Alejandro Alvarez
Un amigo mío “subió” –así le llaman las nuevas generaciones a la acción de poner un documento en cierto sitio de la Internet, como si se tratara de elevar a un nivel superior cierta información– a su espacio de Facebook el artículo publicado la semana pasada en estas páginas sobre la minería “tóxica”. Lo hizo como quien lanza croquetas a sus perros hambrientos, esperando que no queden ni moronitas. Y así sucedió, lo menos que dijeron del autor del artículo fue que era un vendido a las empresas transnacionales y de ahí pa’ l real. Como las opiniones en las redes sociales que ahora se tejen se hacen desde la cómoda posición del anonimato y desde ahí se sienten con la segura protección del cobarde que tira la piedra y esconde la mano, no hay forma aparente de enfrentar al monstruo. Pero el tufillo que desprenden los comentarios es una especie de rastro inconfundible de sus autores. Así se puede identificar desde el simple fanático ignorante incapaz de armar un argumento de su enojo hasta aquellos tiradores de piedras que respondieron al siguiente párrafo publicado en el artículo referido “…Por eso es que la vacilada de la minería "tóxica" es un recurso de engañabobos, es el clásico petate del muerto, inconsistente pero además perversa porque varios de quienes aparecen como promotores del boicot a la minería han vivido de ella y no en sentido figurado sino de manera directa como proveedores de servicios...”. De estos radicales de fantasía está lleno el mundo, y a ellos dedico estos recuerdos.
Hace varias décadas participando en un grupo político que decía de sí mismo ser la encarnación de la lucha proletaria topé con una familia que ocupaba sitios privilegiados en la dirección política de esa organización. Su departamento era toda la superficie alfombrada del quinto piso de un condominio exclusivo, con alberca en la planta baja, vigilancia las veinticuatro horas y circuito cerrado de seguridad. Obvio decir que ninguno de la pareja revolucionaria trabajaba pero poseían carro de modelo reciente y el hambre no era conocida por sus tripas. Ingenuamente preguntamos en una de tantas sesiones de la organización proletaria si esa forma de vida no afectaba su “conciencia de clase”, la respuesta fue lapidaria: una cosa era la forma de vida y otra la convicción ideológica. Genial. Vivían como burgueses pero pensaban como obreros y campesinos pobres. En esas mismas esferas después conocí a varios grupos según ellos indigenistas que visitaban con frecuencia comunidades aisladas de Oaxaca, Chiapas y Guerrero, de ahí traían cargamentos de blusas tejidas a mano, morrales, huaraches típicos, chales, rebozos, pañoletas, cerámica, con las cuales hacían grandes negocios. Algunas veces los vi operar. Llegaban con los artesanos indígenas, preguntaban por el precio de sus productos y regateaban ofreciendo la mitad que pedían los indios con el pretexto de que harían una compra de “mayoreo”. Al terminar la operación sonreían satisfechos diciendo: “me los chingué otra vez”. Después repartían en la UNAM volantitos desgarradores sobre la explotación de los indios. También eran comunes las feministas golpeadas por sus esposos que exigían que la mujer campesina transformaran su forma de vida mientras ellas –las revolucionarias– exhibían sus ojos moreteados por el galán que así les demostraba su inmenso cariño e identificación con la liberación de la mujer. En épocas más recientes esos grupos que juraron que sólo se sentirían satisfechos encabezando un gobierno “obrero y campesino” se desenvolvieron como pez en el agua haciéndola de asesores en los gobiernos de Leonel Cota y Narciso Agúndez que abrieron de par en par las puertas para las inversiones capitalistas extranjeras en el comercio, turismo y el tráfico de bienes raíces. Pero como eran los gobiernos de la” izquierda”, todo les estaba permitido, era por el bien del pueblo. Los grupos dizque ambientalistas que han armado el cuento de la minería “tóxica” están cortados por el mismo patrón. Manejan horondos su camionetones de ocho cilindros pero hablan pestes de la emisión de gases invernadero, dicen que el agua vale más que el oro pero tren sus celulares de última generación entre cuyos componentes hay oro y desde luego portan sus anillos, aretes y colgajos del metal precioso. Complementan su lucha “sin tregua” contra la minería pero viven rodeados de satisfactores resultado de la actividad minera. Y la última puntada es que rechazan la “minería extranjera” en Baja California Sur pero exhiben sin rubor a sus patrocinadores: Green Grants, Mac Arthur Foundation, David and Lucile Packard Foundation, Resources Legacy Fund, World Wildlfe Fund. Eso es lo que llamo la perversidad de la incongruencia.
3 comentarios:
O la incongruencia de los perversos... No me queda claro quien es el autor de que... alguien podría explicarmelo... no entendí porque que soy un "fanático ignorante incapaz de armar un argumento"...s
El autor de "Perversidad..." es el ingeniero geólogo Alejandro Álvarez, un excelente maestro de la UABCS, que defiende la minería como actividad honesta. Tiene convicciones, y es tal vez el único que se ha atrevido a defender a la actividad minera de la satanización en boga que propician los ecólatras.
Lo que se le olvidó decir al anti-ecólatra es que él y sus socios están contratados por las mineras, en la universidad y en su negocio particular: Ingeniería Integral y Recursos Naturales. Por ello, sus argumentos no son objetivos y están sesgados; pues hasta donde estoy enterado, nadie está en contra de la minería, más bien estamos en contra de que ubiquen las mega-minas (que usan enormes cantidades de cianuro y liberan el arsénico y los metales pesados del mineral, todos ellos tóxicos, que pueden permanecer siglos en el ambiente) sobre las áreas de recarga de nuestros acuíferos. Y para entender que eso es un grave riesgo no es necesario ser geólogo; pues en el mundo ya existen suficientes casos que evidencian que no puede darnos seguridad una presa de desechos tóxicos recubierta con un plástico (geomembrana) y, menos, dársela a las siguientes generaciones. Solo puede aceptar estos proyectos quien no tenga hijos o no planee quedarse a vivir en el estado.
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