jueves, 22 de julio de 2010

Tres Beatles y un santo *


Partiendo del asesinato de John Lennon en 1980, esta biografía publicada en días pasados en Nueva York recupera voces y reflexiones sobre el drama humano y financiero que envolvía —antes y después de su separación— al famoso cuarteto de Liverpool. Su autor es considerado uno de los grandes expertos del grupo británico formado en 1960
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8 de diciembre, 1980
Eran casi las 11 p.m. en Nueva York, y el cantante y compositor James Taylor estaba en su casa en el exclusivo edificio Langham al oeste del Central Park. Acababa de telefonear a Betsy Asher, cuyo esposo lo había contratado doce años atrás para el sello Apple de los Beatles. “Ella estaba en Los Ángeles y decía que allá las cosas se estaban poniendo muy locas”, recuerda Taylor. “Algo estaba pasando con la familia de Charles Manson, algo desquiciado. Entonces oí esos disparos. [Pensé que era la policía]. Lo que oí fue bam-bam-bam-bam-bam —cinco tiros. Le dije a Betsy: “Piensas que allá está loco. Yo estoy oyendo a la policía disparar a alguien en la calle”. Colgamos. Casi veinte minutos después me llamó de vuelta, y dijo: “James, no eran policías”.
Las noticias en la radio hablaban de una balacera afuera del edificio Dakota, una cuadra más abajo del Langham. La agencia UPI despachó los primeros informes: “La policía de Nueva York dice que el ex beatle John Lennon se encuentra en estado crítico tras haber recibido tres tiros en su casa en el noroeste de Manhattan. Un vocero de la policía dijo que un sospechoso está detenido. Pero no ofreció más detalles. Un testigo comentó: “Hay sangre por todos lados. Están trabajando en el caso como locos”.
En la televisión se transmitía el juego entre los New England Patriots y los Miami Dolphins, en la Noche de futbol del lunes. Cinco minutos después de iniciado, el comentarista Frank Gifford interrumpió a su colega Howard Cosell: “No me importa si no está en el libreto, Howard, tienes que decir lo que hemos sabido en la cabina de transmisión”. “Sí, tenemos que decirlo”, dijo Cosell agotado, añadiendo una advertencia que sonó casi sacrílega en un país obsesionado con el futbol americano: “Recuerden, este es sólo un partido de futbol. No importa quién gane o quién pierda”. Luego, con la portentosa cadencia de un hombre acostumbrado a traducir competencias deportivas en drama, Cosell anunció “una tragedia incalificable. Nos confirma la cadena ABC en Nueva York que John Lennon, quizá el más famoso de todos los Beatles, fue baleado dos veces por la espalda afuera de su edificio en el oeste de la ciudad, llevado de urgencia al Hospital Roosevelt y —el comentarista martilló cada palabra lenta y cuidadosamente como un clavo en la madera— murió… al… llegar. Difícil volver al juego después de estas noticias”.
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Richard Starkey estaba bebiendo con su novia, la actriz Barbara Bach, en una casa rentada en Bahamas, cuando lo contactó su secretario, John Woodgate. “Recibimos algunas llamadas diciendo que John había sido herido”, recuerda. “Pero entonces oímos que estaba muerto”. Él fue el primero de los otros tres Beatles en saber la noticia. “John era un amigo querido, y su esposa es una amiga, y cuando oyes algo así…” El horror atravesaba la anestésica bruma de alcohol que se había convertido en su protección contra el mundo. “No sólo te sientas ahí y piensas, ¿qué hacer? Era sólo que… teníamos que actuar, y teníamos que ir a Nueva York”.
Starkey telefoneó a su ex esposa, Maureen Cox, en Inglaterra. Su huésped, Cynthia Lennon, despertó con los gritos. Segundos después Cox irrumpió en su dormitorio y le dijo: “Cyn, John fue baleado. Ringo está en el teléfono, quiere hablar contigo”. Cynthia corrió a contestar y oyó a un hombre llorando. “Cyn —sollozó Starkey—, lo siento tanto, John está muerto”. Ella soltó el teléfono y aulló como un animal capturado en una trampa.
