domingo, 12 de octubre de 2008

LE CLÉZIO: HOTEL DE LA SOLEDAD...UN relato del Nobel de Literatura 2008.



Premio Nobel de Literatura 2008: J-M.G. Le ClézioHotel de la soledad



Eran todas diferentes y sin embargo tan parecidas (el ruido de los carruajes de caballo en Mérida, la muchedumbre en Constantinopla, el estruendo de Tokio).11-Octubre-08



Era el recuerdo de otra vida, para Eva, un tiempo sin límite. Había estado en el hotel toda su vida, viajando sobre trasatlánticos lanzados a la aventura de los mares, de escala en escala, entre Venecia y Alejandría, o sobre el mar de Cortés, de Topolobampo a La Paz. Había conocido todo, el amor y la fiesta, en tiempo de festivales, la riqueza, la celebridad semejante a una voluta de humo, luego todo se había fundido de ciudad en ciudad, en las galas de pacotilla y los amantes de encargo, y ahora que ella era una mujer vieja y sola, no le quedaba más que la riqueza de los recuerdos.Había, en estas habitaciones de hotel, ora suntuosas, ora sórdidas, algo de magnífico y de patético a la vez, como el reflejo exagerado de la vida. La aventura que nada detenía, la quemadura del amor que ya no está, la desaparición de los rostros, una retirada continua del mundo, una exquisita amargura. Ahora, en este cuarto de hotel de Almuñecar con un nombre que ella casi había inventado y que le había sido destinado desde el inicio, ella recordaba todo lo que había conocido, todo lo que había vivido. Lo que amaba por encima de todo era la inmersión, al pie de las escaleras, pasada la esclusa, en el tumulto de las ciudades. Eran todas diferentes y sin embargo tan parecidas (el ruido de los carruajes de caballo en Mérida, la muchedumbre en Constantinopla, el estruendo de Tokio). Para no perderse, colocaba sobre las mesas los mismos libros abiertos. Cada día pasaba una página de Impresiones de África, de Nadja, o de Poésies, quizá para exorcizar la muerte. Porque justamente pensaba en Raymond Roussel, en su cuerpo frío y ya tieso que los domésticos se llevaban, con el fin de que la recámara estuviera siempre bien pulida, siempre bien irreal. Pensaba en el joven montevideano, en su rostro de ángel exangüe vuelto en la habitación anónima. Acostada en la cama matrimonial, soñaba despierta mirando el plafón o el humo de sus cigarrillos que dibujaba letras ilegibles.Recuerdo de otro mundo, que ella había recorrido sin verlo, los ojos maravillados por los espejos. Aquí, por primera vez, sentía el peligro escondido en la banalidad de la decoración, estas cortinas de nylon enganchadas a las vías de tren, estas aplicaciones, estas ilustraciones representando molinos de viento, riveras, navíos. Ahora que todo se había desvanecido (y que ella misma se había puesto fuera del alcance), no quedaba más que el escalofrío delicioso del peligro, esos golpes leves contra la puerta, como una señal de enamorados para una cita en el crepúsculo. Ella se levantaba sin prisa, caminaba con los pies desnudos sobre el embaldosado, hasta la puerta. “Su té, señorita”. El camarero de piso se parecía a Nathan, tenía los mismos ojos almendrados iluminados por una luz a la vez dulce y cruel. Colocaba la bandeja sobre la mesa baja, cerca de la ventana, y se iba apretando en su mano algunos billetes. Ya la prisa no era necesaria, a ella nada le era exigido, salvo el precio de la soledad. El único bien que había recibido de la vida, a cambio de espejismos de su cuerpo, del sonido de su voz, del deseo que los hombres creían leer en su mirada.Eva se acordaba de esos días en el hotel Washington, en Colón, con Nathan, esos días que pasaron viendo el mar, los navíos humedecidos esperando para atravesar el canal. Juntos se aventuraban por las calles de la ciudad negra, escuchaban a las orquestas tocar el pindin, observaban a las matronas bailar en la puerta de los santuarios, frente a los triángulos inflamados y las ofrendas de fruta. Luego volvían hacia el alba, y el gran hotel era como un navío de madera, crujiendo en el viento del océano antes de atravesar el istmo. Años más tarde, Nathan estaba muerto, y ella nunca había regresado a Colón. En Buenos Aires, desde lo alto de su suite en el hotel Revolución, miraba la flota de vehículos, escuchaba el ruido de los accidentes, las sirenas de la policía. Erraba por las calles, hasta ese bar de Corrientes, como si fuera a encontrarse con Onetti. O bien en Colima, en el hotel Casino, bajo los ventiladores, en la larga entrada decorada con plantas de plástico, esperaba en vano ver la silueta pesada y un poco dubitativa de Rulfo.¿Qué quedaba, aquí, en Almuñecar (Costa Bananas)? En todas estas habitaciones, en estos salones, en estos bares y vestíbulos, era el tiempo que ella no había sabido capturar. Más que las fotos o las fruslerías, le gustaba colocar en un platillo una fruta, una manzana, que ella observaba día tras día envejecer y arrugarse como un rostro de mujer.Conversaciones ligeras con el conserje, con el vigilante nocturno. “¿Se va a quedar mucho tiempo con nosotros, señorita? —¿Me ama usted mucho?” “Las lluvias van a comenzar pronto, la temporada mala. —Mi temporada, pues”. Había amado por sobre todas estas ciudades que vivían al ritmo de los viajeros: Chichister, Étretat, Biarritz, Syracuse, Tánger, Alejandría. Aquí en Almuñecar, hotel de la Soledad, Eva no poseía ya nada, ni siquiera dinero para seguir viviendo. Nada más que estos recuerdos felices, la ilusión del eterno retorno, y la certeza apenas velada de la necesidad de irse pronto, para siempre. Uno nunca escoge. Es solamente así, algunos golpes ligeros en la puerta de la habitación, el silencio, luego un cuerpo frío, ya tieso, que se lleva hacia el olvido, y en la escalera, el ángel vestido de blanco que observa con sus ojos lánguidos y crueles. Y, sobre algún velador olvidado, un té inútil.Cœur brûlé et autres romances, Gallimard, 2000Traducción: José Abdón Flores
J-M.G. Le Clézio
Foto: Michel Euler / AP Cortesía de Laberinto, sumplemento cultural de Milenio Diario.

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