domingo, 6 de noviembre de 2011

ACAPULCO REVISITADO

Alejandro Alvarez

Visité el Puerto de Acapulco hace más de cincuenta años por primera vez. En una camioneta guayina viajamos mi tío Pepe, dueño del carro, mi tía Griselda, cuatro primas, un primo, mis padres y dos hermanos. En resumen cuatro adultos, ocho escuincles y un montón de maletas. Ahora veo ese tipo de vehículos y no comprendo cómo nos acomodamos para viajar durante casi diez horas que era lo que entonces se hacía de viaje del deefe a Acapulco.  Guardo en mi mente todavía impresiones inolvidables que se fueron sucediendo una tras otra sin parar. Un calor pegajoso con sudoración permanente, árboles enormes en medio de un verdor inmenso, el rítmico rugir del mar con sus olas arribando una y otra vez. Era como llegar a otro planeta que sólo conocía por los noticieros del cine –hubo una época en que había noticieros en las funciones de cine populares–. Llegamos a un sistema de hospedaje que le llamaban búngalo, ocho o diez pequeñas casas dispersas en un amplio espacio donde compartían jardines y dos albercas. Una rara sensación de frenesí se apoderó de nosotros, los entonces niños, que nos impedía  parar de correr por esos corredores, dando vueltas y vueltas como locos con una gritería. Ahí conocí a las cachoras besuconas que entonces les llamamos lagartijas transparentes. Acapulco era un pueblo grande, las playas estaban semivacías, grupos de pescadores arribaban continuamente a sus orillas y los escasos bañistas ayudaban y se entretenían ayudándoles a jalar sus embarcaciones hacia la playa. Ahí vi enormes pescados de enormes ojos vidriosos con la piel rasposa como lija. A los dos días empezaron a aparecer en nuestra espalda unas pequeñas ámpulas por las asoleadas, a los tres días nos empezamos a despellejar parejos. Nos metíamos al agua tan pronto amanecía y salíamos de ella con la noche cobijándonos. Probé por primera vez la pulpa de coco y su agua y la sensación de que no podía haber algo más bello en la vida que vivir en Acapulco.
Casi veinte años después volví. Esta vez unos quince estudiantes Geología del Politécnico decidimos en caliente irnos de pinta a Acapulco. Llegamos de noche molidos y hechos una sopa. Nos metimos de inmediato al mar que ahí estaba nomás cruzando la calle donde nos había dejado el camión. Algo olía mal pero seguimos retozando hasta que un policía nos dijo que era mejor que cambiáramos de playa porque ahí desembocaba el desagüe de la ciudad. Debimos ser un foco de infección ambulante, algunos hasta se echaron unos tragotes de agua mar-cagada, pero poco nos importó.  Nos alojamos en un hotelito que era un pequeño prostíbulo, las putas iban y venían con sus clientes y nosotros como perritos en rosticería nomás las veíamos dar de vueltas con uno y otro cliente. Después nos fuimos de excursión al cabaret más importante de la zona de tolerancia o zona roja de la época, La Huerta. Quedamos hipnotizados, nunca habíamos visto en vivo tantas nalgas y senos desnudos en tan poco espacio y en tan poco tiempo. Se nos torcía el cuello de ver a uno y otro lado y no saber para donde voltear. Cansados de mirar volvimos al hotel para hacernos justicia por propia mano. El presupuesto no daba para más. Al otro día volvimos a la playa unas horas y emprendimos el regreso sin conocer nada más de la ciudad.
Hace unos días regresé nuevamente a Acapulco. El viaje se hace en cinco horas por una super autopista que cruza cerros y cañadas a través de túneles y puentes imponentes. Una gran concentración urbana de colonias populares precede la llegada al puerto. Encuentro una ciudad patrulllada por grupos de policías y soldados fuertemente armados. Es el operativo federal Guerrero seguro. Congestionamientos enloquecedores bloquean el centro de la ciudad. Una hilera continua de edificios-hoteles de diez, veinte y treinta pisos con cientos de habitaciones cada uno amurallan la bahía y hacen imposible verla desde la avenida costera, la principal vía citadina. Pero más allá de la bahía esa muralla de hoteles, fraccionamientos turísticos y residencias continúa pasando Puerto Marqués. Las playas de El Revolcadero son ahora invisibles por la instalación de campos de golf, mega centros comerciales y más hoteles de cinco estrellas. Un ejército de hombres y mujeres atienden los servicios que demanda toda esa infraestructura turística que satura la vista y aturde. Algo hicimos mal en ese destino, ahora difícil de disfrutar. 

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