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En Nueva York, miles de dolientes se habían reunido alrededor del edificio Dakota. A las 2 a.m. la policía ya había instalado barricadas y guardias armados se apostaban en el sitio de la balacera. La viuda de Lennon, Yoko Ono, recuerda: “Volví aquí y me metí en nuestro dormitorio, que mira a la calle 72. Todo lo que pude oír toda la noche, y por las semanas siguientes, fue a los fans afuera tocando sus discos. Fue espantoso, sencillamente espeluznante. Le pedí a mis asistentes rogarles que pararan”. Sus empleados informaron a los manifestantes que Ono trataba de dormir, e interceptaron las llamadas a su línea privada.
Julian, el hijo de Lennon de 17 años, le dijo a su madre, Cynthia, que quería volar de inmediato a Nueva York para reunirse con su madrastra y su medio hermano (Sean). “Nos pusieron en directo con Yoko Ono —recuerda Cynthia— y ella estuvo de acuerdo en que Julian estuviera a su lado. Dijo que arreglaría un vuelo para esa tarde. Le dije que me preocupaba el estado en que él estaba, pero Yoko hizo evidente que yo no era bienvenida: ‘No es como si fueras una vieja amiga de la escuela, Cynthia’. Fue tajante, y yo acepté”.
Cuando Ono habló con McCartney, unas horas más tarde, su tono fue más conciliador. “Ella lloraba y estaba hecha pedazos —dijo McCartney esa noche—, y no tenía idea de por qué alguien había hecho esos disparos. Me quería decir que John me apreciaba”. Por más de una década la relación de Lennon y McCartney había sido esporádica y tensa, y la confianza de McCartney en sí mismo había sido claramente sacudida por el distanciamiento. El consuelo de Ono le ayudó a reafirmar su ego: “Fue como si ella hubiera sentido que yo me preguntaba si acaso la relación se había roto”.
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La muerte de Lennon arrebató a McCartney y Harrison a alguien con quien habían estado muy unidos. “El consuelo para mí —reflexionaba McCartney en 1992— fue que cuando (Lennon) murió, recuperé nuestra relación. Y sentí pesar por George porque él nunca lo hizo. George siguió peleándose hasta el final”. Harrison y Lennon no se habían hablado por años, y las últimas entrevistas que Lennon dio revelaban resentimiento hacia su antiguo camarada. El dolor de Harrison estaba salpicado de furia más que de inseguridad en sí mismo. Derek Taylor lo llamó esa tarde y lo encontró “shockeado, tremendamente perturbado y muy enojado. Dijo que no quería dar una declaración en ese momento, pero (el gerente corporativo) Denis O’Brien había dicho que tenía que hacerlo. Después de una hora y algo llamé a George de nuevo y esta vez trabajamos en una breve declaración basada en su respuesta real a la tragedia”. El profundo sentido de espiritualidad de Harrison enmascaró su rabia. “Después de todo lo que pasamos juntos —decía el comunicado— tuve y aún tengo gran cariño y respeto por él. Estoy shockeado y aturdido. La privación de la vida es el último robo posible. La invasión perpetua en el espacio de otra persona es llevado al límite mediante el uso de una pistola. Es indignante que la gente pueda arrebatar a otros la vida cuando obviamente no tienen la suya resuelta”. Más tarde le habló a su hermana en Estados Unidos. “George me llamó —dice Louise Harrison— y obviamente estaba muy descompuesto. Sólo me dijo ‘permanece invisible’”. Entonces Harrison volvió al estudio en su casa. Al Kooper señala: “Nos preocupamos por mantenerlo ebrio hasta que pudimos irnos a hacer nuestras cosas”.
