Juan Melgar
«Pues qué tuvieron los mentados griegos aquellos, que a nosotros se nos hayga negado» —ruge enfebrecido, rencoroso, el energúmeno éste, mientras balancea su corpachón sobre el esmirriado taburete de la barra.
A veces, las vociferaciones obran milagros. Sobre todo si las suelta un hombretón aparentemente tranquilo, que instantes atrás bebía silencioso, rumiando nadie sabe qué oscuros resentimientos familiares o qué pérfidas jugadas del destino en su contra. Pero no señor; el ropero viviente éste anda mortificado por clásicas lecturas recientes, acerca de supuestos hechos ocurridos tres mil años atrás, y en Grecia.
—El azul de los helenos mares y sus islas. Mamadas. ¿Y qué pero le ponen a este golfo verdeazulenco que baña puntas, calas, ensenadas, y rompe a veces brutal contra los farallomnes de la costa, o lame amoroso y cachondo sus arenas? Canta oh Diosa, la cólera del pelida Aquiles... !Me! A poco habrá sido menor el encabronamiento de Hilario ante las fantochadas de Fierro, allá en la Ribera (por cierto donde quedó). Tan misterioso el tal Homero ése que dicen que escribió la Iliada y la Odisea, como el que compuso los versos del Cabo Fierro mentado, ¿no? —insiste, retadora, la descomunal bestia aquella mientras busca alrededor a algún suicida que lo rebata, tanto en sus evidentes conocimientos de literatura comparada como en su capacidad para quebrantar huesos enemigos.
—A la Guerra de Troya le echo la inspiradísima Batalla de Los Divisaderos, contada por el Bancalari, bardo impar; y al angustioso regreso de Ulises a Ítaca, nada le piden las tribulaciones de mi general Ortega en su graciosa huida al norte peninsular... ¿Verdá que sí?
Nadie con respeto por su pellejo se atreverá a objetar tan contundente argumentación histórico-literaria, expuesta también con una seguridad ciertamente bravucona, que no admite objeciones, disidencias ni interpelaciones.
Además, quiénes somos nosotros para oponernos: apenas pacíficos parroquianos llegados a este mugroso antro a gastar el escaso tiempo que les queda a este sexenio y a este trienio, tan pinchurrientos el uno como el otro. El gobernador y los perredistas alcaldes de esta ínsula hicieron del arte de conducir pueblos un sainete vulgar, y por ello fueron castigados (aunque sólo en las urnas). Perdieron la oportunidad de ser recordados con respeto por los historiadores de lo inmediato. ¿Les importará?
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