiciado
penurias infinitas a los países que han experimentado estas revoluciones,
empezando por la referida Comuna, siguiendo por la mexicana, la rusa, la china,
la nicaragüense y terminando si se quiere por las más recientes del mundo árabe.
Sobre las cenizas de las insurrecciones más antiguas algunos países han logrado
reencauzarse a base de superar los traumas y taras dejados por ellas. Otros
siguen sumidos en las injusticias, el atraso y la falta de libertades después
de décadas. Eso sí, con las imágenes de los líderes revolucionarios llenando
los anuncios espectaculares y sus frases (generalmente vacías) escritas con
letras de oro en los edificios públicos.
La trampa
ideológica del sacrificio “por el bien de los demás” debe tener raíces
religiosas, mesiánicas, retomadas por líderes políticos sin el más mínimo
escrúpulo para engatusar a sus fieles seguidores que se tragan completito el
discurso revolucionario “en aras del futuro luminoso”. El estado de
desesperación y la falta de salidas visibles a la miseria en que se debaten las
abundantes y numerosas clases oprimidas son caldo de cultivo excelente para los
discursos “liberadores”, no hay pierde: promete comida al hambriento y te
seguirá ciego. En un país con carencias sobrarán siempre recursos para darle
cuerpo al discurso mesiánico y sobrarán también líderes inescrupulosos urgidos
de explotarlos. Prometer el paraíso en condiciones terrenales a una masa
desesperada sólo requiere de una buena dosis de descaro y cinismo, el tema es
lo de menos. Pero no es suficiente. La otra parte, no menos importante, es
quebrantar las instituciones vigentes como los cuerpos de seguridad, los órganos
de justicia, las cámaras de representantes, las autoridades gubernamentales de
todos los niveles y, sobre todo, dividir profundamente a la población entre
“los buenos y los malos”. El resto es relativamente rápido y sencillo. Se
ejecuta un golpe de estado al que se le llamará pomposamente “revolución” , se
tolerará el sacrificio -por medio de una turba violenta- de dos o tres personeros del “viejo régimen”
y se instalará a lo más nefasto del “viejo régimen” para asesorar a los “nuevos
líderes revolucionarios” en la construcción del “nuevo sistema”.
Numerosos
grupos de individuos entre los que predominan algunos que se dicen profesores
de educación básica tienen en jaque al gobierno federal y al del DF jugando a la insurrección con el
pretexto de invalidar la reforma educativa. Pero mañana será la reforma
energética y pasado mañana la fiscal. El
tema es lo de menos, ya dijimos. Sus logros al momento no son menores. Ya
ridiculizaron a los diputados y senadores a quienes llaman ahora “congresistas
en fuga”, ya le tundieron duro y macizo a la policía, en algunos estados de
donde provienen esos grupos ya ensayaron desarmar y secuestrar a grupos de
soldados, de lo más común es que bloqueen carreteras estatales y federales, ya instalaron
en muchos municipios sus propios cuerpos de seguridad –en algunos casos
presididos por secuestradores o miembros de otras organizaciones
criminales–, gobiernos locales, como el
oaxaqueño, los financian sin ningún problema, y finalmente ya empiezan a
polarizar a la sociedad. Aderecemos el coctel con una crisis económica no
calculada por los estrategas del gobierno y tendremos un panorama nada
alentador. Hasta ahora sólo una minoría ha advertido de la perversa dinámica de
los hechos referidos. La clase política en su totalidad (de izquierda a
derecha) está auténticamente paralizada con las corvas doblándoseles. A lo más
que han podido llegar es a advertir que su tolerancia “tiene límites”, aunque
no se sabe qué tan lejos están esos límites. ¿Podría haber un reparo para
seguir la melodía del dulce canto de la insurrección, como en el cuento de ‘El flautista
de Hamelin’?
Posdata: ¿Y
quienes nos gobiernan en Baja California Sur tienen alguna idea, aunque sea
vaga, de lo que sucede en el país? Sería bueno saberla.
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