Mientras McCartney y Harrison calmaron su dolor con alcohol, Richard Starkey y Barbara Bach volaron a Nueva York. “Teníamos que saludar a la esposa del hombre —explica él—, sólo queríamos decirle ‘hola, aquí estamos’”. Tomaron un taxi al departamento donde vivía la hermana de Barbara, y llamaron a Ono al Dakota. “Yoko realmente no quería ver a nadie —recuerda él—. Así que esperamos un rato hasta que nos dijo: “Vengan acá”. Fuimos al departamento y ella dijo que sólo quería verme a mí. Una década antes Lennon y Ono había informado al mundo que eran inseparables, indisolubles: Johnyyoko. En un inconsciente tributo a su amigo, Starkey imitó la postura y respondió a Yoko: “Disculpa, vamos a todas partes juntos”. Ono accedió a verlos durante una pequeña y traumática reunión. “Después tomamos un avión de regreso —dice Starkey—, porque no sentíamos demasiado cariño por Nueva York en ese momento”.
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“No es difícil imaginar el increíble golpe que provocó su muerte en Paul, George y Ringo”, escribió Donald Zec, columnista del Daily Mirror, tras la muerte de Lennon. “Piensen en el derrumbe repentino de una de las columnas de acero sosteniendo una torre de petróleo. No hay respuesta para ese tipo de catástrofe”.
Pese a todo su insistente discurso respecto a que ya no se consideraban más Beatles, McCartney, Harrison y Starkey sabían que siempre serían definidos por el monolito que ensombrecía sus vidas. La pérdida de Lennon fue existencial: afectó cada átomo de sus seres. Para McCartney, se terminaba toda esperanza de un reencuentro con el hombre cuyo nombre estaría por siempre ligado al suyo, y la familiar jerarquía de ese vínculo —Lennon/ McCartney, nunca McCartney/ Lennon— se volvería cada vez más incómoda en los años por venir. No había perdido sólo a un amigo, sino a un hombre de cuya aprobación o desdén dependía su confianza en sí mismo. McCartney había estado sufriendo la pérdida del cariño y la estima de Lennon desde que Yoko Ono lo suplantó como colaboradora de Lennon en 1968. Ahora ese dolor se volvería permanente, sin esperanza de alivio. Veinticinco años después del asesinato de Lennon, el recuerdo aún puede hacer a McCartney quebrarse en público.
La relación de George Harrison con Lennon se fundaba en un reino cósmico. Durante los tempranos experimentos químicos de ambos con la expansión de la mente a mitad de los 60, Harrison había percibido un sentimiento de profunda afinidad con su —a menudo— agresivo y sarcástico amigo. Ellos deben haberse visto muy poco en la década anterior a la muerte de Lennon, pero a los ojos de Harrison el vínculo no podía romperse: era una unión espiritual que sobreviviría a la tumba, así como se había curtido en años de tensión pública y privada. En su último encuentro, Harrison aún pudo detectar la conexión implícita en los ojos de Lennon.
Foto: David Bailey
“Siempre estaba preocupado por Ringo”, anotó Lennon tras la ruptura de los Beatles. Lennon, McCartney y Harrison llevaban probadas aptitudes como compositores a sus respectivas carreras de solistas; Starkey estaba forzado a depender de su encanto y camaradería. Demostraron ser ricos recursos: en 1973 había estado a punto de ser el ingeniero de un encuentro de los Beatles, y al momento de la muerte de Lennon intentaba corresponder ese logro con un nuevo álbum. McCartney y Harrison ya habían colaborado en las sesiones, y Lennon tenía agendada su participación en enero de 1981. Pero era obvio que nada menos que la mágica presencia de los cuatro Beatles podía despertar real interés en cualquier cosa que Starkey hiciera. Su carrera había estado en caída libre desde mediados de los 70, reflejando su decadencia en un severo alcoholismo, como Lennon se había lamentado con sus amigos. Su relación con Starkey era más cercana y menos complicada que su trato con Harrison o McCartney, quizá porque Starkey no representaba para él una amenaza artística ni financiera. Lennon le ofrecía a Starkey cariño y aceptación incondicional, cualidades que el alcohólico millonario luchaba por grabar en su propio corazón atribulado.
