Alejandro Alvarez
Camino por la calle Madero de la Ciudad de México a cien metros de la torre Latinoamericana rumbo al zócalo capitalino, repentinamente de una iglesia sale don Miguel Hidalgo con su traje negro, saco de levita, cuello almidonado clásico de cura, calvicie pulcra y brillosa llevando en ristre el estandarte guadalupano. Abre los brazos y mira al cielo al tiempo que unos turistas se le acercan para tomarse una foto con él. Se acomoda tomando la pose clásica de libro de texto, el pie derecho hacia el frente ligeramente flexionando la rodilla, lanzando el estandarte como escudo protector hacia enfrente, el brazo izquierdo como de un bailarín de ballet con delicadeza echado hacia atrás y abajo haciendo una paralela con el pié del mismo lado. Ahí está el libertador ganándose unas monedas. Como es miércoles de ceniza del nacimiento de su calvicie en la frente escurre una mancha negra del polvo en que nos convertiremos.
Veinte metros adelante se distingue a la distancia un pequeño cuerpo sentado, recargado en un poste. Acercándose, la imagen va tomando forma. Es una mujer con el rostro completo cicatrizado por una antigua quemada, sus brazos son en realidad prótesis de cuyos extremos se proyectan dos tenazas. Con una de ellas manipula un estambre y con la otra agarra un bastidor. Teje bufandas coloridas, alegres. Tampoco tiene piernas. No pide limosna, vende su mercancía y la rodean clientes. Unos le platican algo, otros toman el tejido y lo acarician. Su cara deformada no tiene expresión, parece una máscara. Como la que a menudo llevamos en la vida.
Una mujer pequeña, que no levanta más de un metro treinta centímetros de altura se detiene, observa y descansa de su trajín. Lleva una mochila deportiva luida en la espalda, retacada de algo que la hace parecer a un globo. De sus brazos penden bolsas de plástico también panzonas que casi arrastra. Está encorvada por el tiempo, debe tener unos setenta años. Peina un pelo lacio encanecido con trenzas, porta un vestido de holán amplio y delantal. Ve a la tejedora y piensa en lo afortunada que es ella de tener el cuerpo completo y que pueda aún llevar esa carga a un destino. Acomoda nuevamente las bolsas de sus manos, da un pequeño saltito y hace brincar la mochila que así toma una nueva posición. Arranca y se va a buen paso.
No sé si será el calor del medio día o las imágenes, me siento aturdido. Ahí a otros cuantos metros otro escena llama la atención. Aparentemente es una persona joven. Viste con indumentaria de soldado pero todo está cubierto de aerosol plateado lo que le da la apariencia de ser una estatua metálica. Permanece inmóvil varios minutos hasta que algún transeúnte le arroja una moneda y se mueve lentamente como si fuera un robot para tomar otra posición permanecer congelado otros tantos minutos. A su lado un anciano con abrigo largo felpudo oscuro con dibujos de piel de tigre, canta lo que parece ser un rock de los sesentas. Viste un pantalón negro entallado de vinil que imita el cuero y calza aquellos viejos zapatos de plataforma alta. Tiene el pelo largo, sucio, en mechones grasientos. A sus pies yace bocarriba un sombrero de fieltro de ala ancha, también negro.
Personajes de la gran metrópoli que hacen por la vida.
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