martes, 2 de junio de 2009

EL FIN DEL MUNICIPIO...

Epicentro
León Krauze


2009-06-02•Política

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El escándalo de las detenciones de los presidentes municipales y diversos funcionarios en Michoacán hace necesaria una relectura del debate sobre México como Estado fallido. Pero el enfoque debe ser diferente. Mientras que la discusión inicial trató de desentrañar si el aparato más general del gobierno mexicano estaba cerca de colapsarse, el análisis ahora debe ir al terreno de lo particular. El alcance de la corrupción del crimen organizado, que de manera tan clara ha puesto de manifiesto el operativo michoacano, obliga a una reflexión dolorosa: puede ser cierto que México no es un Estado fallido, pero no cabe duda de que cientos de pequeños pueblos del país no se rigen ya bajo las leyes mexicanas.
¿Es Michoacán una entidad fallida? Para averiguarlo basta poner al Estado bajo la lupa de los doce indicadores que el Fund for Peace —el instituto independiente que año con año publica su “Índice de Estados Fallidos”— ha definido como las claves para encender los focos de alarma. Naturalmente, algunos de los factores no encuentran eco ni en Michoacán ni en ninguna otra entidad mexicana. En México no hay participación de Estados externos ni presencia de prejuicios raciales o “crímenes de odio” que podrían desembocar en un genocidio. De ahí en fuera, sin embargo, el saco le queda casi a la perfección a muchas regiones de nuestro país.
Veamos, por ejemplo, los indicadores cuatro y cinco: “Migración crónica y sostenida” y “Desarrollo económico desigual”. Nadie que conozca realmente la Sierra Tarasca, con sus pueblos sin hombres y su pobreza, puede argumentar que la región no es candidata para ese par de categorías. Pero eso no es lo más grave, al menos no en el caso michoacano. El problema central en Michoacán y en otros estados subyugados por el narco es el surgimiento de una suerte de gobierno paralelo encabezado por el crimen organizado. A eso hacen referencia los seis “indicadores políticos” del Fund for Peace. Juzgar casi cualquier entidad mexicana bajo el rasero de ese conjunto de factores es aterrador. Demos un vistazo sólo a dos, el séptimo y el décimo en la lista: “Criminalización o deslegitimación del Estado” y “Surgimiento de un aparato de seguridad alterno dentro del Estado”.
Cuando uno lee los reportajes que se han escrito desde Michoacán en los últimos días, la primera lección evidente es que el crimen organizado operaba, con éxito y libertad, en paralelo del gobierno. En otros casos, las reglas de “gobierno” impuestas por las organizaciones delictivas simplemente suplantaron las del Estado mexicano. Está claro que muchos de los ediles ahora detenidos asumieron sus cargos ya cooptados por La Familia o alguno de los otros dos cárteles que se disputan, hoy por hoy, el control de Michoacán. Después, operaban para el cacique delictivo en turno. Era a él —y su “organización”— a quien debían lealtad, seguridad y hasta impuestos. Por otro lado, como también ha quedado claro con las sospechosísimas “muestras de apoyo” a los ediles detenidos, el narcotráfico ha suplantado a la operación legítima del Estado como proveedor de servicios sociales y, naturalmente, empleos. El resultado es una tormenta perfecta: esos municipios michoacanos, como tantos otros, ya no son gobernados por las mismas reglas que rigen al resto de los mexicanos.
Ese, y no otro, debe ser el sentido del debate después de la implosión en Michoacán. No se trata ya de la incapacidad para gobernar de este partido o aquel otro. Ese no es el riesgo a la tan mentada “gobernabilidad” que con admirable labia pregonan los políticos en la capital. Se trata, en cambio, de la mera imposibilidad de gobernar: la falibilidad no del enorme aparato del Estado sino de esa primera unidad que da vida —y sentido— a un proyecto de nación: el municipio.

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