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Cada uno de los Beatles sobrevivientes anotó una única y personal pérdida en diciembre de 1980, pero el emocional era sólo uno de los niveles en el cual el homicidio de Lennon cobró su cuota. A pesar de la anulación de su sociedad legal, los cuatro Beatles aún estaban atrapados en una red de obligaciones financieras. Literalmente, docenas de compañías creaban, manejaban y despilfarraban su riqueza individual y corporativa. Algunos de sus patrocinadores habían inventado fórmulas para llevar sus ganancias de una jurisdicción tributaria a otra, con dinero moviéndose velozmente por el planeta de compañía en compañía, rumbo a algún lugar de descanso a la orilla del mar en un refugio idílico. Ninguno de los Beatles comprendía la total implicación de los cientos de documentos vinculantes que habían firmado desde 1962. Alguna vez habían reunido el dinero de los patrocinadores de Liverpool en billetes mugrientos y monedas que dividían por partes iguales en la parte trasera de una camioneta. Ahora contrataban ejércitos de especialistas financieros, cuyo propósito era expandir la riqueza de sus clientes y sus propias comisiones. Alguna vez los Beatles se habían dedicado solamente a la música. Ahora sus intereses iban del cine a la producción de leche, aparte de esa misteriosa forma de invertir el dinero disponible sólo a los obscenamente ricos.
En un comienzo los asuntos de los Beatles le fueron confiados a su manager, Brian Epstein. Él reclutó a un equipo de asistentes con reconfortante acento de Liverpool, quienes continuaron trabajando para ellos tras la muerte de Epstein en 1967. La pérdida de su ingenuo y leal mentor abrió las puertas a la confusión financiera y a hombres con más vasta y mayor experiencia empresarial, pero muchas veces menos leales. A eso le siguió una lucha para obtener el dominio sobre los intereses comerciales de los Beatles; tan pronto como tuvo al contador neoyorquino Allen Klein triunfante, el galardón se disolvió antes sus ojos. A mediados de los 70, cuando su sociedad profesional fue finalmente anulada, cada uno de los Beatles había armado —exactamente cómo es algo que no logran recordar— su propio y rico séquito de abogados corporativos y consejeros.
Mientras sus representantes se arrojaron exultantes a las batallas legales y a los golpes financieros, los Beatles podían estar seguros de que al menos mantenían algún grado de control sobre su música. La extensión exacta de sus intereses en su eterno catálogo de 1960 se abrió a una costosa disputa legal que se sostendría en los años siguientes. Pero hasta el final de los 70, cuando las compañías discográficas se atrevieron por primera vez a rechazar a Starkey y luego a Harrison, el estudio de grabación se mantuvo como un bastión de independencia defendido con ferocidad por los cuatro hombres.
En términos personales y creativos, los Beatles no habían sido nunca totalmente iguales, pero al tratarse asuntos que afectaban a todos, el voto de cada uno tenía el mismo peso. Temprano, en 1968, Lennon había introducido un quinto elemento al cuarteto: su pareja, la videoasta experimental y artista Yoko Ono. Primero insistió en su presencia mientras los Beatles trabajaban; después abandonó al grupo y colaboró sólo con ella. Finalmente, después del nacimiento de su hijo Sean en octubre de 1975, tomó la aciaga decisión de designarla su sustituta en encuentros de negocios y contratos comerciales. Los otros tres Beatles y sus asesores —extravagantemente recompensados— estaban ahora forzados a trabajar con una mujer pequeña, de suave hablar, terca y totalmente impredecible, a la que siempre habían mirado con sospecha e inquietud.
