sábado, 29 de agosto de 2009

EL HERIDO AMBULANTE...



Una multitud de imágenes se apiñaba en su cabeza. Los recuerdos eran como criaturas mutantes, mitad monstruo, mitad quimeras de misericordia y de nostalgia.


2009-08-28•Literatura

William Styron. Foto: AP

Convaleciente de la diabólica agonía que comenzó a acecharlo en el verano de 1985, escribió que “la meteorología de la depresión no conoce variaciones, su luz está mermada por restricciones de voltaje”, y hasta entonces pudo percibir la genuina dimensión del sufrimiento que, a sus 60 años, iba a convertirse en una especie de ticket sin retorno hacia el averno.
Recuerda que viajó a París para recibir el Prix Mondial Cino del Duca, dotado con 25 mil dólares, galardón cuyos beneficiarios de otras emisiones habían sido Konrad Lorenz, Alejo Carpentier, Jean Anouilh, Ignazio Silote, Andrei Sajarov, Jorge Luis Borges y Lewis Mumford, pero la enfermedad nubló toda clase de alegría, cortó de tajo el entusiasmo y lo transformó en un zombi: indiferente, ansioso, acobardado, iracundo consigo mismo y monosilábico, durante la cena posterior a la entrega del premio, perdió el cheque que había guardado en el bolsillo interior de la chaqueta.
Sus acompañantes se alarmaron no por el trágico extravío sino por su extraño comportamiento, pero él sólo se preguntaba si la desaparición del cheque en verdad había sido un accidente o se trataba de un ardid de autosabotaje: los síntomas de su tristeza adoptaban la forma de un profundo sentimiento de culpa y de repudio, aborrecía la idea de que alguien como él mereciera una condecoración.
Una multitud de imágenes se apiñaba en su cabeza. Los recuerdos eran como criaturas mutantes, mitad monstruo, mitad quimeras de misericordia y de nostalgia. Evocaba su primer viaje a esa ciudad que 33 años después lo recibía como a un héroe. Su estancia en el Hôtel Washington, un feo y húmedo hostal para turistas menesterosos. Montparnasse, Le Dôme, los refugios literarios. Al revoltijo memorioso acudió el dato de que Tendidos en la oscuridad, su primera novela, había sido publicada por Éditions Mondiales (patrocinadores del premio fatal), bajo el título francés de Un lit de ténèbres, pero a esas alturas todos los comensales buscaban afanosamente el pagaré con valor de 25 mil dólares que voló de su chaqueta.
William Styron detestaba esa recompensa. No quería el dinero. No le apetecía comer ni beber, se rehusaba a hablar. Tenía 60 años. Estaba hundido hasta el cogote en una feroz interioridad.
Los comensales rebuscaban entre los platos, los manteles, los cubos de champaña. Se olisqueaban mutuamente, quizás a más de uno lo asaltó la idea de registrar bolsos y carteras, pero el homenajeado, como el cheque, seguía perdido.
Octubre de 1985. Ignoraba aún que la enfermedad avanzaría demoledoramente. Que la cura era difícil, casi imposible, pues nadie sobrevivía. Ni Hart Crane ni Van Gogh, ni Cesare Pavese ni Virginia Woolf. Mucho menos Sylvia Plath, Jack London, Hemingway, Anne Sexton, Mayakovsky. El ala de la locura de la que hablaba Baudelaire, es implacable.
1985: Styron no sabía que años más tarde iba a escribir sobre su terrífica experiencia como herido ambulante en Esa visible oscuridad, porque cuando al fin alguien encontró el cheque debajo de una mesa contigua, Styron se limitó a devolverlo a la chaqueta. Trepó a su automóvil. Se deslizó bajo la lluvia y sólo pensó en Albert Camus y en Romain Gary...

Iván Ríos Gascónthewhitesubway@yahoo.com

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