Hasta diciembre de 1980, McCartney, Harrison y Starkey podían decirse a sí mismos que su ex colega aún era parte de las negociaciones hechas en su nombre. Cuando murió, Ono se atrincheró como la única guardiana del legado de Lennon: la autoproclamada “cuidadora de la llama”, protectora de sus intereses, curadora de su archivo, vocera de su memoria, y con un control del 25 por ciento de los Beatles y su imperio comercial. Ya no había más cuatro Beatles, y estaría siempre Yoko Ono, disidente en Manhattan. Su elevación al estatus de beatle sucedánea presentaba un acertijo desconcertante a los ex colegas de Lennon.
Desde el comienzo, los cuatro hombres habían manejado diferentes niveles de respeto. Starkey era el baterista, con una apariencia entre adorable y autodespreciativa, y armado con un ingenio simple y gracioso. Harrison era “el tranquilo”, aunque “si yo era el tranquilo —comentó en una ocasión— los otros deben hacer sido realmente ruidosos”. Un dedicado estudiante de la guitarra, obnubilado por las filosofías orientales, poseído por el humor seco y la seriedad en igual medida, e incidentalmente el creador de lo que Frank Sinatra describió como “la canción más grande del siglo veinte”. (Todo el humor de Harrison fue necesario para ignorar la convicción de Sinatra de que “Something” había sido escrita por Lennon y McCartney).
McCartney era un enigma. Endemoniadamente talentoso, motivado casi hasta la obsesión por una ética del trabajo implantada desde la niñez, el orgulloso dueño de una veta de creatividad pura, sin parangón en la historia de la música popular, era un artista natural e histriónico de nacimiento, pero también inseguro y torpe frente a la prensa. Los ex empleados lo llamaban fanático del control. Pero su don melódico pesaba más que toda su humana fragilidad. Lo mismo su determinación, que a veces dominaba su juicio artístico. Esta mezcla de rasgos y características se combinaban para hacerlo el compositor de mayor éxito comercial de todos los tiempos. Sin embargo, en un nivel de su psiquis nada de esto contaba si no tenía el respeto de John Lennon. Con Lennon desaparecido, quedaba encerrado en una íntima asociación financiera con una mujer a la que nunca había entendido, y que parecía no haberlo valorado nunca a él ni a su talento.
En los años que siguieron a su muerte, John Lennon fue retratado en vívidos y chocantes colores. Algunos observadores reclamaban que sus años finales fueron modelados por la bancarrota creativa, las drogas y la desesperación suicida. Otros —al menos no el propio Lennon en su testimonio final— declararon que estaba en las alturas de sus poderes, totalmente re-comprometido con su musa, listo para celebrar otro intenso capítulo de la saga romántica que alguna vez había bautizado “La balada de John y Yoko”. Los escritores de obituarios lo declararon “un héroe”, que “había ido más allá del espectáculo para ofrecer una más respetable filosofía de vida”. Su potencial y estatura fueron comparadas con la del último Presidente Kennedy: “Ambos representaban, de diferente manera —sentenció The Times— las aspiraciones de una generación”. En las columnas editoriales que aún representaban la voz de la clase dirigente en Inglaterra, el mismo periódico declaraba “Lennon fue sólo uno de los miembros de la banda, pero fue el más interesante y carismático, y quizás el más importante”. Su muerte “compete a la historia de la década que cambió completamente a la sociedad británica”.
¿Cómo podía Paul McCartney continuar su propia carrera mientras su ex compañero estaba siendo canonizado? ¿Cómo podía reclamar una división adecuada del legado artístico de los Beatles cuando él era incómodamente mortal y Lennon estaba por encima, entre los dioses? El fracaso personal era sólo una de sus maldiciones; por el resto de su vida McCartney tendría que batallar con Yoko Ono por su lugar en la historia. Ahora había tres Beatles y un santo. Quizás ése era el cruel destino de McCartney: no deseaba nada más que recuperar la estima de Lennon, pero estaba condenado a competir con su memoria por el reconocimiento que, merecidamente, ya debería haber sido suyo.
*Título de la Redacción 
Tomado de You never give me your money: The Beatles after the break up, Harper, 390 pp., Nueva York, 2010
Traducción por Elisa Montesinos

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